"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La noria - Luis Romero

Luis Romero La noria Título original: La noria Luis Romero, 1951 A mis padres, que hace cuarenta años que viven en «esta ciudad» y le han dado cuatro hombres. Quiero fer una prosa en román paladino con el cual suele el pueblo fablar a su vecino. GONZALO DE BERCEO MADRUGADA GALANTE Empieza a amanecer. No se sabe cuándo surgió esta leve claridad sobre las azoteas de la ciudad. Una sonoridad desconocida, nueva, vibra en el aire, y en la atmósfera se está produciendo el diario milagro. El reloj de un convento, madrugador y disciplinado, da cinco —o quizá seis, que tanto vale— campanadas; campanadas de esas que siempre parecen sonar lejanas. Por un instante se diría que se ha paralizado el curso de las cosas. A poca velocidad, por una calle de las que van al centro de la ciudad, marcha un taxi. Ya no hay prisa; el momento de la prisa ha sido superado con el alba. Dorita mira por la ventanilla, y el calor de esa claridad que nace penetra en su alma pequeña a través de sus ojos cansados. En el cogote, bajo el cabello, la manga de él le está haciendo cosquillas. Diez horas antes no se conocían siquiera, pero está acostumbrada a exprimir la amistad como si fuera un limón, hasta dejarla sin jugo. (—Buen mozo y guapo. Limpio. Deportista. Me gustan los chicos de Bilbao. Pagan bien y, ¡caray!, son fuertes. Ingenuo. Cansada. Veremos qué tal se porta. ¿Rico? Sí, seguramente; corbata de seda, zapatos caros.) La calle de Pelayo empieza a animarse. Gente que se dirige a su trabajo presurosa, malhumorada, como si cada día les defraudara ya desde el comienzo. Los obreros que van hacia las barriadas industriales se cruzan con los noctámbulos que se retiran fatigosamente; inútiles noctámbulos a quienes espanta el día. En un coche de punto cantan, desacompasados, dos borrachos; el cochero, sobre el pescante, cabecea soñoliento y paciente. Dorita se siente cariñosa, o al menos quiere demostrar ternura: —¿Estás cansado, Juanchu? Debes estarlo. ¿Sabes que eres muy fuerte? Me gustan los bilbaínos. Una vez conocí a uno que… Las Ramblas están animadas (las Ramblas siempre vivas, cálidamente vivas, enamoradas de algo). Sobre los árboles, el azul y el rosa de la aurora pintan el aire que entra por los pulmones hasta el alma. Juanchu manda parar el taxi ante un puesto de flores; baja y compra un gran ramo de claveles. Son los más hermosos y jóvenes claveles recién estrenados en este amanecer, y traen gotas de rocío de las huertas del Prat o de San Justo Desvern. Sin subir de nuevo al coche se los entrega a Dorita, y mientras la besa en los labios —último beso fatigado, quizá agradecido sin embargo—, deja algo entre sus manos. (—Galante, bonito gesto. Un caballero, vamos. ¡Ojo! Aquí está la cosa. ¿Cuánto? ¿Quinientas? No mires… Impaciente. Un caball…) Se despiden allí mismo con la puerta del auto abierta, él con un pie, graciosamente, en el estribo. —Adiós, Juanchu. Llámame mañana. Un poquito tarde, ¿comprendes, nene? (—No, cuidado; mañana ese tío gordo… cena.) —¡Ah, no! Ahora que recuerdo; mañana he de salir con una amiguita que ha venido de fuera. Llámame mejor pasado mañana. Pero te advierto que me iré a dormir prontito. ¡Me has dejado muy cansadita!… Mientras se aleja, Juanchu vuelve todavía la cabeza para saludar. El taxi da la vuelta por la primera calzada de las que atraviesan el paseo central y vuelve a subir por la Rambla. (—¡Ya me lo había parecido! Rico. Quinientas pesetas. Hierros; fábrica de papá. Mañana sin falta, modista. ¡Maldita bruja! Le daré trescientas y va que chuta. Tío gordo; conviene. Rico. Un estúpido. ¡Qué fuerte este Juanchu! Claveles de la Rambla. Quinientas. Buen chico. El gordo ese, mil. Hablarle claro. Categoría.) La plaza Cataluña sin público parece más grande todavía, y en la fachada blanca del Banco Español de Crédito empiezan a encenderse los colores del día. Por la Ronda marchan los tranvías chirriantes, como rojas banderolas que anunciarán el alba ciudadana. Y ahora, si Dorita se preocupara de semejantes cosas, vería las palmeras más cultas de estos contornos: las que se balancean airosamente en la plaza de la Universidad. Cuando el taxi sube por la calle de Balmes, el día ha sido proclamado oficialmente. Se abren las panaderías, las lecherías, y una portera madrugadora empieza a barrer la acera. Al fondo, el Tibidabo, viejo y majestuoso, presidente perpetuo de la ciudad, es un regalo para la vista que la mañana sirve en su bandeja; la tarjeta postal con que se inaugura la jornada. Todavía están cerrados los balcones y las ventanas, porque los ciudadanos no madrugan tanto. Se escucha por las calles un ruido sano y reconfortante, música que los trasnochadores no perciben en este momento en que su derrota se ha consumado. Esta música, esta orquesta civil, es audible únicamente para quien acaba de remojarse con agua fresca. Y, aun, sólo la escucharán los iniciados. Es variada y sutil, y forma en su polifonía el himno de este pueblo. Todos los pueblos, todas las ciudades tienen su himno correspondiente, y el campo también posee su música propia. El concierto se inicia al amanecer. Dorita no percibe esta música porque su día principia tarde y termina tarde. Ahora tiene prisa por llegar a su casa. Vive en un piso pequeño, claro, lindo. Desde el ancho ventanal de su habitación se divisan las azoteas de la urbe, y al fondo, el mar; un mar maravillosamente azul, el mar del Mundo. Al sur, Montjuich; al norte, los días claros, la vista se pierde en una hermosa lejanía. En un pueblo cualquiera tiene una madre huraña que vive con un hombre que no es su padre. Estará casada con todos los requisitos religiosos y legales, pero para Dorita vive con un hombre que no es su padre. La vida de esta chica es relativamente fácil porque tiene veintitrés años y unas piernas hermosísimas, unas piernas verdaderamente extraordinarias. Las cosas buenas se pagan, y en esta ciudad hay gente que posee mucho dinero; un dinero fácil y limpio. Para Dorita todo dinero es siempre limpio. El taxi ha doblado hacia la izquierda. La ciudad va creciendo por aquí; siempre se ven casas nuevas y cuando se terminan de construir ya están otras subiendo piso a piso. Son casas grandes, hermosas; antes había quintas, masías, pequeñas torres. Este barrio ha sufrido una gran transformación aunque Dorita lo ignore, porque ella hace solamente cinco años que llegó del pueblo. Está contenta porque ha tenido la suerte de encontrar este piso, hace poco relativamente. El sexto, puerta tercera. Setecientas pesetas al mes, sin traspaso, agua y calefacción aparte, y luego portera, gas, y la luz, claro. Ha conseguido amueblarlo bien. ¿Cómo lo ha hecho? Eso sería ya otra historia y no de las más edificantes ciertamente; pero no hay que escandalizarse, pues al fin y al cabo es bastante corriente, casi normal, en este clima. En su pueblo ya tenía mucho éxito desde que era una mocosa. Todos los muchachos la perseguían y ella debía haberse casado con uno, bastante rico por cierto, que era el candidato de sus padres. A estas horas habría engordado y tendría un hijo o dos. Pero se enamoró de un soldado, pues en aquellos años hubo tropas en el pueblo. Era guapo y de buena familia; sus padres vivían en Barcelona. Los soldados se licenciaron y se retiró la guarnición cuando las circunstancias lo permitieron. No cabe duda que encontrar en Barcelona a una persona de la que ni siquiera se sabe con seguridad el apellido, no es empresa sencilla; pero una mujer joven y enamorada es capaz de emprender cualquier aventura por disparatada que parezca. Además, había ocurrido algo que le dificultaba mucho, por no decir que le hacía imposible ya, casarse en el pueblo. Tardó dos años en encontrar a su antiguo novio soldado, reintegrado nuevamente a la vida civil, y fue mejor para ella el haber tardado tanto tiempo, porque así se ahorró la desilusión. En esos dos años habían sucedido tantas cosas, que ya no merecía la pena hablar de matrimonio. Dorita se mira al espejo del monedero; está llegando a su casa. (—Bien; peinado más hacia atrás. La moda, peluquero; cien pesetas. ¿Rubia? No; ese tonto qué manía tiene… «¡Olé, morenaza!» Gustan las morenas. Mañana, Banco. Antes de las doce. Portera Chismosa. ¿Estará levantada? Hago lo que me da la gana. Pago; diez duros. ¿Qué más quiere la muy cochina? Su hija, una cursi; envidiosa. Al gordo ese, ni pum. Hacerme la ingenua. Mil o ni así. ¡El cerdo! ¿Qué se habrá creído? Mil; Banco. Medias Dupont 51. ¡Qué tarde! Siempre igual. ¿Cuánto marca el taxi? Veintiocho sesenta… ¿Le doy treinta? Está bien. Mucho. Una peseta y basta. ¡Veintinueve!) Llegan frente al portal, nuevecito, con un cristal transparente y las barras metálicas de la puerta pintadas de negro. Han abierto la frutería y el horno, y en el bar de la esquina desayunan unos obreros que trabajan en el edificio que se está construyendo en la misma calle; ocho pisos alineados, exactos, tirados a cordel. Este bar pertenece al antiguo sistema del barrio y tiene una pila de piedra artificial de color rojizo y unos grifos curvos de metal plateado que parecen signos de interrogación. Es un bar modesto que frecuentan los veteranos del barrio, a quienes los inquilinos de las casas nuevas van desplazando; también los albañiles son sus clientes; piden un porrón de vino para acompañar el desayuno, un vinillo flojo de Martorell, mientras esperan la hora de iniciar la faena. El sereno y el vigilante lo visitan por la noche, y hay una peña de viejos que llevan treinta años haciendo su partida de manilla en el velador de mármol de la izquierda. Dorita oprime el botón del ascensor; sexto piso. (—Menos mal que no han cortado la corriente. ¡Qué lata de restricciones! ¡Vergüenza es lo que necesitarían! Pronto no vamos a poder vivir las personas decentes.) El ascensor se detiene. Por la claraboya se filtra luz y va iluminándose todo, hasta los rincones. Dorita busca la llave en el bolso; no la encuentra. El monedero de las mujeres es un abismo donde puede extraviarse cualquier objeto. (—¿Dónde estará? Olvidada… Seguro que me la dejé en… ¡Ay, Dios! ¿Qué hago? No. ¡Aquí está! Menos mal.) Abre la puerta y para expulsar esta luz intrusa que se ha instalado en la habitación baja la persiana ruidosamente. En la cocina bebe un vaso de leche fría que saca de la nevera. (—No bebo más coñac. Sequedad. ¡Estos vascos! Diré que estoy enferma. Del hígado; queda bien. Agua mineral y café con le… No, tonta. ¡Vino, coñac, generosidad… la vida!) Va dejando las prendas sobre un sofá y una butaca tapizados de raso de azul, a rayas, que hay en el gabinete. Tiene un cuerpo espléndido, fino, fuerte, elástico; su piel es joven, tersa, suave. Se coloca el camisón y se mete entre las sábanas. (—Frescura… Dormir. Playa. Uuu… aaay… oooh. Telefonear mañana. Vestido azul y monedero rojo; zapatos, ¿qué zapatos? Mañana pensaré. Uuuuu… aaauuuu… ¡Qué vida!…) Dobla las rodillas y se acurruca; un gran placer le arrebata la piel y se le mete hasta el alma. (—Gracias, Dios mío, gracias por ayudarme. Tú sabes bien que no soy mala. Quinientas pesetas. Gracias. No soy mala, no.) Cuando se acuesta recuerda lo que ha hecho y proyecta lo que hará al día siguiente. A veces, sobre todo cuando algún contratiempo le hace sentirse desgraciada, se acuerda de su pueblo y de cuando vivía su padre; de cuando era una niña como las demás… En esos momentos es como si fuera otra persona, como si ella no fuera la misma Dorita. De esta ventana para afuera, la ciudad empieza a despertarse. Un reloj cualquiera ha dado una hora, las siete seguramente. El sol ilumina los pisos altos y enciende el Tibidabo. PEREGRINO EN SU CIUDAD El taxi ha vuelto a parar en la esquina, junto al bar antiguo. El conductor se llama Manuel Fontdevila. Tiene sueño y es natural que así sea, pues ha pasado toda la noche en el volante. Apenas ha descansado; al Cortijo, al Hotel Diagonal, a la Rambla esquina Hospital, a la calle de Nápoles, a la Avenida del Tibidabo, a la Rosaleda, a Muntaner esquina Valencia, al Navarra, a la calle Caspe cerca del Paseo de San Juan, a la plaza Universidad, al Hotel Magoria, a la Plaza de España, a la calle Borrell, a Sans, al paseo Colón, al Guinardó junto a la plaza Catalana, a la Plaza Urquinaona, otra vez al Diagonal, y por fin a la Rambla, a comprar flores, y ahora, a San Gervasio. Este hombre ya tiene derecho de irse a dormir. (—Una barreja me sentará bien. Si no, me duermo. ¡Qué nochecita! Era un tío bueno el andaluz. Diez pesetas de propina; eso es ser un señor de verdad. «Lo que sobre para usted, taxista.» ¡Ole su madre! Viajes al Diagonal, buena propina. ¡Venga, pues, Hotel Diagonal! ¿A mí qué me importa? Son unas zorras. No las conozco. ¿Acaso es mi mujer? ¿Acaso es mi hija? No, padre. Pues que hagan lo que quieran. Yo a mi oficio. No sé nada de nada. Me importa un bledo. ¿Allí?… pues allí. He de poner gasolina. Bueno… luego. Una barreja. ¡Caray! Tengo derecho.) En el bar desayunan unos albañiles. Trabajan horas extraordinarias esta temporada. Les sale a unas cuatro pesetas la hora, más el quince por ciento y el subsidio familiar. Aunque ya deberían estar trabajando, como no ha venido el encargado, aprovechan para comer un bocado y beberse un porroncito de clarete. Manuel se acerca al mostrador. —Una barreja; con anís del Mono, ¡eh! El dueño lleva cuello postizo y corbata negra de lazo. No usa chaqueta y las mangas algo sucias de la camisa blanquean desde la sisa del chaleco. Ha puesto ante Manuel un vaso no muy grande, acampanado, y lo llena hasta la mitad con moscatel de una botella sin etiqueta; luego, trae del anaquel la del anís del Mono y mide una copa que derrama dentro del vaso. Ya está hecha la barreja. (—Dos pesetas. O dos cincuenta, quizá. Claro que es a cuenta de la propina del andaluz. La María lo notará. ¡Qué pesada!… «Ya has bebido…» «Yo creo que te vas de juerga…» ¡Pesada! Ella durmiendo, bien repantigada, y yo fastidiado. ¿Frío? No puede ser. Destemplado. Es tarde. Debí dejar este viaje. Una cochina peseta de propina. Era guapa. Él me da más, seguro. Optimista. ¡Menudo lote se habrá dado! Mujeres caras. La María; tetas gordas, caídas. ¡Maldito mundo! A uno no le quedan más que los desperdicios. La revolución social esa… ¡Bah!, cuentos. Los pobres, pobres. Si un día quiero, voy y pago veinte duros… No, éstas son de categoría. Sí, sí… Una cochina peseta…) Los albañiles se van hacia la obra porque ha llegado el listero. El velador queda lleno de migas y el dueño sale de detrás del mostrador y las limpia con un trapo que lleva al hombro. Luego cuelga tras los cristales un letrero que dice: «Café exprés. Del mejor, 1,25.» Hay dibujada una taza humeante. Manuel va paladeando la mezcla mientras por los bolsillos busca un cigarrillo Camel, obsequio de un cliente que ha llevado al Bar Sanlúcar de la Rambla a primera hora de la noche. Parecía algo borracho y todo el tiempo le fue hablando. (—Tipo curioso; un taxi para cruzar la Rambla. Del Andalucía al Sanlúcar; justamente cruzar. Pues, no; un taxi. «Es ahí enfrente, caballero.» «Haga lo que le digo, amigazo.» «Es que hemos de bajar hasta Colón…» «Como si tiene que bajar al infierno.» Hay que obedecer siempre. Todo es recorrido y el taxímetro marca. Tal vez un borracho. ¿Despistaría a alguien? Al sastre… o a alguna mujer, seguramente. ¡Vaya vidaza! Copa por aquí, copa por allá… ¿De dónde sacarán los cuartos? Y uno aquí, al volante, como un cabrito. Y la mayor parte para el patrón. El tío allí, bien sentado, esperando que le lleven los duros. Claro… que… me defiendo… Si la vida fuera como antes… si un duro fuera un duro… Día por otro ciento cincuenta pesetas. Unos años… pero todo sube. Esta barreja, seguramente, dos cincuenta. ¡Cerdos!) Aplasta la colilla contra el borde del mostrador, apura el vaso hasta el fondo inclinando la cabeza hacia atrás de un golpe, y pregunta: —¿Cuánto es? —Dos treinta. Deja sobre el mármol dos pesetas arrugadas, pringosas y las tres piezas de aluminio; veinte céntimos más le tiemblan entre los dedos. (—No; debe ser el dueño. ¡Qué importa! El sirve… No, sí… no. Sí, hombre.) Otras dos monedas quedan apartadas ligeramente del precio exacto de la consumición. Nuevamente va en marcha el taxi, ahora por la calle de Muntaner. Los tranvías bajan veloces. Los comercios todavía no han abierto; si acaso, algún librero de viejo, o un relojero. En los quioscos de periódicos cuelgan las noticias del día anterior y los mirones se informan gratuitamente de las más importantes. (Un discurso en primera plana del ministro de Obras Públicas no interesa demasiado.) Aunque este taxista se queja y se pasa el día refunfuñando, la vida no le va del todo mal. Claro que ha de trabajar mucho, aguantar impertinencias y hacer la vista gorda muchas veces, pero se saca un buen jornal. La María es, además, muy trabajadora y sabe cómo se compra, y en estos tiempos, la buena administración en una casa equivale a un sueldo elevado. La hija está empleada en una librería. Gana para sus gastos y todavía le entrega a la madre trescientas pesetas todos los meses como ayuda al presupuesto familiar. Si no se complican las cosas, dentro de dos años Manuel tendrá coche propio. Ha sido su aspiración desde que se puso por primera vez al volante, hace casi veinticinco años. Ya no tiene tanto sueño y está echando cuentas de lo que le corresponde en las ganancias de la jornada. La gasolina la pagan los dos, a partes iguales, reparaciones, patente y demás, el dueño; y lo que queda limpio, la mitad para cada uno. Claro que siempre se hace algún estraperlillo, y luego, las propinas, aunque hay que reconocer que desde que se inició esta maldita crisis de que se habla, han decrecido mucho. Pasa por delante de la Plaza de Toros Monumental y gira por una calle ligeramente empinada. A la derecha hay un garaje cuya amplia portada está pintada de rojo y blanco. Deja el vehículo en el fondo y se pone a hablar con el guardián. —¿Ve usted cómo no tenían nada que hacer en Mestalla…? Ya se lo dije el sábado; el «Barça» está «a la sopa». —«A la sopa» estaba ya el Español. —Para el caso, los dos igual. —Sí, pero no compare. El guarda del garaje espera el relevo y hace un cuarto de hora que sus ojos van de la puerta al reloj y viceversa. Le cuelga de los labios una colilla apagada hace mucho rato. Desde el sábado no se ha afeitado. Tira la colilla al suelo y abre la petaca. Ofrece tabaco a Manuel y mientras lo lían voluptuosamente, sigue la conversación. —Es bastante bueno; de cuarterón. Se lo compro a una mujer que viene por aquí cuando hay corrida. Luego añade: —¿Quiere leer «La Hoja»?; yo ya la he leído entera. Manuel coge el periódico, se despide, y sale a la calle leyendo. Del cigarrillo le caen al guardapolvo gris unas chispas que se sacude distraídamente. (—¡Qué vida se da ese tío! Ahí, mano sobre mano, y además… que si falta bencina, que si una propina, que si tal… Eso es vivir. Luego dicen que trabajan. ¡Al volante! Eso es, al volante. Ahí te quiero ver, escopeta. Y si no, un pico y una pala… y de los grandes. Mañana turno de tarde. Doormiir. Aaah… Sieeete horaaas… ooochooo. La María. ¡Uf! Cama caliente. Con la morena esa de San Gervasio. ¡Ya la enseñaría yo a ésa…! ¡Bah! Olvídate, Manolo. Menudo lote, como para ponerse las botas. El dinero lo es todo. Cada día estoy más convencido. Dinero. Yo mismo, peluquería, masaje, manicura, buen sastre, ¡la oca!, y… ¡venga jaleo! Una chavala. «¿Dónde vamos, rica?» Al Ritz, al Hotel Pedralbes, a la quinta porra.) Hay días en que se retira más pronto, pero siempre, desde las cuatro de la mañana, se está diciendo que el viaje que lleva es el último, y ocurre que queda lejos de su casa, y piensa que hará otro servicio más. Cuando se acuesta tarde, luego está de mal humor. A la hora de la comida, la mujer y la hija no hacen más que hablar, hablar, y a él le gusta comer tranquilamente, y, si acaso, pensar en sus cosas. No es tan fácil, en estos tiempos, poder mantener una casa y todavía ahorrar dinero para comprar un coche. Hay que pensar mucho, cavilar mucho, para conseguirlo. Y de eso no entienden las mujeres, que se pasan el día hablando de las patatas, del aceite, del cine, de las vecinas, de trapos y de tonterías. Entre algunas casas nuevas hay una antigua con el portal angosto. La acera está pavimentada hasta mitad solamente. La verdulería tiene a la puerta unos cajones con tomates y con escarolas y otro con peras algo pasadas por donde se pasean las moscas. Dentro de la tienda hay mujeres con cestas; ya se han levantado porque conviene comprar pronto. Sube al segundo piso, lenta, cansadamente. Llama al timbre y como nadie sale a abrir, con un gesto de contrariedad busca las llaves en el bolsillo del pantalón y abre él mismo la puerta. Un estrecho pasillo le lleva al comedor. Las contraventanas están cerradas, pero por las rendijas se filtran unas rayas luminosas, hermosamente trazadas en su geometría de luz y aire. Del dormitorio salen unos ronquidos acompasados. Huele a cuarto cerrado y a cuerpo humano. Deja la gorra sobre la mesa del comedor, luego va hacia el otro extremo del pasillo y da dos golpes sobre una puerta que hay a la derecha. —Nena; son más de las siete y media. Una voz apagada contesta algo así como que ya va, pero es una voz sin voluntad, vencida por el sueño. Da dos golpes más, apremiantes, enérgicos, y exclama: —Nena, ¡arriba ahora mismo! No me hagas enfadar… A paso lento regresa a la otra habitación. La María duerme bajo la sábana; hace calor y la colcha ha caído al suelo. Se desnuda parsimoniosamente; cuelga el guardapolvo de una percha, la chaqueta del boliche que hay al pie de la cama, y los pantalones los deja sobre una silla baja de enea. Se le caen las llaves y unas piezas de calderilla que ruedan hasta debajo del armario de luna. Suelta un taco entre dientes. La María rezonga y da trabajosamente una vuelta, apartándose hacia un extremo de la cama de matrimonio. Manuel, en calzoncillos, se mete bajo la sábana. (—Lo que más me revienta; la cama caliente. Esta mujer es… Trabaja toda la noche y ahora… ¡la cama caliente!) Bosteza, se estira y se coloca de lado con un brazo metido debajo de la almohada. (—La morena esa. ¡Estupenda! ¡Qué suerte el tío joven! Beso por aquí, beso por allá… Que me la dejaran a mí; la iba a enseñar a cantar las cuarenta. ¡Lagartona!) Da otra vuelta y siente como si tiraran de su cabeza hacia adentro. (—Le voy a decir al burgués que pagué la gasolina a ocho cincuenta… Quince litros; son ocho cincuenta que son… que serían… ochenta y cinco, y la mitad… o sea… ¡bueno!, unas cuarenta y ocho… ¡Oooh!, digo cuarenta y cinco y ochenta y cinco… ciento veinte. Y… ¡Aaaah! Meee quedaaaríaaan a miiií, unaaas veintidooós, maaaás ooo meen…) «JE M’N FOUS PAS MAL» La voz del padre ha sonado agria tras la puerta. La segunda vez más agriamente que la primera. Lola se ha arrebujado dejando que el cuerpo se deleite en su propia pereza. (—Son más de las siete y media. ¡Oooh! Bueno, otro poquito… No, no, me voy a dormir. Son las siete y media. Hay que levantarse. Pereeeza. ¡Aaaah!) El cuerpo desnudo —lleva el camisón arrollado más arriba de la cintura— se roza felinamente con las sábanas. (—Baño tibio. La doncella: «Señorita, está preparado el baño, son las once. ¿Qué va a desayunar la señorita Lola? ¿Té con leche, jugo de frutas?» ¡Aaaah! Puedo decir que estoy enferma… Voy a llegar tarde si no me decido. A la una, a las dos, a las… Lo menos ha pasado un cuarto de hora, ¡qué susto! Me levanto. Bueno, un minutito más y… ¡arriba! Ahora, ahora mismito…) Tiene las rodillas recogidas contra el pecho y las manos sobre la piel cálida de las pantorrillas. Un sopor dulce vagabundea entre sus dos orejas. Se ha adormilado unos minutos. Tres campanadas anuncian las ocho menos cuarto. (—¡Ay, Dios mío! Voy a llegar tarde. ¿Cómo me habré dormido de esta manera?) Se pone rápidamente un albornoz sobre el camisón, un albornoz gris y naranja, descolorido, y va hacia la puerta. Al pisar los baldosines un frío desagradable le sube desde la planta de los pies. Entonces se sienta al borde de la cama y busca las zapatillas. Por fin sale corriendo hacia el cuarto de baño. No hay luz y abre una ventanilla que da a un patio donde hay ropa tendida. (—¡Maldita sea! No me podré pintar bien. Restricciones. Lavabo ocupado.) En el lavabo hay unas bragas y una combinación en agua jabonosa. De una cuerda que atraviesa el cuarto de parte a parte cuelgan las camisas del padre, pañuelos y ropa interior y del borde del baño caen desmayadas las medias de Lola. Se lava de prisa con agua del grifo de la bañera que le excita deportivamente la piel del cuello y de los brazos. Otra vez en su cuarto se quita el albornoz y se viste apresurada. Por la ventana abierta entra luz sin tasa. Apoya un espejito en el alféizar y se pinta y peina ante él. (—Madrugar tanto, asqueroso. Padre rico, marido rico… querido rico. No, no, amor; eso sólo por cariño. Peine sucio. Bonita… conviene que las cejas sean algo más anchas, que crezcan. Mañana, cine; Julián. Guapo, manos fuertes. Blues; luces. Media combinación. «¿Quieres otra?» Aprovechado, un poco. Bien, discreto; brazos de hombre. Desnudo… Tarzán. ¡Las ligas! ¿Dónde están? Medias secas; al mes que viene, otras. No se ve el punto. Hay chicas que por un par de medias… dicen. Hombre sucio; te aprieta. «No bailo más, estoy cansada…» «Que no bailo más… He dicho.») Limpia los zapatos con la colcha, y al ponérselos nota que le hacen un poco de daño. Son los mismos que llevó ayer al baile, y bailó tanto, que no es extraño que le duelan los pies. Vuelve la cabeza y mira si las costuras de la media están rectas; un punto, cosido, apenas perceptible, asoma por el escote del zapato. Procura salir de la casa sin hacer ruido. La calle está animada, sonora. Pasa el carro de la basura dejando tras él un olor acre; el basurero marcha por la acera con una espuerta en la mano. Lleva una blusa azul desteñida y toca un cuerno metálico; de cuando en cuando grita destempladamente: ¡Escombriaaire…! Bajan con los cubos repletos de basura mujeres desgreñadas. Una de ellas ha ahuyentado con el pie a un perro que husmeaba el cubo; el animal salta de costado, rabo entre piernas. Lola apresura el paso. Delante del bar hay parado un camión y apoyado en la portezuela, un hombre grueso, colorado, fuma y la mira ávidamente. Cuando está cerca la grita: —¡Ay, guapa! Si nos dejaran solos… (—Me molestan estos groseros. Como si tuvieran derecho. ¿Parezco algo malo? Asqueroso. Ni así, ni así, con ese tío; gordo, blando. Su mujer… ¡Uf!) Llega a la parada del tranvía. Dos hombres están también esperándolo. Luego llega una mujer con un niño a quien debe acompañar al colegio. Se ve venir el tranvía a lo lejos por la avenida recta, larga. (—Dejo subir primero a la del niño. Luego yo; las mujeres delante. ¡Que se fastidien ellos! Sexo débil; eso.) El tranvía llega bastante lleno y Lola se queda en la plataforma. Un viento fresco le choca contra la frente. (—El pelo. Me despeina. Como una bruja. Sombreros; no, cursi. Bodas; guapa. Grandes sombreros… buenos teatros; palcos. «Madame Raspail, sombreros de París.» Trescientas pesetas lo menos. Doce días de trabajo; no, no, más… A ver… treinta días, son… ¿y los domingos? Bueno, tontería… fuera. Muchos días de trabajo.) El tranvía bordea una gran plaza. La gente va hasta en los estribos. Se levantan los cierres metálicos de los almacenes; las criadas salen a la compra; por las aceras, hombres apresurados con carteras. Los guardias, con su casco blanco, empiezan a ordenar el tráfico. Ha pasado la hora proletaria y está iniciándose la hora mesocrática. Cuando el tranvía cruza el paseo de Gracia, Lola se apea; una mano ha rozado sus muslos pero es imposible averiguar si ha sido o no intencionadamente. El paseo de Gracia está reluciente y el edificio del Banco Vitalicio aparece lujoso entre el arbolado. Los bares se abren, y sobre la plaza de Cataluña brilla ya el sol. Lola aviva el paso porque en un reloj ha visto que son las ocho y media. Claro que cinco minutos no importan y los compañeros estarán hablando de fútbol, que es lo que más les interesa en este mundo y en el otro. El lunes, ya se sabe. Un vendedor grita: «¡La Fullaa! ¡La Fulla Oficial del Dilluns!» La falda es tal vez un poco estrecha y eso no la permite andar de prisa, tanto como ella quisiera, por lo menos. Ayer estuvo bailando en el Metropolitano toda la tarde. Bailó con Julián, que es un muchacho que le hace algo la corte, y también con otro moreno que parecía un artista de cine. No era de los habituales; un forastero. Bailaba bien todo, pero no sabía el swing; mejor, pues a ella le parece una tontería; sólo le gusta cuando está de broma. Su vida no es divertida, ciertamente; sólo los domingos disfruta, eso sí. Pasaría la vida bailando. A veces, sobre todo en verano, la dejan salir por la noche con alguna amiga de las que tienen novio y se van a las Fiestas Mayores de Gracia o de Sans, y desde luego, a la de su barrio. Trabaja bastante; ocho horas en una librería y luego va a aprender taquigrafía a una academia. Cuando conoció a Bernardo no estaba segura de que tuviera muy buenas intenciones, pero una mujer siempre supone que se sabrá guardar. Vino al Metropolitano con un compañero; los dos muy elegantes y simpáticos. Bailaba bastante bien, y a ella y a una amiga las invitaron en el bar a tomar cócteles. Habían venido en automóvil y las llevaron a su casa. Fueron los meses más felices de su vida. ¡Era tan guapo y tan simpático, y tan diferente de los demás hombres que había conocido! Las amigas le decían que no se fiara, que era de los que van a ver lo que consiguen; pero ella, ¡se sentía tan dichosa! Siempre la llevaba a los sitios más caros y distinguidos; la presentaba a sus conocidos, que eran de la buena sociedad; la hacía regalos y, sobre todo, la paseaba en auto. Lola presentía que aquello era demasiado hermoso para que durara eternamente, pero ¿qué podía hacer? Las amigas, unas envidiosas, la criticaban y la lanzaban pullas más o menos encubiertas, pero un beso de Bernardo la podía compensar de todo el sufrimiento del mundo. Hasta que se case no hará con nadie más lo que hizo con él. Al cruzar la plaza de Cataluña mira hacia la izquierda. El Rigat está cerrado todavía; los lugares elegantes abren tarde. Tal vez la gente elegante no madruga, o no es elegante en las primeras horas de la mañana. Junto a la terraza, las butaquitas de mimbre están apiladas. (—¡Qué «chic»! Buena orquesta. Mano suave, tabaco rubio. «No te fíes, no te fíes…» Espaldas anchas, tabaco rubio; de cine. «Vamos a ver, la ola marina / vamos a ver, las vueltas que da. / Hay un motor que camina p’alante. / Hay un motor que camina p’atrás…» ¡Tan feliz! No me importa. Bien, ¿quién sabe? «No te fíes… no te fíes…» Pero… ¡me gustaba tanto! Guapa; vestido sastre, medias cristal. Su mano tan suave… apretaba educadamente. Luego… ¡bueno, luego…! «¡Oh, señor Colón! / ¡Oh, señor Colón! / Mire usted cómo está el mundo. / ¡Oh, señor Colón…!» Locuras. Rabassada. «No vayas al Rigat… no es para fiarse.» Envidia. Mi domingo, mío, mío. Amor. Hago lo que quiero; no me importa nada. Que me quiten lo bailado.) Parece que bajo la blusa ha temblado algo, como si un suspiro subiera hacia la boca; felicidad huida, añorada; sí, pero gozada plenamente. En la esquina las mujeres vocean: «¡Vendo rubio!», «¡Tengo Lucky!» Una muchachita con gesto picaro dice a los transeúntes, mientras exhibe en su caja un muestrario de tabaco de contrabando: «¡Lo vendo todo!» De las escalerillas del ferrocarril de Sarriá sube una avalancha humana. Cruzan los autobuses relucientes, con sus dos pisos rojos y producen un ruido veloz sobre el asfalto recién regado. La librería está ya abierta, pero don Rogelio no ha llegado aún. Cuelga la chaquetilla en el lavabo y se mira un poco en el espejo. (—Este Juanito no está mal, pero ¡bah!, un chiquillo. ¡Qué fastidio, hasta la una!) Sale luego y empieza a alinear sobre el mostrador unas novelas que el sábado quedaron amontonadas. Somerset Maugham, Cecil Roberts, Steinbeck, Graham Greene… Coloca encima el letrero: «Ultimas novedades.» Juanito y Vidal hablan de fútbol. No están contentos, al parecer, del resultado de ayer. Vidal fue a la playa, a Mongat, con unos amigos, y tiene toda la cara colorada. El agua estaba todavía un poco fría, pero hacía buen sol. El lunes es un mal día; una semana entera de trabajo por delante. Lola sabe que el domingo volverá al Metropolitano a bailar. (Al Rigat por ahora no volverá. Las amigas tenían algo de razón —algo solamente—, pero, ¡fue tan feliz aquellos dos meses!) En el Metropolitano están sus amigos. Ella es muy solicitada; es bastante mona y, sobre todo, baila muy bien. No todos los amigos tienen buenas intenciones; lo nota muy claramente, pues hay un lenguaje en el baile, bastante elemental y directo. Pero no la preocupa demasiado; el domingo es su día y hace lo que quiere. Durante la semana trabaja. En la tienda contigua venden radios, gramolas y discos. Esto resulta distraído, pero, a veces, cansa. Por la puerta abierta entra la voz algo estropeada de Edith Piaf. … Je m’n fous pas mal il peut m’arriver n’importe quoi je m’n fous pas mal j’ai mon dimanche qui est a moi c’est p’t étre banal… La mañana está cálida, amablemente cálida. Lola ha abierto, para distraerse, un libro del que ha oído hablar mucho, y a ella le gusta curiosear; después se da importancia ante los chicos del Metropolitano, que creen que ha leído todas las novelas. (—No comprendo bien estas cosas. Y las pagan caras; cuarenta y cinco pesetas. Me parecen algo confusas, tal vez tontas.) … II y a ses bras qui m’enlacent il y a son corps doux et chaud il y a sa bouche qui m’embrasse… Oh, mon amant, qu’il est beau…! Ha entrado un cliente; don Álvaro. Viene a hablar con el dueño. Mira distraídamente los volúmenes alineados en las estanterías. —Buenos días. Juanito le dice en seguida, inhibiéndose: —Don Rogelio no ha llegado todavía… Don Álvaro se dirige a Lola: —Señorita, ¿sabe usted cuánto cuesta la nueva edición del Valbuena? No, no lo sabe; Juanito tampoco. (—Este hombre es un poco raro; más bien pelma. Pero me mira siempre. ¿Valbuena? ¿Qué querrá decir? Que le despache Rita la Cantadora… No sé lo que es, pero disimulo.) —No, don Álvaro; ahora mismo no le sabría decir…; si quiere, pregunto; aunque tal vez es mejor que hable con don Rogelio. (—Debe ser alguna novela. ¿Valbuena? ¿Valbuena? Me mira mucho; ahora se fija en las piernas… Ya se va a curiosear los libros de la estantería. ¡Qué hombre estrafalario! Siempre preguntando por libros raros. No sé para qué querrá esos tostones.) Don Álvaro va repasando los títulos en el lomo de los volúmenes; casi debe sabérselos de memoria porque son muchos los días en que viene a esta librería. Compra bastante, pero curiosea sin medida. Lola le sigue un rato con la vista. (—Bien mirado no es tan viejo como me parecía. Pero, ¡vaya saldo! Estoy segura que no sabe bailar. Un tipo que no baile, para mí, cero.) Una música que le sale de las venas le conmueve la carne y la estremece toda. (—Saint Louis blues… taratatá, tatá… Saint Louis blues, tararatatá, tatá… Sí, el domingo, ¡qué bien! Iré pronto, prontito; turu, tú, tú, tutú…) «INTELLECTUM TIBIDABO» En la tienda de radios tocaban una musiquilla francesa; una de las muchas canciones que se ponen de moda y luego el tiempo deslustra, enmohece. Hay veces, sin embargo, que su encanto pegajoso se queda en no se sabe qué intersticio del alma y los años la devuelven para nuestro goce y para nuestro martirio. Don Álvaro entra en la librería. (—Desde luego no lo voy a comprar… no; me han dicho que cuatrocientas y pico, pero voy a enterarme del precio por si acaso… también podría vender el viejo y añadir la diferencia. No está Rogelio; preguntaré a la chica. ¡Qué piernas! Tonta; casi del todo… no tiene idea de lo que le pregunto. Seguro que cree que es un libro de cocina o cualquier bobada.) Ha formulado una pregunta y la dependienta no ha sabido contestarle. Ahora se acerca a la estantería y contempla los libros. (—¿A ver si hay algo nuevo? ¡Hombre! El Cancionero de Foulché-Delbosc. Bien; los dos tomos. ¿Cuánto pedirá éste? Hasta ochenta pagaría. No mostrar demasiado interés. Mañana vuelvo. ¿Estará completo?) Su mano se estira; es larga, nudosa, con venas prominentes y parece siempre animada de un breve temblor. Una mano con carácter propio; una mano que no duerme jamás, que no descansa. Ha cogido un grueso volumen de contextura flexible y está ojeando sus páginas. (—Gómez Manrique… sí, el tío de… Jorg… Pablo de Santa María; judío. Suero de Ribera. Ihoan de Dueñas: página 442. —«Aunque visto mal argayo / rióme de esta hablilla / porque algunos de Castilla / chirlan más que papagayo…» Aquí está bien colocado; no los que se lo ponen al Marqués de Santillana. El mismo Menéndez y Pelayo… ¡no señor! «Dezir contra los aragoneses.» Ese sí que es del Marqués. «Uno piensa el bayo / e otro el que lo ensilla…» Etc. Bueno; pero, ¿en qué quedamos? «Respuesta de Ihoan de Dueñas.» ¿Obra del Marqués? Será de Juan de Dueñas, ¡diablo! Confusión; involucración. Al pan, pan y al vino, vino; así.) Sigue ojeando; ya no escucha la gramola que ahora toca un blues, lentamente, apoyándose sensualmente en las notas, que penetran en la librería y parece que acarician los libros, los mostradores y las pantorrillas de la dependienta, que las mueve mecidas por el lento compás mientras tararea en voz baja. (—Alfonso Álvarez de Villasandino; famoso personaje, buen truhán. Mangante; mediocre sólo. «Dezir contra la muger de Mosén Juan».) Se le insinúa una sonrisa en la boca mientras Jos ojos saltan por las estrofas cortas. (—«… tu apellido / es abatido / por tus esquinas hazañas / el tu nido / es tan seguido / que no cría telarañas…») Cierra el libro y lo deja cuidadosamente sobre el estante. Vuelve la cara y su vista choca con las piernas de la dependienta. (—Pero es tonta. ¡Lástima de piernas! No sirve un cuerpo hermoso sin inteligencia. Un maniquí cálido; nada más.) Se despide: —Ya volveré otro día. Adiós, señorita Lola. Va hasta la parada del tranvía; anda lentamente con las manos en la espalda. Hace calor. En una esquina un charlatán pregona su mercancía con elocuencia; es una pasta que sirve para pegar casi todos los materiales. Don Álvaro se detiene un momento y pasea distraídamente sus ojos del charlatán al público. (—Juglar, eso, un juglar comercial; nada cambia apenas. Sólo las apariencias. Vamos ya; he de empezar puntual. Sí… la puntualidad es la madre de todos los vicios. «Sean puntuales, señores, si no, irán al infierno…» El tranvía; aquí, la parada.) En los árboles, los pícaros gorriones juegan ruidosamente. El sol se filtra a través de las hojas; se nota en el cuerpo una ligera humedad, como si todo él se empapara de fecundidad creadora. La calle está encendida, sonora, apasionada. Van y vienen los tranvías rojos, los taxis amarillos, los autos multicolores. En la esquina vocean el único periódico de hoy: «¡La Hoja del Lunes!», «¡La Hoja!» No viene el tranvía que espera don Álvaro, aunque también pudiera ocurrir que hubiera pasado ya y distraído en su soliloquio no se hubiera dado cuenta. (—«Vigilia era de Pascua, abril çerca pasado / El sol era salido, por el mundo rayado / fue por toda la tierra grand roído sonado / De dos enperadores, que al mundo han llegado…») En el tranvía se sienta junto a una ventanilla. Por las aceras pasan hermosas mujeres; nada como esta época del año para embellecerlas. Bajo los vestidos breves, toda la gloria de su geometría en marcha. (—Debe ser moda eso de los hombros descubiertos; de Italia o de Francia. Renacentismo, paganía. Arcipreste de Talavera, dixit: «Todos esos caminos e otros semejantes según sus tierras, mueven a fin de ser vistas e admiradas…» ¿Qué sensación dejará sobre la piel, la mirada del hombre en celo? Basta, basta. Tate, Álvaro amigo, Álvaro discreto. Piensa, medita, gobiérnate. Pareces un mozuelo, un muchachuelo. Hombre maduro debe adornarse con galas de discreción y temperanza —o templanza, que tanto vale en castellano—. ¿Cuánto costará la nueva edición de la «Historia de la Literatura Castellana»? Tal vez al curso que viene. En agosto vence la letra; ochocientas cuarenta y tantas. Chaqueta de verano, me hace falta; aire deportivo, mucho calor. Veré al sastre. Camisas de sport. Mal, mal; no podré vivir si los precios siguen aumentando. Ahorraré en el pueblo; comida abundante. Trimalción. Baltasar —Mane, Técel, Fares—. Tal vez aumenten los sueldos. Zapatos algo desgastados. «La pobreza es el camino / el mismo por donde vino / nuestro Emperador del Cielo / monjas del Carmelo…» Hábitos raídos, la madre Teresa, zurcidos, Santa en el cielo, y la primer hembra del mundo, ¡diablo! Pero el obscuro profesor… Bien; luego pensaremos en eso. El examen; treinta chicos a unos quince minutos… ¡horror! Si por lo menos no hiciera tanto calor…) El bedel lleva uniforme de verano; tela color crema y galón dorado. Se ha levantado de la silla y le ha saludado con familiaridad respetuosa. Grupos de muchachos le miran y se hacen los disimulados; algunos, más correctos o aduladores, le saludan; otros utilizan un tonillo enfático que se acerca a la burla más de lo que conviene para la buena relación entre profesor y alumno. Los estudiantes van entrando en el aula; algunos tímidamente, y otros con aire decidido; estos últimos se sientan en los primeros bancos. Tiembla una joven emoción por la sala de color claro, vivamente iluminada. Han corrido una gran cortina para que el sol no dé sobre la mesa. En cuanto terminen los exámenes se marchará a pasar tres meses al pueblo. Irá con su madre, ya muy anciana, y que después de vivir veinticinco años en la ciudad, todavía no se ha acostumbrado a ella y sigue siendo aquí una forastera. El padre de don Álvaro era notario; un hombre muy estudioso. Le dejó una buena biblioteca como única herencia, pues, persona muy dada a la lectura, no cuidó bastante de los bienes materiales, ni aprovechó las oportunidades que se le presentaron. En el pueblo le querían todos, porque era de natural bondadoso y desprendido, aunque le consideraban algo chiflado. Del hijo dicen que se parece al padre, pero le tienen gran respeto porque escribe libros y su nombre ha aparecido repetidamente en los periódicos. Los exámenes han comenzado; uno a uno van siendo llamados los muchachos a sufrir el suplicio angustioso. Doblan los pies y los enroscan en las patas de la silla; otras veces golpean nerviosamente la tarima con el tacón, mientras en las manos procuran mantener cierta compostura. El auxiliar ha llamado: —¡Francisco Gallardo Valls! Contesta una voz, ligeramente apagada, desde el tercer banco y acude un muchacho con el programa entre las manos. Ya está recitando la lección con más o menos firmeza: —Puede decirse que es éste uno de los períodos más brillantes de la literatura castellana; si bien es más de remarcar por la cantidad, en número, de los poetas, que no por la calidad de sus composiciones. Hasta el propio Monarca y el Condestable compusieron poesías que han llegado hasta nuestros días recogidas por los compiladores de los Cancioneros… Don Álvaro le mira de cuando en cuando a los ojos, también a las manos, y observa la forma en que el muchacho se mueve, y el tono de su voz. (—¿Remarcar? ¿De dónde habrá sacado la palabreja? Re-marcar, ¡hijo mío!, ya lo dices; re, volver a marcar. ¿Qué diablos, pues, quieres significar? Bueno, bueno… Tolerancia. El pequeño aprovecha. El padre es un obrero; hace grandes sacrificios. Estudia y pone atención; sabe, más o menos, por dónde va. El chico no es un papagayo…) Ahora le interrumpe: —Y usted, ¿me podría decir el nombre completo de ese caballero? Una pequeña duda; el examinando recoge con una cucharilla, en la memoria, algo que se ha adherido al fondo; cierra un momento los ojos, hace «Hummm», y por fin, precipitadamente, exclama: —Juan Alfonso de Baena. Sobre la mesa, por encima de las papeletas, vuelan unas moscas; son tercas, obstinadas, irrespetuosas. No es posible que los catedráticos se dediquen a espantar moscas con esos plumeros de papeles de colorines que hay, por ejemplo, en las lecherías, o que utilizan los vendedores ambulantes de golosinas en sus tenderetes improvisados. Francisco Gallardo Valls sigue su examen; conoce la asignatura y se siente bastante seguro. A veces le falla la memoria y algún nombre se le escapa; mejor es no detenerse. El catedrático le mira; pero en sus ojos no hay reproche y, seguramente, no le escucha. El señor Zamora, a su derecha, está, como siempre, distraído, y el de la izquierda estudia cuidadosamente las vetas de la madera barnizada de la mesa. El alumno continúa. —El libro más importante y característico de esta escuela, o mejor dicho, quiero decir, de este estilo literario, o sea de esta clase de novela, es la llamada «Vida del Lazarillo de Tormes», de autor anónimo, o por lo menos hoy desconocido, aunque se han hecho sobre él numerosas conjeturas… Hace bastante calor, y al catedrático se le ha pegado el pantalón a las nalgas. Ensaya varios procedimientos discretos para despegarlo, pues le produce una desazón inaguantable. Por fin lo consigue y eso le causa gran bienestar. (—No parece tonto. No es un lorito como tantos. Debe gustarle. ¿Para qué apretarles en esta asignatura? «Diga usted, mancebo, ¿qué clase de estudios va a seguir?» «¿Ingeniería, medicina?» «¿Qué se propone ser, picapleitos, veterinario, arquitectooo?» Pues al cuerno, con saber quién escribió el Quijote y leer a don Rafael Pérez y Pérez, hay bastante. Aprobado. ¡Fuera! ¡A la mi…! Mesura, mesura; hay que cumplir con el deber y examinar a todos. A todos absolutamente sin dejar uno; a los necios también… Apurar el cáliz hasta las heces. Deber p-r-o-f-e-s-i-o-n-a-l.) Adelanta la mano con ademán autoritario: —Bien, señor… Valls… (—¿Cómo se llama? ¿A ver?) Mira el Libro Escolar y pronuncia arrastrando las letras: —Digo, señor Gallardo. Dígame usted una cosa: ¿ha leído el Lazarillo de Tormes o lo conoce de segunda mano? Pausa. El mozo contesta que sí lo ha leído. —Muy bien. Y, con franqueza, de hombre a hombre: ¿le ha gustado? Se produce un momento de vacilación; nadie quiere incurrir en la ira de un catedrático y menos en el día del examen; resueltamente contesta que sí. —Muy bien, amigo mío. Puede retirarse. Creo que es usted sincero y eso sirve mucho en literatura, más que en otra disciplina. Se vuelve hacia su derecha; el señor Zamora ha adoptado una actitud benevolente hacia el alumno. El señor Zamora es algo pelotillero. (—Ese Zamora es tonto perdido. Al chaval le doy sobresaliente; ya lo creo. Sabe lo que dice y lo que quiere. Sobresaliente por haber leído el Lazarillo de Tormes y sobresaliente porque le gustó. ¡Bravo chavea; así se canta!) No siente una gran vocación por la enseñanza, por lo menos la que se refiere a estos niños a los que no les importa nada de lo que estudian y que van en busca de un aprobado para seguir adelante. Si no fuera porque de algo hay que vivir, no estaría examinando a unos y a otros. Esta labor es semejante a la del labrador que sembrara en tierra mala. Él está preparando un libro; algo muy importante sobre la clave lírica en la poesía de los Cancioneros. A veces se pregunta si después de muchos años de labor, cuando el libro esté terminado, encontrará editor, ¿quién arriesgará su dinero en una empresa de esta índole? Pero ocurre que si los hombres se desalentaran, el mundo se detendría en el camino del progreso. Don Álvaro, pase lo que pase, escribirá su libro. El día en que su madre fallezca se va a encontrar muy solo. Afortunadamente, como ya sabemos, el padre le dejó una buena biblioteca, y él, en la medida de sus posibilidades, la ha ido aumentando y poniendo al día, que una biblioteca sin savia que la renueve se marchita, como un árbol, como un hombre a quien la sangre se le detuviera. MUNDO ADOLESCENTE —Por favor, el siguiente —ha exclamado el catedrático con voz cansada, tal vez distraída. El profesor auxiliar ha voceado tras un ligero carraspear: —Arturo Méndez Arecha… (aquí una pequeña vacilación y risas contenidas en el último banco). Arechava… leta. Las dos últimas sílabas con entonación rotunda y la mirada desafiante tras las gafas sin montura. Un muchacho del primer banco sube a la tarima. Terminado su examen, Paquito Gallardo se ha sentado y finge escuchar atentamente, pero en realidad no escucha nada. Está satisfecho; ha hecho un buen examen y el catedrático se ha dado cuenta. (—Bien, contento. Juan Alfonso de Baena. ¡Ay, mi madre! ¿Juan Antonio? No, Juan Alfonso; seguro. «¿Ha leído usted el Lazarillo de Tormes?» «Sí, señor profesor, lo he leído; leo todo lo que puedo. Voy a la Biblioteca del Salón de San Juan. He leído mucho y me gusta la buena literatura. Yo estudio en serio. Puede preguntar más cosas…» «En mí yo no vivo ya / y sin Dios vivir no puedo / pues sin él y sin mí quedo / este vivir ¿qué será? / Mil muertes se me hará / pues mi misma vida espero / …muriendo porque no muero.» De carretilla; así, por las buenas. Seguro que me da sobresaliente. ¿Y si me diera matrícula? ¡Oh! Mañana latín… ¡Huum! Saldremos, saldremos también. Si me preguntaran…) Ahora se levanta y con cuidado de no meter ruido sale del aula. Le sonríen la cara, las manos, los andares. En secretaría no le permiten telefonear. Sale a la calle; el sol luce hermoso, huele bien, un olor antiguo y optimista. (—Me gasto los sesenta céntimos y luego voy a pie. ¡Se va a alegrar tanto! El tiene confianza. Mañana latín y c’est fini; al mes que viene al campamento. ¡Estupendo! Todo irá bien. ¡Qué calor hace!) —Por favor, una ficha para telefonear. Cuenta las monedas, que se le adhieren a los dedos sudados; junto al teléfono consulta la Guía. (—Talleres Ta… Tab… Tro… atrás; Talleres.) Marca las cifras cuidadosamente. —¿Me hace el favor? La sección de laminado… Retiene la respiración un instante. —Con el señor Gallardo, es un recado urgente. (—¡Qué contento, papá! Este año, si salvo latín, todo sobresaliente. Tres matrículas. ¡Lástima el francés!) —Papá, soy yo; soy yo. Acabo de examinarme; bien, muy bien. —Sí, bastante suerte. Díselo a mamá; llegaré algo tarde porque esperaré el final. —Adiós, papá me alegro, me alegro muchísimo. Cruza a la acera de la sombra por donde corre un vientecillo agradable. Pasan unas muchachas con libros camino del Instituto. Un caballo ha resbalado sobre el empedrado y hay varios hombres ayudándole a levantar; algunos prestan solamente ayuda moral por medio de gritos de coraje; otros lo hacen más prácticamente. Se han detenido algunos mirones y él se para sólo un momento, pues desea volver al aula y escuchar los exámenes de los demás. Viste modestamente; un traje comprado en la calle Hospital hace año y medio. Las mangas se le han quedado cortas y le avergüenzan bastante; los pantalones también, pero lo disimula dejando la cintura algo caída. Él sabe que otros chicos van mejor vestidos porque sus familias son ricas. A algunos les llevan en automóvil y todo; su madre dice que deben ser hijos de estraperlistas. Paquito quiere mucho a su padre, que está colocado de capataz en unos talleres. Trabaja muchas horas al día; siempre tres o cuatro extraordinarias y aún así no se vive muy bien en su casa. Tienen dos realquilados que aunque dan bastante quehacer, pagan bien. A veces la madre va a Tortosa, donde tiene una hermana (como el abuelo es ferroviario no paga en el ferrocarril) y viene con grandes paquetes de arroz y unos pellejos de aceite. Entonces tiene que ir a la estación a buscarla para ayudar a llevar los paquetes que pesan mucho. A él le da vergüenza y teme que le vea algún compañero. El padre habla poco. Llega a casa fatigado; algunos días da una mirada al periódico. Cena silenciosamente y se marcha a dormir. Tiene que madrugar mucho. Los domingos suelen salir juntos el padre y él; van a Montjuich o al Tibidabo o hacia unos pinares que hay detrás de Horta. Al volver toman una cerveza y en invierno café. Hablan poco, pero se comprenden perfectamente. Quiere que estudie para abogado. «Hay que defender a los pobres de las injusticias.» Lo dijo hace años, pero no se le olvidará nunca. En el quiosco de la esquina se ha detenido un momento. Es un viejo armatoste pintado de verde; desteñido por el tiempo. Cuelgan periódicos, revistas y novelas. Cuando estudiaba primer año, él compraba El Coyote; le gustaba mucho entonces y aun pensó irse a California en busca de aventuras. Ahora ya sabe que son tonterías y siente cierta conmiseración protectora hacia los compañeros que todavía se apasionan por el personaje. Echa un vistazo a la Hoja Oficial del Lunes. «Discurso del ministro de Obras Públicas en la inauguración de…» (—Una gran autopista: Barcelona, Valencia, Gibraltar. Túneles… El progreso. «Venga mañana, señor ingeniero.» Decreto. «Sí, señor, concedido.» Yo, ministro. Decreto construyendo el Gran Canal del Guadiana. Fertilizar yermos —guerra al hambre, a la miseria—. Casas para obreros —luz, aire, calefacción—. Inauguración del Gran Pantano del sistema Pirenaico-Carpetovetónico —parará parará papá… «¿Quién lo hizo?»— «El ministro señor Gallardo.» El pan y la justicia. Impulsar la navegación. Queda abolida la esclavitud. Bibliotecas y escuelas en las aldeas… Mala suerte para el «Barça»; ese tonto de Gómez estará alegrándose. Basora marcó. ¡Claro, es el amo! ¡Venga, pasa, chut, a gol… dale!) Un tapón de corcho que había en la acera ha salido despedido de un puntapié. Entra en el Instituto, llega hasta el aula y se sienta en los primeros bancos. El catedrático le ha mirado un momento con evidente simpatía; sabe que el padre hace grandes sacrificios para que llegue a tener una carrera, y sabe que el hijo es bueno y aprovecha. Además, ¡caray!, distingue la calidad de un Fray Luis de León de la de un Meléndez Valdés o cualquier fantasmón por el estilo. (—Me mira. Seguro que se ha fijado en mi examen. A lo mejor, matrícula, cula, cula, cula. No, mejor no ilusionarme. He de ir a revisión médica para el campamento. Descanso ganado. Mar, ¡viva!, ¡olé!, tururú, tú tú…) El compañero de banco le dice bajo: —Has estado bien; estupendo. Tienes sobresaliente; seguro. Yo he fallado en lo de Berceo; he dicho que era un poeta cortesano. Soy idiota, lo sabía, pero me he aturullado. ¡Ha puesto una mala cara! ¿Tú sabías quién era Ramón Vidal de Besalú? —Calla, que nos va a decir algo. Ya nos ha mirado mal. (—¿Ramón Vidal de Besalú? Sí que lo sé; un trovador, y Arnaldo Daniel otro. Otro, ¡otro toro! ¡Otro toro!…) Sin darse cuenta ha tamborileado con los dedos sobre el banco. Observa asustado al profesor, pero seguramente no lo ha oído. Recuerda tiernamente a su padre. Hace años, tal vez cinco, llegó de Francia un viejo camarada que había estado con él en la guerra. Hablaron mucho y durmió dos noches en casa. A los pocos días, al volver del colegio, la madre estaba llorando. «Han detenido a tu padre; no le veremos más.» Fueron unos días horribles, los peores que recuerda en toda su vida. Acompañó a su madre a la Comisaría, a la Jefatura de Policía, fue con ellos el párroco, don Vicente. Visitaron a un militar en cuya casa había servido la madre cuando joven; les dio una tarjeta. Estuvieron con el ingeniero de los talleres y también les acompañó; había sido oficial en la guerra y era muy bueno. La mujer iba y venía como una loca, cada vez más desalentada. Los vecinos se apartaban disimuladamente de ellos; tenían mucho miedo. Acusaban a su padre de cosas horribles; de bombas, y descarrilamientos, y atracos, y muertes. Aquel amigo que vino de Francia tenía la culpa, según decía la madre. Era un «saboteador» (nunca más se le olvidó la terrible palabra). Su padre era inocente y no había hecho nada. A los pocos días regresó. Venía horriblemente demacrado y envejecido; estaba delgado y cansado. Se abrazó muy fuerte a ellos y sólo dijo con voz desfallecida: «No hay derecho, no hay derecho.» Tuvo que quedarse descansando en casa, tres o cuatro días. No se volvió a hablar ni una palabra de lo sucedido y en la fábrica le admitieron de nuevo. Vino a verles don Vicente y les trajo un poco de dinero. Al marcharse le puso a su padre una mano sobre el hombro y le dijo que había que resignarse o algo así. Desde entonces su padre se volvió aún más taciturno. Al amigo aquel que vino de Francia no volvió a mencionársele jamás. Cuando recuerda aquellos días, a Paquito le sube una congoja por la garganta. Ante el profesor está ahora Toni Altarriba, un chico rico, pero muy simpático y amigo de todos. Un día llevó a varios compañeros a merendar al campo en el auto de su padre, con chófer uniformado y todo. A él también le llevó. (—Me alegraré que salga bien. Buen chico. Bonita americana. Agua de colonia. No, no, ¡tonto! «… halló nuevos valores en el romance tradicional, modernizándolo…» Va, Toni… sí, eso está bien… «La casa de Bernarda Alba»… Sí, ¡bravo!… Me dijo que me nombraría abogado suyo. «No, no fumo; gracias. Gracias de todas maneras…» Lloret de Mar; debe ser hermoso. Hay que defender a los pobres de las injusticias. A los ricos también; la injusticia es injusticia para todos.) Si Toni aprueba todas las asignaturas, le van a comprar una bicicleta. A él no es fácil que le compren nada, ni lo desea. Bastante cuenta se da de los sacrificios que han de hacer para que estudie, pero su madre se ha ido a ver no sabe quién, y le han apuntado para un campamento de esos del Frente de Juventudes; así es que pasará el verano estupendamente. Estará en una playa y por otros chicos sabe que se divierten mucho; además, les dan de comer hasta hartarse, y dormir en tiendas de campaña siempre resulta emocionante. Las moscas están impertinentes; por las ventanas abiertas entran a veces ráfagas de aire que hinchan los cortinones de dril como si fueran las velas de un navío; entonces se respira mejor y el alumno percibe las ideas con mayor claridad. Una voz ligeramente vacilante sigue recitando: —El coloquio de los perros, La ilustre fregona, El licenciado Vidriera, Rinconete y Cortadillo… HISTORIA PROLETARIA Gallardo ha colgado el teléfono. El aparato está en la escalera que va a las duchas, sobre una tabla sin pintar; y la pared, alrededor, manchada de dedos sucios, números apuntados y dibujos obscenos. Mientras regresa a la sección, en sus ojos, siempre taciturnos, se ha encendido una lucecita. (—Bien, hijo. Merece la pena sacrif… ¿Ingeniero o arquitecto? No, abogado, que hace mucha falta. Sí, señor, abogado honrado. Las leyes defienden al Pueblo. Se ve que estudia, ¡caray! ¡Hijo mío! Don Francisco, hijo del señor Francisco, nieto del Ciscu. ¡Bien! Evolución. Aquí tu padre. ¡Bravo, hijo! ¡Arrea!) La sección de laminado es amplia y clara. Grandes ventanales dejan pasar la luz filtrada por cristales esmerilados. Está en el nuevo pabellón del edificio y ello hace que trabajen más a gusto, como si la esclavitud de estas máquinas bestiales no fuera tan áspera, y el limpio cemento del suelo les hubiera liberado, con el polvo, de un servicio oscuro y agobiante. Gallardo está preocupado desde la mañana. La laminadora número dos está fallando. Parecía que fuera una palanca que se hubiera soltado y estuvieron corrigiéndola con el mecánico; pero, a pesar de todo, sigue sin funcionar bien. Ha disminudo notablemente su rendimiento y de seguir así tendrá que dar cuenta al ingeniero. Hace varios años que trabaja en estos talleres y se encuentra bastante a gusto. Le pagan algo más de lo que señalan las bases y siempre cuentan con él para las horas extras. Gracias a esto puede sacar la casa adelante, aunque no sin apuros. Además, cuando le ocurrió «aquello» los patronos se portaron bien y generosamente. Gallardo no olvida que los tiempos eran duros; fue cuando lo del «maquis» y nadie quería meterse en líos. Sin embargo, don Ignacio dio la cara por él y aun tuvo algunos incidentes por defenderle; claro que podía hacerlo, pues en la guerra fue teniente provisional. Durante los días que estuvo detenido le conservaron el puesto y ni siquiera le descontaron los jornales. La historia de Gallardo ha sido áspera y poco fácil. Ha luchado siempre y sigue luchando. Ahora más que nunca, porque su hijo lo merece todo. Nació en un barrio sórdido, un barrio al suroeste de la ciudad, de casas grandes, con ropa siempre colgada de los balcones. Las calles estaban sin pavimentar y el polvo o el barro fueron alfombras de sus juegos infantiles. De muy joven se afilió al Sindicato Único. Trabajó siempre honradamente, pero luchó por los de su clase, por los que sufrían con él y luchaban como él. Un día se encontró con un rifle en las manos —era el amanecer de un domingo—; a su lado había otros obreros de la barriada, cargadores del muelle, metalúrgicos del Vulcano, pescadores. Unas pacas de papel les sirvieron de barricada. Su compañera acababa de parir (el hijo ya no sería un esclavo como ellos habían sido). La tropa venía por la Avenida de Icaria con los cañones de campaña sobre los mulos. La agresión fue rápida y eficaz; no les permitieron emplazar. Notó cómo la boca se le secaba y la pólvora le picaba en la garganta. Unos se enardecían a otros —todos eran compañeros de la Confederación— y no sintió miedo ni por un momento. Silbaban las balas y una de ellas le partió el pecho a un viejo que a su lado disparaba con una «parebellum». Los soldados caían acribillados, pero eran tercos y valientes. Luego pasaron muchas cosas que prefiere no recordar. Los días que siguieron fueron de embriaguez y nadie es completamente responsable de lo que hace en ese estado, aunque no se haya bebido un solo vaso de vino. Gallardo no acierta qué origen puede tener el fallo de la laminadora. (—Esa máquina no funciona; palanca, perno, cojinete. Este mecánico nuevo es idiota. Ciento cincuenta metros de chapa. ¿Solución? Paralizo. Una hora total. ¿Aviso al ingeniero? Probaré otra pieza.) Se acerca a la máquina, se curva sobre la plataforma y con sus manos rugosas, llenas de vello oscuro, empuja la chapa y la coloca. Luego se retira y limpia los dedos en los pantalones de mahón azul que lleva puestos. (—Mi chico: un hombre de bien, de provecho, honrado. Justicia. ¿Será verdad que Dios castiga o premia? Premio y castigo; hice bueno y malo. ¿Pero qué es lo bue…? Jugué limpio. ¡Dios, jugué limpio!) Presta atención al sonido de la máquina; tuerce el gesto, no le gusta. Los dos obreros que la atienden tienen cara de atontados, tal vez no les interesa el destino de la máquina, ni el material que fabrican, ni nada. Gallardo les mira duramente y está a punto de decirles algo desagradable, pero se contiene. (—Idiotas. Barriga nada más. Producir. Sólo así habrá para todos. Distribución equitativa de lo producido. Puentes, máquinas, ferrocarriles, vapores, carreteras. Sección de laminado. Mil toneladas de chapa; un vapor… ¡un rayo! Lo que sea. «Producir, obreros, producir. Sudar tinta. Ser libres…» Corazón libre. Mi hijo: sobresaliente. Un hombre.) Frente a Sástago le hirieron en la pierna. Su hijo tenía ya varios meses. Luego le hicieron ingresar en el Ejército Popular. Por entonces comenzaba a desengañarse; les estaban vendiendo, traicionando. Su compañera empezó a pasar privaciones y el hijo también. Lo trágico vino después; dos años en la cárcel. Primero, en «La Vidriera» de Avilés, luego… En fin, sufrió mucho, muchísimo, pero lo peor fue que durante meses no tuvo noticias de la familia y tampoco pudo mandarles ni un céntimo en los dos años aquellos feroces para él. Un día volvió a su casa en libertad. Su compañera tenía… tenían otro hijo (había que luchar, comer todos los días ella y Paquito, aunque fuera poco; había que buscar avales, ir y venir entre una gente despiadada quemada en la campaña). Gallardo estaba sin fuerzas, sin energías. Era necesario recomenzar todo otra vez; suicidarse o darle cara a la vida. Don Vicente, el párroco, les casó por la Iglesia y les ayudó en lo que pudo, que no fue mucho. Gracias a Gallardo había salvado la vida. («Camaradas, la justicia del pueblo ha de ser justicia y no venganza. Él también es un obrero, aunque sirviera al oscurantismo y a la burguesía. Debe ser juzgado por el Tribunal Popular, pero nosotros no debemos hacerle nada…») Pudo escapar con algunos trompicones y varios meses de encarcelamiento; luego permaneció escondido en casa de una familia piadosa. Gallardo trabajó mucho para poder salir adelante y seguramente también para olvidar. Nunca más se le vio alegre, su vida había terminado y solamente su hijo le mantenía en pie. Su hijo Paquito y el «otro», que por poco que él pueda, también estudiará. Actualmente tiene un buen puesto en los talleres, pero por la noche llega fatigado a su casa. Algunas veces ha trabajado hasta dos turnos, dieciséis horas, y él no es de los que fingen que hacen algo y pierden el tiempo. Manda parar la máquina y va al despacho de don Ignacio. Es el ingeniero, y además hijo de uno de los accionistas más importantes. (—No vaya a estropearse algo y luego digan que si tal… No funciona y amén. ¡Que la arreglen! No es cosa mía; a cada cual su faena.) Antes de entrar en el despacho se vuelve a limpiar los dedos en el pantalón y carraspea un poco. Luego asoma la cabeza. —¿Puedo pasar, don Ignacio? Huele a tabaco americano. —Adelante, Gallardo. ¿Qué hay? Terminada la conversación, y antes de que salga del despacho, le dice: —Y su hijo, ¿cómo va? ¿Aprovecha? Gallardo se vuelve lentamente y le mira agradecido. —Sí, señor, aprovecha. Hoy mismo ha tenido sobresaliente de literatura. Este año lleva ya tres matrículas. —Bien, bien… ¡A ver cuándo le nombramos asesor de la Empresa! Ya sabe que se lo dije una vez; en cuanto sea abogado le haremos un rinconcito por aquí… Mientras da la vuelta al picaporte contesta: —¡Faltan tantos años todavía! Al pasar junto al reloj eléctrico, consulta la hora. Faltan cinco minutos para las doce. Se dirige hacia la sección; los obreros están parando las máquinas, algunos se han ido al lavabo. Por los cristales entra una luz cegadora, y hace calor. Siente en la boca un urgente deseo de fumar y saca la petaca. Lía un cigarrillo y con las puntas de los dedos separa unos tronquitos que arroja al suelo. (—¡Caray con la Tabacalera! Abolir los monopolios, libre concurrencia. ¡Qué lío! Sobresaliente. La laminadora número dos estropeada. Trescientos quince metros cuadrados de chapa. ¡Que se arreglen! No es cosa mía. Sobresaliente de literatura. Bueno, debe ser el Quijote y esas cosas; aquello que decían de «Madrid, corazón de España / late con pulso de fiebre…» Sí, la Cultura; luz, cultura, justicia. ¿Asesor de burgueses? Ojo, precaución, ya veremos… Cautela. Abogado de burgueses… cuidado. En fin, faltan unos años. Ya veremos. Sería un buen puesto y este don Ignacio es un caballero… Literatura. Mi hijo; Máximo Gorki y ese de quien hablaban tanto, García Lorca. Trescientos quince metros de chapa… ¡El tranvía! Rápido. Lleno. Me voy.) Suena una sirena por encima de las azoteas; su ruido es imperioso y persigue por todos los rincones del edificio a los que esperan esa señal para la marcha. Por las tres puertas salen —pardos y azules— los trabajadores; algunos, los más jóvenes casi siempre, corren para llegar antes a la parada del tranvía. HORA DEL SOL Ignacio siente simpatía por Gallardo. Le considera un hombre íntegro. Trabaja bien, hace que los obreros rindan y no es adulador ni soplón. Era sindicalista y cuando lo del «maquis» tuvo un tropiezo. Ignacio le ayudó bastante y si le avisan a tiempo le hubiera podido librar mejor. Le gusta la seriedad de Gallardo y esa dignidad en los gestos. Jamás pide nada para él y defiende a los compañeros aun a riesgo de perder ante sus jefes el buen concepto en que le tienen. Los obreros están pasando una mala época, escasea la comida, el gas, la luz; escasean muchas cosas. Claro que algunos abusan y los hay rencorosos y desagradecidos. El fallo de la laminadora número dos le ha contrariado. El viernes debe entregar un importante pedido de chapa y mañana no habrá corriente. Tendrán que trabajar horas extraordinarias si lo autoriza la Delegación de Industria. Baja al taller. Por la escalera se cruza con los obreros, pues la sirena ha sonado y todos se precipitan hacia la salida. La nave ha quedado desierta. El mecánico le está esperando. Se quita la chaqueta y se remanga. Chop, chop, chop… La máquina está enferma; parece que le falle su corazón gigante. Cuando termina, consulta el reloj de pulsera; son las doce y media. A la puerta está estacionado su coche, un Fiat 1100. (—Solucionado. Este Marco parece un pasmado; se ahoga en un vaso de agua. Estoy sudando. He perdido media hora de baño. Buen sol, agua fresca. Telefonear a Alicia, después de la una. El carburador. Ayer; Terramar. Chuchi Otaola: «¿Vas a venir a Zarauz? ¿De verdad?» Es una coqueta; le importo un pepino.) El coche marcha suavemente por el asfalto. Entre éste y la acera hay una zona de polvo. Algunos obreros en bicicleta. Hace calor, mucho calor, a esta hora. Donde da el sol, fuera de la sombra de los plátanos, el asfalto huele. Hay poca gente por estas calles; son barrios pobres donde abundan las industrias. Toma ahora por una vía empedrada por la que pasa una línea de trolebuses. Un camión aparece por la izquierda y casi se le echa encima; saca la cabeza airado. El chófer del camión es un hombre robusto que le grita: —¡Idiota! ¿No ve por dónde anda? ¿Le han dado el carnet hace dos días? Ignacio se encoleriza; tiene el genio algo vivo. Frena bruscamente. —¡El idiota es usted, animal! El del camión ha maniobrado por detrás y marcha ya en dirección contraria; saca la mano por la ventanilla y le hace un gesto. (—Ahora verás. Te voy a romper la cara…) Tiene intención de girar para perseguir al camión, pero desiste y continúa su camino. (—No merece la pena; un cerdo. Preferencia de paso, cosa clara; grosería por norma. El Club; sol. ¿Saldré en patín o juego un partido de pelota? Hay que moderar el genio. Paciencia. Me llamó idiota. Voy a pasar por la Ronda a ver si tienen ese dichoso libro Cocktail-Party. Aunque tal vez esté ya cerrado. Me fastidia retrasarme más todavía. En fin, luego bajaré por Layetana…) Atraviesa el Paseo de San Juan junto al Arco del Triunfo. Cruzan tranvías, carros, camiones, autobuses. Por las aceras, los peatones buscan el resguardo de sombra de los grandes árboles. Una mujer con dos niños que vienen del Parque de la Ciudadela está a punto de echársele bajo las ruedas. Tiene que frenar bruscamente. Cruza por detrás un muchacho y le da un manotazo en la carrocería. El guardia urbano pita insistentemente; no es a él, es a un auto con matrícula extranjera que se mete contra dirección. Al llegar a la Vía Layetana la circulación se hace lenta; coches, taxis, autobuses en caravana y los guardias de tráfico que detienen continuamente los vehículos. Por las aceras, un público dinámico que cruza, aparece y desaparece por las bocacalles, por los portales, por las escaleras del Metro. Está parado —la luz roja— delante del edificio de los Sindicatos. (—Ojo: mañana aquí. «Sindicato del Metal.» Once mañana, no, mejor nueve y media o diez. Ascensor, mucha gente, cola. Veré a Rodríguez. ¡Buen pájaro! «No puedo, Ignacio, no puedo más, déjame aquí. Salvaros vosotros, ¡mi pierna!» «Has de echarle riñones, Rodríguez, si te quedas palmas. Trae el macuto. Que no se diga…» Camarada Rodríguez. «Ignacio, que me comprometes…» «Arréglamelo, habla con el mandamás…» ¡Qué gran amigo!) Un timbre y la señal verde. La caravana de vehículos se pone en marcha. Al fondo, bajo un cielo azul vivísimo, se ven los palos de los barcos entre la torre de piedra de Correos y la del edificio de la Transmediterránea. En la parada del tranvía del Paseo de Colón está Martín. Detiene el coche junto a él y le invita a subir. —Buen día, ¿eh? Tengo que irme pronto hoy… Martín le pregunta dónde estuvo ayer. —En Sitges. Mucha gente, demasiada, y cada día más caro; un robo. Por el Paseo Nacional cruzan del puerto hacia la Barceloneta los cargadores del muelle; algunos llevan blusas blancas. En los bares hay poca gente —aquí es la hora de comer y la Barceloneta está recogida—; los tranvías van llenos de personas que buscan la playa o regresan de ella, pues aunque la temporada de baños puede decirse que no ha empezado todavía, estos días está haciendo mucho calor. —¿Qué piensas hacer por las verbenas? —Seguramente al Tenis por San Juan, y para variar… al Polo por San Pedro. Eso si no se me arregla un plan con una norteamericana que está estupenda, porque entonces me voy a Palma de Mallorca. Un chiquillo que iba en el tope del tranvía baja de un salto ante las imprecaciones del cobrador; el coche lo esquiva en una rápida maniobra. —Pero, ¿ese plan, es de plan? —No sé, chico; algo rara, es norteamericana… yo creo que sí; pero, en fin, nunca se sabe. El edificio del Club tiene un color naranja descolorido, aunque pudiera ser que tire algo a calabaza. A la puerta les saluda cordialmente un empleado vestido con pescadora azul. Delante del bar se separan. —Hasta luego; voy a buscar la ropa. Martín, que está sudando, se queda a tomar una cerveza. Él, mientras va hacía los vestidores, mira al mar. Está terso, limpio, azul, luminoso; invita a bañarse en él, a una extraña cópula húmeda, a bebérselo. Ignacio toma el sol en un rincón de la terraza mientras espera turno en el frontón. El sol le lame la piel morena y el calor, dulcemente, penetra por los poros. A veces, una pequeña ráfaga de aire le refresca, y el vello del pecho se agita causándole una sensación de campo de trigo. Agrias gotas de sudor le resbalan por el esternón. (—El sol, amigo de la infancia. Premiá de Mar. Mamá; bañador con áncoras blancas, gorro de goma azul. «Nasito, el sol. Ponte el sombrero de paja.» Calor; res… ba… la la go… ta, ¡zas! He de avisar a Palomo que engrasen las troqueladoras. Acordarse. ¿Qué hora es? La una y… no se ve bien… la una y… diez. El codo; esta arenilla. Dentro de un rato. Bien; sol. Alicia. Cocktail-Party, de T. S. Elliot. Bueno; recordarlo. Voy al mar antes del partido. Y si no… Mejor luego. ¿Cómo va? Veinte a doce. Zaguero Planas. Mala pareja. ¿El vermout? Sí, desde luego que lo apuesto. Sudo.) El partido ha sido duro. La pareja contraria ha estado a punto de ganarles. Planas es flojo y la mayor parte del juego ha cargado sobre Ignacio. A pesar de sus treinta y siete años está ágil y fuerte. Es hermoso, bien musculado, con un color moreno y sano en la piel. Ahora está sudando y la mano derecha le duele. Baja corriendo la escalera camino de la playa. Entretanto, el encargado del frontón, un hombre gordo, vocea el siguiente partido. —Manau, Fernández, Almela, Basauri… Atraviesa corriendo la playa y se tira de cabeza al agua. El mar está fresco y transparente (no todos los días ocurre lo segundo). Las velas de los patines alegran el azul del agua. Nada unos metros y luego se deja mecer por las olas. (—¡Estupendo! ¡Qué delicia! Fummm, xuuup, bre…) Desde donde está nadando se ve el reloj sobre la fachada del edificio. (—Las… dos menos veinte. ¡Ep! Rápido. Siempre igual. ¡Bah! Un ratito más. ¡Está deliciosa el agua! Buen partido. Este Planas flojea. Pelota viva. La mano. Rincón, juega adelantado, rápido. Igualada a quince. Telefonear a Alicia.) Al salir de la ducha entra en la cabina telefónica; se seca bien los dedos en el albornoz antes de marcar. —¿La señorita Alicia, por favor? —No, señorito, no ha llegado todavía… ¡Un momento! Espere, que me parece que acaba de llegar; no se retire, por favor. Se escucha una voz lejana que dice: —¡Alicia, Alicia! El señorito Ignacio al aparato. EL ALMUERZO Alicia se pone al teléfono. —¡Hola, Ignacio! —… —Sí, acabo de llegar. —… —No, del Tenis… —… —Sí, chico, mantener la línea. —… —¿Qué ruido es éste? ¿De dónde hablas? —… —¿Un amigo? ¡Vaya, qué gracioso! —… —¿Cuándo? ¿Cómo dices? No te entiendo bien. —… —¡Ah, sí! A las siete y media, bueno. —… —Ni hablar; con mi hermano. —… —T.S. Elliot… —… —¿Por qué te hace gracia lo de T. S.? ¡Qué bobo! —… —Thomas Stearns. —… —¡Culta que es una…! La conversación se prolonga diez minutos o más, pues las mujeres son muy aficionadas al coloquio telefónico. Ignacio seguramente tenía prisa; hablaba mojado desde la cabina del Club; alguien estaba esperando y, sin embargo, no había manera de cortar la conversación. Por otra parte, Alicia ¡es tan hermosa! He dicho hermosa, pero no guapa. He dicho hermosa, pero no inteligente. He dicho hermosa, pero no buena; aunque tampoco creo que sea mala. Se dirige hacia el comedor, donde ya están sentados a la mesa el padre, la madre y la hermana pequeña; la silla del hermano, Quique, está vacía, cosa muy común a estas horas y aun a las de la cena. (—Simpático; es un sol. Ignacio. Rico; ingeniero y cosas de ésas. Esta tarde, sí. ¿Estuvo algo frío? Tal vez sólo viene por pasar el rato… Chuchi Otaola, esa cursi de San Sebastián. Se da bien y éstos ¡qué más quieren! Una cualquier co… ¡no!, no sé nada… yo no sé… claro que… ¡Huy! Papá estará negro. Un pesado. «Lo más importante del mundo es la puntualidad.» ¡A la porra! ¡Whopee!) El padre la reprende por llegar tarde a la mesa. Lo que más le agria el humor es que se retrase alguien a la hora de las comidas. De su hijo ya ha prescindido, pero es una espina clavada en el corazón. —¿Dónde estabas, Licia? —… —Bien. ¿Y no podía telefonear a otra hora? —… —Pues le dices que llame a otras horas, y basta. Has hecho esperar a tu madre, a tu hermana, a la camarera… y a mí. Los balcones están abiertos; dan a una hermosa avenida por donde los domingos pasea gente bien vestida. Una cortina de tul vela la luz que se filtra entre las rendijas de las persianas entornadas. La calle está silenciosa; casi todo el mundo se halla almorzando. Como ya están todos sentados, la camarera entra solemnemente con las tazas de consomé frío sobre una bandeja. Esta camarera lleva muchos años en la casa. Primero estuvo de soltera; luego se casó con un chófer, pero en la guerra se quedó viuda, y como no tenía hijos volvió a casa de los señores. Seguramente se quedará aquí toda la vida. Le están agradecidos porque cuando la revolución les guardó las joyas. Valían cerca de un millón de pesetas y no faltó ni una medallita siquiera. La pobre mujer, muerto el marido, llegó a pasar hambre, pero las joyas fueron siempre sagradas para ella. Los señores la recompensaron con mil pesetas (al fin y al cabo, dicen, no hizo otra cosa que cumplir con su deber) y además la volvieron a admitir en la casa. Como privilegio especial trata a las dos señoritas de tú, claro que las vio nacer. El almuerzo es bastante aburrido. Sólo lo anima Quique, que cuando está suele contar sucesos escabrosos y divertidos, aunque le obliguen severamente a callar. El padre es un pelmazo. Tiene una fábrica y gana mucho dinero. Habla siempre mal del Gobierno, de la Fiscalía de Tasas y de los Sindicatos; pero desde que hay este Gobierno, esta Fiscalía de Tasas y estos Sindicatos ha ganado tanto dinero que no sabe qué hacer con él. En la Costa Brava ha terminado de construir una finca que siempre dice que parece «de cine». Otras veces habla de un señor Gorina, de un señor Muñoz y de otros caballeros de los que explica cosas que a nadie interesan. La carne es muy buena y está bien guisada. La traen de la provincia de Gerona, de una finca que tiene la madre de Alicia. Todos los lunes viene el masovero y los jueves también; trae además otras provisiones. La hermana pequeña se rasca una pierna y la madre la reprende. A la chica —catorce años entre ceja y ceja— lo único que le preocupa es que le van a dar vacaciones en las «Teresas», y su padre está hablando de «orillos» y otras zarandajas. Una mosca vuela por la solemne lámpara en cuyos cristales se rompe un rayito de sol. La radio, en el salón de fumar, suena irritante: «Seguidamente van a oír ustedes la sardana El saltiró de la cardina que dedican a su mamaíta en el día de su onomástica los niños Ramoncito, Pepito y Sebastianito Roídos, con cariño; y a su querida tía Montserrat, sus sobrinos Carmencita y Arturo; a su papá, agradeciéndole su obsequio, Rosa y Nuri Sala, a su novia…» Alicia dice a la camarera: —Por favor, cierra esa radio. (—¡Uf! Insoportable; no lo puedo sufrir. ¡Je, je! La vaca lechera dedicada a Chuchín Otaola con el cariñín de su Ignacito… Tengo que leer eso de Cocktail-Party antes de que se dé cuenta de que es una trola. Esta tarde. Sí, en la Librería Mediterránea.) El padre, con la boca llena, sigue sin que nadie le escuche: —Vinieron los de Fiscalía; yo me di cuenta en seguida y mandé a Puig que… (—Esta tarde a La Masía. Buen ambiente. Bailar un rato. Ignacio, guapo, fuerte, tostado. ¿Casarse? ¡Hummm! No me fío un pelo. Treinta y siete años; mala edad. Duros de pelar. Ingeniero; guapo. ¡Que rabien! Finca papá.) La pequeña ha derramado una copa de agua sobre el mantel; un mantel bordado que, si no fueran tan ricos, reservarían para los domingos. Esta pequeña tiene un grillo en el corazón. La van a dar vacaciones, y eso de la Fiscalía que explica el padre no le importa un pepino. Dentro de tres años la pondrán de largo. Debajo del uniforme se empiezan a marcar dos pechitos que ella disimuladamente contempla complacida. El padre la está riñendo. (—Esta peque es un poco tonta. Yo a su edad ya llevaba a los chicos de calle. En Llafranc me seguían hasta algunos mayorcitos. ¡Hermanita mía! Tirando el agua sobre la mesa y viendo volar las moscas… ¡Ay, señor! Voy a tomar un vaso de vino. ¿Chalis, o Chablis? ¡Bueno, es igual! ¡Qué rico! Ese bárbaro de Yuste. ¡Qué tío; cómo bebe! «Como un cosaco.» Es moda beber… ¡eh! Cadillac verde.) La vida de Alicia ha sido bastante sosa. Nunca le ha faltado nada. De pequeña estuvo en Francia en un colegio; ahora se divierte y lo pasa bien, en verano sobre todo. En cuanto vayan a la casa de la Costa Brava lo pasará fenómeno. Siempre tendrán invitados y darán grandes fiestas bajo la luna. Además, hay un pequeño embarcadero y su padre, aparte del cris-craff, va a comprar un balandro con motorcito auxiliar; bueno, un pequeño yate. Le gusta Ignacio, pero no se decide. Bien mirado, tampoco le disgusta Yuste. Y Quique tiene unos amigos de lo más divertido. Claro que ella nunca se casaría con ninguno; son gente rara. Una vez uno… en fin, no es para explicarse, pero faltó muy poco para que… ¡vamos!, para que pasara algo. Fue con uno que vino de Madrid, era pintor y tenía una expresión extraña. A ella le gustó, y es raro, porque no era de su clase; vaya, un chico bien. Esta tarde saldrá con Ignacio. Está un poco apurada porque le ha dicho que ha leído un libro que vio ayer en el escaparate de una librería. Claro que Ignacio tampoco lee mucho. No porque no sea culto; es que es ingeniero y tiene muy poco tiempo libre. Su padre es el principal accionista de una industria muy importante. El padre de Alicia encarga a la camarera que avise al chófer. Irá un ratito al Círculo a tomar café, y luego, en seguida, a la fábrica. La familia se levanta de la mesa. Alicia va hacia su cuarto. Al pasar frente al espejo grande del salón se mira. Está sola y da una vuelta con leves movimientos de danza. (—Parezco del Vogue.) Luego se tira del vestido y levanta el pecho mientras sacude la cabellera rubia. (—Bien, bien; un poco más morena. Voy a empezar a tomar baños de sol. Tostadita. Me sienta bien.) Una media le hace una pequeña arruga sobre el tobillo. Se la estira casi con voluptuosidad mientras contempla reflejada en la luna su pierna hasta el muslo. Se oye un ruido por la casa; Quique ha entrado y reclama a voces la comida. La madre le reprende por haber llegado tarde. —¡Alicia, Alicia! ¿Sabes quién viene esta tarde a mi estudio para conocer mi pintura? —… —Nada menos que Arístides… (—Aris… ¿qué? ¿Quién será ése? En mi vida lo oí.) —No pongas esa cara de tonta, Alicia; es un crítico muy importante. Ya veréis, tanto que os reís de mis cuadros. Ya veréis cuando me llamen el joven Picasso de la Diagonal… Alicia dice cariñosamente: —Si por lo menos pintaras las cosas como son, inteligentemente, cosas bonitas… —¡Vete, vete! Eres boba, eres idiota, no entiendes nada de arte. Quique marcha a grandes zancadas, se quita la americana y la tira sobre una silla. Alicia sigue hacia su cuarto; desde la puerta dice a la criada: —Si preguntan por mí no digas como el otro día: «Está durmiendo»; di: «La señorita está descansando», ¿comprendes? Oscurece la habitación y corre las cortinas. Hace calor, un calor denso que sube de la calle. Se oye el ruido de algunos vehículos por la Diagonal y de un hombre que pregona su mercancía. Una voz extraña y veraniega, desconocida casi en estos barrios: «¡Heladoooo!» Es un modesto heladero con su carrito. Mal negocio para él; hasta los niños son aquí demasiado ricos. Se tumba en la cama; está sudorosa y, sin embargo, una sensación de bienestar le recorre la piel y sus vísceras. Un ruido molesto le canta en los intestinos. Se sobresalta toda ella y hasta se le eriza el vello. (—Si me pasa esto con Ignacio, ¡qué apuro! Antes la muerte. ¡Huy, qué horror!) El ruido no se repite y otra vez deja los músculos sueltos. Se ha descalzado y también se quita las medias. (—Iremos a La Masía; es un sitio bien este año. Al volver podemos tomar un cóctel en el Polo. ¿Estará Yuste? ¡Que rabie! Ooh… qué sueñ…) ARTE MODERNO Mientras come, Quique lee el diario, La Hoja Oficial del Lunes, que tiene apoyada en una copa. (—«En la segunda parte, a pesar de los esfuerzos de la delantera barcelonista, y de tres saques de esquina contra la meta contraria…» Esta hermana es tonta. No lee más que novelones. Una cursi. De arte, nada. Sus amigos son memos. «… Destacó Basora, autor del único gol de la tarde en el marco enemigo, y puede afirmarse una vez más…» De prisa; a las tres en punto. Haré café. Voy a robar una botella de Carlos I. Grandes planos, pintura lisa; eso es, pintura lisa. Matemática y científica. A ese Yuste le voy a tener que partir la boca. Benjamín Palencia; vigor, colorido brioso. «… Los equipos se alinearon a las órdenes del colegiado señor Tamarit, en la siguiente forma: Barcelona: Ramallets…» No quiero llegar tarde. Ya me cayó una mancha, ¡mil rayos!) Mastica precipitadamente y a cada instante consulta el reloj. Tiene una visita importante y no desea retrasarse. Arístides Cazeaux va a ir esta tarde al estudio para ver sus cuadros. La opinión de este señor —crítico de arte, según dicen— es muy importante para Quique. Hace varios años que pinta, y aunque los amigos, en general, le alaban desmesuradamente, no está muy seguro de que su pintura sea auténticamente buena. Ha tenido varios profesores, eso sí, que su padre no le ha escatimado medios, pero este tipo de pintura, aunque se parece mucho a las reproducciones de obras que hay en París, no está muy cierto de que interese realmente. El hermano mayor trabaja en otra fábrica, en la cuenca del Ter, y es el preferido del padre. A él le dejan hacer un poco lo que quiere, aunque le han dicho que desde el año que viene tendrá que ir al despacho por las mañanas. Prueba una cucharada del postre, pero no tiene tiempo de terminarlo. Por las escaleras se pone la chaqueta; no lleva corbata. Tiene veintitrés años. (—Un taxi. A ver si lo pesco. Arístides. Maravilloso. Un Picasso en potencia. Insista en los grises. Salón de Octubre. Desconfío. Exposición individual. Clapés me dijo que era un mono de imitación. Despechado, pura envidia. Un taxi. Las tres menos diez. ¡Vaya calor!) Un viejo Citroën pintado de amarillo viene renqueando por la calzada lateral. Entorna los párpados para defenderse del sol y así ve el letrero de «Libre». Hace gestos ostensibles con la mano y corre hacia el vehículo. En el momento de subir, un señor pretende que fue él quien detuvo el taxi. Quique está ya dentro y apenas se digna entrar en discusión con el señor, que se queda en la calle protestando. Asciende el taxi por la Vía Augusta. La zanja del ferrocarril y las obras les obligan a desviarse por una calle lateral. Hay poca gente por estos barrios y la hora y el calor hacen todavía más solitario el momento. El estudio está en una casa nueva, en el ático. El mobiliario resulta excesivamente burgués, aunque no faltan detalles de una bohemia un tanto arbitraria. En uno de los lienzos de la pared, los amigos han puesto autógrafos —frases o dibujos— no siempre de buen gusto. Del techo, colgado de una cuerda, hay un gran porrón de cristal verde lleno de vino, colocado de tal forma que pueda beber, inclinándolo, una persona que esté de pie. Clavada a una puerta, con chinchetas, la cabeza de un hombre barbudo y melenudo —viejo anuncio del Petróleo Gal— está prolongada por un hermoso cuerpo desnudo de mujer pintado sobre la misma puerta. Quique revisa todo cuidadosamente, y en la diminuta cocina pone a calentar agua para preparar café. Abre la botella de coñac que se llevó de su casa, y luego la deja al desgaire entre las otras botellas que hay en el pequeño bar. (—Carlos I, buen coñac. Antes ciento y… ahora caro. Papá. Papá ricacho ¡que pague! El ascensor, ¿vendrá ya? ¡Ay! Demasiada luz.) Se acerca a la ventana y corre una cortina de tela gris claro que suaviza la luz. Desde la ventana se ve una gran parte de la ciudad envuelta en el polvo de oro de la siesta. Montjuich con su castillo, y la torre metálica de Jaime I, y la de la Barceloneta. La Telefónica y el pequeño rascacielos de la plaza de Urquinaona. La estatua de Colón y los extraños remates de la Aduana. Las torres de la Catedral y las de Santa María del Mar, y cerca, la casa de la C. N. S. (—Hermosa vista. Mar azul. «Talens.» Mar azul, ruido, tranvías, azul; «Rapsodia en blues». Constantes. Líneas isóbaras. ¡El timbre! Sí…) Arístides Cazeaux se ha quedado a la puerta con un aire levemente embarazado a pesar de su aparente mundanidad. Esta ligera turbación perceptible apenas en las manos y en los ojos que han recorrido rápidamente todo lo que se divisa desde la puerta, no ha sido advertida por Quique, porque él mismo está más turbado todavía, sin que le sirva de defensa su pintura, más o menos abstracta, su extravagante camisa traída de Italia, ni sus sandalias provocativas (un atuendo de pintorcete adinerado), sobre las cuales el ojo inquisitivo de Arístides ha pasado, registrándolas. Sobre un caballete va colocando los lienzos, que Arístides examina cuidadosamente, emitiendo leves murmullos y enigmáticos monosílabos. Los dos están serios y se observan con disimulo. Quique va diciendo los títulos de los cuadros, porque, eliminada la anécdota de esta pintura, hay que echarle literatura (surrealista, claro) a los títulos. «Amanecer número uno», «Amanecer trescientos tres», «Prostituta truncada», «El foll es confesa», «El plano astral y Marta», «Mar eléctrico con mancha», «Llevant». El crítico, algunas veces, mueve la cabeza afirmativo, pero no se compromete excesivamente todavía. Quique los sostiene sobre el caballete dejándolos luego en el suelo apoyados contra la pared. Las manos le tiemblan un poco, mitad por la emoción, mitad porque levanta los cuadros a pulso y algunos están enmarcados y pesan. (—No dice ni pío. ¿Qué pensará? Está serio. Aprueba, sí. Este es bueno, tiene que gustarle. ¿Eh? No enseño más… Sonríe… le gusta… Sí, no… Faltan sólo tres. ¡Qué calor horrible! Este azul es lo mejor que he hecho. Bien. Sí, afirma.) Ha terminado la exhibición y el pintor descansa; se ha quitado un peso de encima; es como si se hubiera sometido a examen de una extraña asignatura en que no hubiera texto oficial y el veredicto dependiera solamente del arbitrio arbitrario del arbitrario profesor. La temperatura ha mejorado y ahora hay una cómoda paz en el confortable estudio. Se sientan en una cama turca. Los ojos de Arístides se fijan de pronto en un cuadro —grandes rojos, amarillos y azules— que hay en la pared de enfrente. Quique exclama oficiosamente: —Es un Miró. —Ya lo he visto —contesta doctoral Cazeaux—. Toman café y la conversación se hace amable, confidencial casi. En general aprueba, aunque formule algunas reservas. Por de pronto hay autenticidad y emoción. Falta madurez todavía y se observa una como vacilación en la forma de distribuir los colores y una falta de oficio que se demuestra, sobre todo, en el trazo. Claro que todo ello comunica a la pintura una frescura juvenil que la hace agradable, que la enternece, que la poetiza. Cazeaux tiene una voz blanda, con leve acento francés. Habla paternalmente al pintor y le dice cosas halagüeñas. Con su mano fina, delicada, desmayada casi, le da palmadas en el muslo; a veces le mira directamente a los ojos. Otra vez a lo largo de la conversación, mientras le reprochaba dureza en la forma de emplear los grises, le ha pasado la mano por la cabeza despeinándolo juguetonamente, como para hacer más soportable el reproche, como para darle un aire de travesura. Quique está emocionado; resulta que es pintor de verdad. Se lo están diciendo y él no estaba muy seguro. Este hombre le envuelve en una extraña sensación de ternura; se respira junto a él como una frivolidad elegantemente trivial. «Más suavidad en esos grises; despojarlos de la rigidez mineral…», «Alargar la línea, poetizarla, convertirla en algo aéreo; en una palabra, limpiarla de sustancia, que sea como una insinuación». Sin embargo, Miguel Ángel no podía pintar así; ni Velázquez. Claro que hay que superar toda esa época. Romper los colores y las formas; reconstruir. Imaginar una nueva dimensión pictórica, artística y filosófica. (—Un arte nuevo, diferente; cada uno crearlo desde su yo. Su yo, mi yo… tras-cen-den-te. ¿Por qué trascendente? Bien, aprobado. «Gracias, papá Arístides.» Me mira raro; me examina a fondo. ¡Humm! ¿Será sin querer o me mete mano? Aguanta; disimula. No; protector cariñoso. Ojo; le arreo un sopapo si llega a… Desde luego, los primitivos. Pintura musical. Fra Angélico. El aire como elemento plástico. Menos mal; quitó la mano. Me levanto por si las moscas. No me fío un pelo.) Quique se levanta y sirve coñac; le conviene un buen trago. Su hermana le regaló media docena de copas preciosas; tienen el borde dorado al fuego y el vidrio primorosamente trabajado. De una cajita de laca le ofrece un cigarrillo egipcio (se los trajo Gorito cuando estuvo en El Cairo para el asunto de los algodones). Arístides tiene prisa; está citado con unos amigos. Le gustaría que le diera una buena fotografía de alguno de sus cuadros para publicarla en la Revista. Preferentemente de aquel que se llamaba «Mapa de los niños», o el otro, «Mariner amb estels», o, ¿cómo era? «L’estel dels mariners». En fin, ese que él ya sabe. Tienen que verse más. ¿Adónde irá a pasar el verano? ¿A la finca de papá? Sí; ha oído hablar de ella. Tal vez se vean porque él necesita unas vacaciones en la Costa Brava; unos días de no pensar en nada, de no preocuparse de nada. Si puede va a comprar esos libros de Malraux y así los leerá en un ambiente tranquilo. Cuando cierra la puerta, Quique está contento. Está seguro de que su pintura es buena. No es una tontería como decían los ignorantes y los envidiosos, los que no son capaces más que de pintar paisajitos y retratos de niñas tontainas. Retira la cortina y se asoma a la ventana. En la calle ve a Cazeaux que sale del portal y a pasitos cortos la cruza y sube a un taxi que estaba parado en la acera de enfrente. Desde esta altura todo se ve pequeño y el mismo taxi parece un juguete. De la ciudad asciende una música dulce, amortiguada por muchos pisos de altura. Al norte, chimeneas que humean perezosamente. Un barco de vela, lejos, busca la bocana. (—¡Viva, viva! ¡Éxito! Salón de Otoño. Exposición; Madrid, París. Gran cuadro, la ciudad. Colores. Las calles. Iglesias.) … Qué bonita es Barcelona vista desde el Tibidabo… Está solo, magníficamente solo. Dando unos pasos de baile toma la copa, se sirve coñac y lo bebe de un trago. Se detiene a mirar el último cuadro que ha quedado en el caballete y luego, dando una vuelta alrededor del mismo, canta alegremente: Jo se l’encendré al tío, tío fresco. Jo se l’encendré al tío de paper… CANSANCIO Como el piso es alto se puede utilizar el ascensor para el descenso. En la cabina hace calor y Arístides se ha pasado el pañuelo por la frente. Se mira al espejo. (—Mala cara. Pálido. ¡Los años!… El chico. Regular, desorientado. Hijo de papá. Intuición en el colorido. Hermosos dientes. No seas audaz. Los muslos. Sudo. Taxi esperando. Media hora. Costa Brava. Invitación, baño. Bonito desnudo. Joven. ¿Pero?… Creo que no. Desviaba la vista. Halago. Tímido. Tal vez… no. No; seguramente no. Algo joven.) El taxista se coloca la gorra, pone el coche en marcha y desciende hacia el centro de la ciudad. Dan la vuelta al obelisco y paran frente a un café del paseo de Gracia. Hace calor en la terraza y se está más fresco dentro. Arístides Cazeaux es francés, pero hace muchos años que reside aquí. Va elegantemente vestido y vive con relativa comodidad. Sin embargo su vida no es fácil. Ahora ha fundado una revista que se dedica principalmente a artes plásticas y tiene numerosos suscriptores; gente de dinero, pues la revista es cara, y debido a ello no le va mal comercialmente. También hace algunas traducciones de libros de arte. Si conviene se dedica a decorar, y compra y vende porcelanas y cuadros. Está muy bien relacionado en la ciudad y trata a toda clase de gente. Tiene amigos que le ayudan y el círculo de sus conocimientos es cada vez más vasto. Se sienta junto a una mesa. Algo más allá, en otra mesa, hay un grupo de cocottes que le sonríen. Son antiguas conocidas suyas. A veces toma parte en determinadas fiestas a las que también hay que llevar mujeres. Ellas le aprecian porque es galante y cortés; buen compañero en suma. Se mira al espejo otra vez. Está pálido. Da vuelta a la cabeza. (—Pelo largo. A las seis peluquería. Sí, conviene. Crece más en verano. Cutis irritado. Masaje. Vacaciones en Costa Brava. Darle un poco de coba. Ese no viene. Es un pelma. No espero más. Bueno, me quedaré un rato más. Coñac con selz. Boca seca. Este pelo largo. ¿Se habrán fijado ellas? Decadencia. El chico, inocentón seguramente.) Esta tarde irá a la peluquería. Debe cuidar mucho su aspecto físico porque empieza a envejecer. Antes de la guerra, recién venido a Barcelona, frecuentaba un bar elegante situado al principio de la Rambla Cataluña; se llamaba Aquarium. Allí conoció a mucha gente interesante que le fue útil. Entonces era él muy joven aún. Luego instalaron una peluquería en el mismo local y todavía es cliente de ella. Cada vez que va le cuesta mucho dinero, pero gracias a eso nadie diría que tiene cerca de cuarenta y cinco años. Por la noche cenará en un restaurante que hay en la misma acera del café, más abajo; está bien puesto y hay un cubierto baratito. Tomará café en el Arnáiz con un grupo de conocidos, y a última hora, si no surge algún plan imprevisto, irá a una travesía de la calle Conde Asalto, donde una antigua conocida del Bolero ha instalado una taberna andaluza frecuentada por gente muy pintoresca. Hace tiempo que tiene interés en encontrar a un viejo amigo a quien le han ido mal las cosas; desea sinceramente ayudarle porque le está agradecido; es un muchacho que siempre fue cariñoso con él y quiere echarle una mano. Seguramente irá a esa taberna; se lo dijo la Rubia la otra noche. En la vida de este hombre hay un secreto que algunos conocen y otros sospechan (no hablo de los que lo comparten). Este secreto le ha amargado siempre, a pesar del desenfado con que lo enfoca cuando se suelta el pelo. No le ha permitido madurarse, crear, desarrollarse íntegramente. Le causa una sensación de fracaso, de clandestinidad, como si llevara la ropa interior terriblemente sucia y siempre existiera el peligro de tenerse que desnudar delante de numeroso público. Una vez, en la plataforma de un tranvía, un soldado le pegó brutalmente. Aquellos terribles y vergonzosos puñetazos son como una carroña que lleva dentro de sí. A través de las lunas transparentes se ve la calle. Han abierto las tiendas. Pasan algunas muchachas con ligeros vestidos de verano. Allí, delante mismo, se ha parado una de ellas con un joven que venía en dirección contraria. Es curioso observarlos tan cerca sin oír sus palabras. Se ríen. Están con una mano cogida. Luego él se acerca al oído de ella y ella finge un mohín de enfado. Tiene una bonita cabellera rubia; va modestamente vestida. Por fin se despiden. Mientras se despiden él vuelve la vista. Ella tiene un andar gracioso, armonioso, y la cabellera le cuelga sobre la espalda. A través del liviano vestido se marcan las rayas en diagonal de las bragas. Cazeaux mira con los ojos distraídos. (—Lindas nalgas; las diagonales de las braguitas convergen… Mírale a él, todo inquieto. Cruza; ¡ojo!, al taxi. Este tiempo adormece. El mundo marcha. Una generación y otra. Anclado. ¡No viene! Me fastidia estar solo… Parezco una de estas… ¡Uf!) En el establecimiento entra continuamente gente. Algunos se acercan a la barra, toman café de pie y se marchan en seguida. Otros beben cerveza, pues el calor es fuerte. Cazeaux los mira de reojo con cierto disimulo, los observa, los mide, parece que investigue su peso específico. El grupo de mujeres habla en voz alta, bromea; dos o tres son de bastante edad. Él las conoce, están bien «retiradas» y disfrutan de una desahogada posición económica. Al fondo hay una de ellas que se ha sentado en una mesa con un caballero que parece forastero y tiene el aire un poco cohibido. En otra mesa varios señores hablan de extraños negocios. Unos compran, otros venden; unos venden, otros compran. Así consiguen que los productos se encarezcan inútilmente por el solo hecho de que se hable de ellos entre los espejos de este café. Una de las señoras mayores está coqueteando con un joven del mostrador. El disimula algo, pero de cuando en cuando la mira con fijeza. Ella termina levantándose y se dirige hacia el lavabo. Las otras cuchichean y se ríen. Al pasar junto al joven le mira fijamente y se roza con la pierna de él que sobresale de la banqueta. Al cabo de un momento el joven va hacia la cabina del teléfono. Cazeaux observa todo este mundo que le apasiona y le turba. Sabe quién es ella; hace años que la conoce. Fue dependienta del Siglo. Ahora tiene una casita y unos miles de duros que administra celosa y hábilmente. Fue una herencia que cobró no hace mucho todavía. Desde entonces hace lo que quiere de su propia vida y no tiene necesidad de luchar demasiado; con administrarse le basta. El muchacho ignora quién es. (—¡Cómo miraba! Busca el plan, claro. ¡Estos chicos!…) Por el ventanal ve venir a Roberto y a Planell. Se hace el distraído. (—Ahí están. Disimula. Retraso. Disimula. Aire desenvuelto. ¡No te mires las uñas, bobo! Ahí están. Se acercan… Ya llegan. Ahí están.) Finge sorpresa al verles y se saludan. «Ahora mismo he llegado.» «Sí, calor. Está haciendo mucho calor estos días.» Se habla de diversas cosas. De la exposición de las Galerías Layetanas, de un nuevo libro de Salvador Dalí que va a salir de un momento a otro. Por fin Cazeaux les dice que ha estado viendo los cuadros de Quique y tiene algunas alabanzas para con él. Planell se encoleriza: «¿También le vas tú a defender? ¡Ni que te hubiera sobornado!…» El mocete ha oído campanadas y no sabe dónde. Si su padre fuera maestro albañil, él estaría tirando de un carro, y si pintaba, nadie repararía en esas necedades. Cazeaux le defiende. «Sí… pero no…» Está cansado, terriblemente cansado de hablar de pintura, de que le desdeñen y de que le aplaudan, de tener que adular, de escribir para su revista y para las de los demás, de fingir en todo y por todo; está mortalmente cansado de luchar para conseguir unas pesetas, de tener que comer todos los días, de ir bien vestido, de citarse a una hora fija, de tener que vivir esclavo de un cuerpo pervertido, de tener que arrastrar un alma pervertida solamente en algunas zonas, de no tener valor para pegarse un tiro, de no tener valor para vivir, de estar ahora hablando con este pelmazo que no le interesa para nada, pero que se ha suscrito a la revista y aun le ha aportado dos o tres suscriptores más. Arístides Cazeaux está harto ya de toda esta farsa que es su vida, está fatigado hasta la extenuación de ser Arístides Cazeaux… Planell sigue hablando y Roberto le da la razón casi siempre, y aunque se le ve bastante más inteligente, es evidente que le adula con cierta sorna; quizá porque le desprecia. Cazeaux a veces afirma, a veces niega; sus ojos vagan distraídos por el salón, pero cuando tropiezan con un espejo tiene la sensación de estar acorralado y entonces siente como un oscuro terror. Planell sorbe con ruido un café granizado; este ruido le hace particularmente antipático. Roberto no quiere discutirle demasiado, y cuando lo hace y le contradice, procura suavizarlo con un metafórico algodón en rama. Por fin se van, tras fuertes apretones de manos que conmueven al decadente Arístides Cazeaux. Otra vez les ve por la vidriera. Se despiden en la mitad del paseo. Roberto baja por las escaleras del Metro, y Planell marcha hacia la calle de Córcega. (—Me fatigan. Cansancio. ¿Qué sabe este cretino? ¿Qué dijo de Ángel Ferrant? ¡Bah!… Zapatero a tus zapatos. Comerciante a tu vil oficio. La mujer, sí. Inteligente. Coqueta, claro. ¿Qué andará tramando Roberto? ¿Sablazo? Fatiga. Desamparo. Solo. ¡Dios mío!, estoy solo.) Pasan los tranvías, y su ruido desagradable y el apremiante tintineo con que señalan su presencia a los distraídos penetra por la puerta abierta. Con increíble ligereza un muchacho se ha tirado del vehículo en marcha frente al ventanal. Pasan autos, pasa gente, a veces caras conocidas. ¿Adónde van? Y, sobre todo, ¿para qué van? CON LAS ALAS CORTADAS Acaba de despedirse de Planell y se dirige hacia el Metro. De la luz cegadora de la calle a las escaleras de la estación subterránea hay un duro contraste que obliga a andar con cuidado, pues no se ven bien los escalones y nunca se está seguro de cuál es el último. Roberto se siente satisfecho; ha conseguido que Planell le firme (y pague) una Póliza de Todo Riesgo para un cochecito de segunda —tercera o cuarta— mano, que ha comprado hace unos días. Ahora se dirige rápidamente a la Compañía, pues es cuestión de liquidar el asunto y cobrar la comisión. En el andén hace calor y huele mal, a subterráneo, a humedad, a sudor. (—«Dientes blancos usando Listerine», «Cerebrino Mandri». Por fin firmó: dos mil ochocientas cincuenta y cinco. Unas setecientas de comisión. No está mal. «Pastillas del Doctor Andreu.» Este mes salvé; si saco algo más, para gastarlo en las verbenas. Unos zapatos me hacen falta. ¡Vaya morena cañón! «Dirección Correos.» Este he de tomar; cuidado. ¡Qué buena está la tía! Setecientas pesetitas que me van al pelo… Planell estaba insoportable. Cazeaux se aburría terriblemente. Me es simpático… Claro que debe de ser…; sí, seguro. ¡A mí qué me importa! Voy a ver si suscribo a Nicolás a esa Revista. Telefonear a Pampló, tres toneladas de alambre. «Impermeables El Trébol.» Treinta céntimos por kilo; vienen a ser novecientas pesetas, aunque tendré que darle algo a Arturo… Sí, dice: «Correos»; el primer convoy que venga. Las cuatro y cuarto; a las cinco he de estar en el Café Sevilla. Recoger esas fotografías. Mañana. Jefatura de Policía. Pasaporte. Estoy hasta las narices de tanto papeleo…) Llega el Metro con un aparatoso desplazamiento de aire. La gente se atropella por subir. Roberto ha aprendido que lo más cómodo es dejar entrar a todos y hacerlo el último. Anda mucho de un lado a otro y así se aprenden los trucos de las poblaciones; existe una pequeña sabiduría del hombre de la calle. La ciudad es a veces despiadada para los que no están bien protegidos; la mejor protección la da el dinero y también esa cosa tan extraña que se llama las influencias. Roberto no tiene dinero y tiene que luchar para vivir con decoro. Estaría mejor provisto de influencias, pero le da vergüenza utilizarlas, pues cree que hay siempre una humillación en pedir un favor al prójimo, aunque a nuestra vez le hayamos favorecido en alguna época. El Metro se detiene en una estación; «Aragón». Se abren las puertas de ambos lados y penetra gente que tropieza con la que pretendía salir. El procura mantenerse a la derecha, pues ha de bajar en la próxima parada. Lleva un niño incrustado, incómodamente, entre las piernas. Se toca el bolsillo derecho, pues teme que se le haya arrugado la flamante póliza. (—Iré a que me despache González. Dinámico; cumplidor. Amigo. Diez minutos. Este chaval me está reventando. ¡Su padre! Ya llegamos. La mujer empuja; el codo. Parecen borregos.) Sube a la plaza de Urquinaona por medio del ascensor. A esta hora hay gran movimiento. El edificio encarnado destaca sus quince pisos entre las palmeras. De todas las calles se precipitan hacia la Layetana los automóviles. La gente anda despacio para no sudar demasiado. Los tranvías se cruzan sobre el césped del centro de la plaza. Roberto vino a esta cuidad después de la guerra. Tuvo un cargo oficial de cierta importancia. Hizo favores a unos y a otros. Luego se quedó aquí, donde tiene muchos amigos; unos buenos y otros malos. Se dedica a todo lo que le sale mientras sea honrado. Últimamente también hace, cuando se presenta, algún pequeño estraperlo, pues su acrisolada honestidad —su ética, como él dice— no le ha dejado prosperar. Es un hombre valiente; en la guerra supo demostrarlo cumplidamente a costa de su sangre tres veces derramada, pero le falta la ferocidad necesaria para la lucha civil por el dinero. Desciende de una familia de hidalgos y para él la idea de servicio es la que ata entre sí a los miembros de la sociedad. Siente un extraño pudor ante el dinero y es capaz de ceder su comisión en un negocio por una alusión que considere molesta. Esta ciudad le ha querido devorar, pero él se ha defendido. Está un poco desalentado porque las cosas no siguieron el camino que anhelaba. Él luchó para algo y sacrificó todo lo que tenía: su carrera, su tranquilidad, su porvenir, y casi su alma (al filo de una batalla el alma corre un gran riesgo), y ahora no está demasiado satisfecho de ciertas cosas. Hace años, siete u ocho, que ha abandonado la política. Claro que si fuera necesario volvería a colgar de su pecho las dos estrellitas sobre paño negro. Dos estrellitas provisionales que le laten encima del corazón. Actualmente está arreglando los documentos para marchar al Brasil. Esta lucha de todos los días; un seguro, vender unos metros de alambre, o un libro de bibliófilo, escribir un artículo para el diario de su provincia, mediar en la adquisición de un coche, le fatiga, le decepciona. Busca una lucha más directa en otros países donde la aventura sea arriesgada y donde el valor, el empuje, el temple, tengan una compensación en planos superiores a los estrictamente comerciales. A veces, bebe. Cuando se junta con algunos amigos y toma unas copas parece que renacen en él las viejas ilusiones. Sabe que es una trampa, un espejismo, pero por unos momentos sueña que otra vez es él mismo, en vez del pequeño fantasma un poco vergonzante en que le ha convertido esta diminuta lucha, sin luchar, por la vida. En Brasil buscará trabajos en el interior, donde el riesgo y la incomodidad tengan un premio, donde su corazón llegue a otros corazones, donde de nuevo pueda, haciendo honor a su estirpe, servir. Atraviesa la calzada sorteando a los autos. (—Hablaré a Juanjo. Ilustraciones de Mariette Lyds. Hermosos pechos. Dos mil pesetas. ¡Buen libro! Pierre Louys. Ese bárbaro, cómo corre… ¿Olvidé el recibo, digo la factura? No; está aquí. Juanjo puede gastar ese dinero… y el libro, seguro que le gusta. ¡Así anda el mundo! Yo me conformaré con la edición de La Boétie, de Bruselas; quince pesetillas.) Pasa una ambulancia a toda velocidad, haciendo sonar la campana. Desde el mostrador busca con la vista a González y le saluda con la mano. Acude presuroso. Se conocen desde hace tiempo, y a pesar de lo distinto de sus caracteres les une una mutua simpatía, y siempre se dirige a él para que le despache rápidamente. —¿Qué tal, cómo va eso? Aquí traigo una pequeña operación de RC. —… —Sí. Todo Riesgo. Por cierto, mira a ver si me puedes liquidar ya la comisión; espero. Me corre, ¿comprendes?, algo de prisa. Se sienta en un banco que hay frente al mostrador. Como no tiene nada que hacer, mientras espera se entretiene en mirar a las mecanógrafas. Hay una que le gusta mucho; un día la vio bailando en Saratoga con un amigo suyo; le hubiera agradado que se la presentara. En este instante le acaba de dedicar una sonrisa. Está copiando distraídamente una carta que tiene taquigrafiada. Hace calor y los empleados trabajan con desgana. Dentro de unos días comenzará la jornada intensiva y no tendrán que venir por la tarde. Dos muchachos jóvenes hablan en voz baja; están en mangas de camisa. Uno de ellos debe ser nuevo porque no le conoce. Claro que hace tres o cuatro meses que no se acercaba por aquí; cada día está más difícil eso de hacer seguros. Hay otra chica, ya algo madura, que si no fuera por las gafas, sería muy atractiva; tiene un aire de dulzura que la diferencia de las demás. Está en la sección de Incendios. (—Las cuatro y media. Calor. Brasil, más calor. Brunete, ardía el aire. «Adelante, muchachos, adelante a por ellos…» Calor. Horrible. ¡Qué buen chico es González! Está satisfecho con su suerte; por eso es feliz. Es activo; se preocupa de los asuntos. ¡El pobre! «Mi madre murió en un bombardeo…» La comisión son setecientas y pico. Me fastidia ese descuento de las Utilidades. ¡Menudas piernas! Le intranquilizan a uno… ¡Y este calor!) Vuelve González con los papeles arreglados. Unas firmas, un recibo para la caja. —¿Qué, cuándo es esa marcha? —No lo sé. Estoy ya harto de papeles y de revisiones y de monsergas. Pero creo que para fines de verano estaré paseando por Copacabana. Hay allí cada morena de espanto… Por cierto que tengo un candidato para un seguro de Vida que si cuaja, casi me paga el viaje; pero sería demasiada suerte. El cajero pone mala cara. Siempre los cajeros ponen mala cara al que se acerca a cobrar. Son setecientas trece pesetas con setenta y cinco céntimos, pero le descuenta cuarenta céntimos del sello. Ese pequeño descuento pone de buen humor al cajero; es una mínima contribución al engrandecimiento de la caja. Marcha por la Ronda de San Pedro hacia el Café Sevilla. Se detiene en el escaparate de una librería para ver si hay algo nuevo; luego echa un vistazo a una tienda de artículos de caballero donde se exhiben elegantes zapatos. Al cruzar al paseo de Gracia un amigo le saluda sin detenerse. —… —Sí; todo marcha bien; creo que pronto. Dentro de unos meses estará en Brasil; marchará al interior, luchará contra la Naturaleza, contra los peligros. Esta ciudad ha esterilizado diez años de su vida. PEQUEÑO PROBLEMA González siente una viva simpatía por Roberto. Más bien lo que siente es admiración. Él es un hombre sencillo y ama la paz y la tranquilidad —su paz y su tranquilidad ante todo——, pero también ama a sus semejantes y es amable y servicial con ellos. Su existencia se desliza apaciblemente desde que terminada la guerra se reincorporó a la vida civil. Trabaja en esta Compañía de Seguros y ha conseguido un buen puesto; es, además, estimado de sus jefes por el esmero con que se desenvuelve y por la habilidad que demuestra para atraerse a los agentes y a la clientela en general. Vive con su padre y con dos tías (la madre murió en un bombardeo mientras hacía cola para conseguir alimentos). He dicho que vivía apaciblemente, pero lo cierto es que en los últimos meses hay un problema que le preocupa, casi diría que no le deja dormir. Una coyuntura ajena a su trabajo hace que, indeclinablemente, tenga que arriesgar a un sí o un no su felicidad futura. Entra un pesado bochorno por el balcón abierto. El sol ha cruzado de acera pero queda el calor pegado a las paredes. Hay gentes distraídas que pasean, señoras que salen ahora para ver tiendas, aunque la temperatura no convide todavía. En los almacenes de enfrente hay un gran letrero que dice: «Liquidación por fin de temporada. Regalamos los géneros.» Han puesto en mitad de la acera un pequeño mostrador y sobre él montones de ropas diversas. En Reyes hacen lo mismo, pero modifican los letreros. Al volver de despedir a Roberto, pasa González ante el balcón; está fatigado y acalorado, apoya la frente contra el vidrio y mira distraídamente a la calle. (—Roberto. Que tenga suerte. Brasil, lejos, negros; «Carioca / no me seas esquiva / Carioca / dame un beso en la boca —…» Raúl Roulien. Cine Pathé. 1934; más o menos… o antes. ¡Cómo pasa el tiempo! «Liquidación.» ¿Habrá calcetines baratos? En verano se rompen mucho; sudor. ¡Cómo sube la vida! Escandaloso. Se hace todo difícil. Un hombre casado… Nuevas bases; puntos, plus carestía vida, subsidio familiar. Incrementando las pagas extras… supongamos, una mujer y un hijo; deben ser ocho puntos, veamos… sí… unas treinta mil al año. ¡Ah! Y la paga extraordinaria por beneficios, y sin descuentos. «Regalamos los géneros.» Elvira; y si… nunca se puede estar seguro, pero yo creo que… He de hablarla. Mañana, o, mejor el lunes que viene. ¿Y por qué no hoy? No, no; hay que meditar lo que voy a decir… ¡Cuidado! El jefe.) Lentamente se dirige hacia su mesa, pero antes pasa junto a la señorita Elvira de la Sección de Incendios. La señorita Elvira tiene un aire de dulzura que la diferencia de las demás; lleva gafas pero, lejos de afearla, parece que la complementen, que se hallen dentro de su estilo. González aprovecha siempre cualquier pretexto para hablar con ella. —Cuando termine de leer Werther, le voy a prestar otra novela que le va a gustar mucho: Estación Victoria a las 4.30. Ella le sonríe plácidamente. Él todavía añade: —¡Qué calor está haciendo esta tarde! Tengo ganas de que sean las siete. Pero sin esperar respuesta sigue hacia su mesa. (—¡Qué hermosa y qué dulce es! Treinta años, buena edad. Yo, treinta y tres; perfecto. Al año que viene, un año más. Vamos a ver. El Montepío concede seis pagas, ¿son seis en realidad? He de consultar las bases. Arreglar el piso, comprar algunos muebles… Voy a hablarle a la salida: «Mire, señorita, me gusta decir las cosas por su nombre. Usted y yo sabemos quién es cada uno, ¿comprendido? Bueno, bueno; yo he pensado que, si sabemos cada cual…» No, no; algo de amor… «Escuche, Elvira. Hace mucho que nos conocemos y usted se habrá fijado en que yo me he fijado…» Me voy a embarullar; es mejor escribir. La semana que viene… ¿Cuándo saldrán las nuevas bases? Porque eso podría mejorar el aspecto económico y… Hay que decidirse. No; si ya está decidido. Pero y si ella…) Remueve unos papeles que tiene sobre la mesa. (—Hay que decir a Alicante que no podemos esperar un día más. ¿Qué se creen? Antes de fin de mes. El abogado. Esto no puede seguir así. «… que a pesar de las gestiones realizadas para conseguir el cobro del último recibo de prima…» Mejor hablarle esta noche. Las cosas pensadas y hechas. Elvira. «… espero urgentemente sus noticias. De ustedes, brre, brre, etc.» La esperaré abajo. «Un momento, señorita, tengo que hablarle…» ¿De qué fecha es la carta? «Permítame que la acompañe.» Del doce de mayo y sin contestar. «No, Elvira; ya no puedo esperar más… yo… yo.» Hay que contestarla ahora mismo.) Llama a un muchacho que estaba merendando disimuladamente con el cajón abierto y que contesta con la boca llena. —Tome en taquigrafía una carta para la Agencia de Alicante, fecha de hoy, etc. ¿Estamos? «Tenemos que poner en su conocimiento —coma— en correspondencia a su muy atenta de fecha doce del pasado, que…» (—Lo mejor es no esperar a mañana. Esta tarde sin falta. Anochece tarde. Una horchata o un helado tal vez. Seis o siete pesetas ¡no importa! ¡Es igual!) Se dirige al muchacho: —¿Dónde íbamos? El chico contesta lacónicamente: —En, que. —¿En qué que? —En «de fecha doce del pasado que…» Parece adivinarse un ligero tonillo de burla en la forma de decir del muchacho. —¡Ah! Sí… Y otra vez se torna la voz grave, seria, completamente comercial. —«Que no podemos tomar en cuenta la petición que nos formula…» La mecanógrafa rubia se dirige al lavabo; pasa entre las mesas con mucho contoneo, seguida por los ojos de todos los meritorios, y asimismo de los de Pahissa, a través de sus gruesos cristales de vejestorio. Tal vez esos ojos, medio cegatos, son los que miran con mayor intensidad. Esta chica rubia va al lavabo muchas veces al día. No padece, sin embargo, ninguna enfermedad especial que le obligue a ello, ni siempre que va utiliza los servicios anexos al que da el nombre al aposento. Ocurre que unas veces se pinta, otras se peina, otras lee las cartas del novio, que está haciendo el servicio militar en Oviedo (unas cartas muy bonitas, por cierto, que frecuentemente lee a su amiguita Rosa que trabaja en la Sección Vida). Otras veces se reúne con ella y con otra que se llama Carmeta y se explican chistes que los muchachos no pueden escuchar. González no se ha fijado; está dictando muy serio la carta para la agencia de Alicante. Es un asunto importante en que se juegan más de quinientas veinticinco pesetas de la Compañía. Parece que la Compañía ha tenido grandes beneficios. Fue el pasado un año de suerte en que los asegurados decidieron no morirse, los automóviles no chocar, las casas no incendiarse y los obreros no caerse de los andamios ni dejarse atrapar por las máquinas. Pero el balance no ha reflejado esa bonanza y apenas ha dado unos pequeños beneficios; claro que hay impuestos fiscales y una participación entre los empleados que nunca pasa de teórica, y menos mal que ahora hay que dar una paga extraordinaria en concepto de participación en los beneficios, sea cual fuere el resultado del balance. Esta paga ya la tiene muy en cuenta González por si decide contraer matrimonio el año próximo. Todavía no tiene novia, aunque está casi, sólo casi, decidido a tenerla hoy mismo, a lo más tardar el lunes próximo. Sigue dando órdenes: —A estos tres mándales cartas con el membrete de abogado. A ver si se asustan y pagan. De momento nada más. Gracias. El muchacho se retira; lo primero que hace al llegar a su mesa es abrir el cajón y darle un mordisco a la tortilla que metida en una barreta de racionamiento constituye su merienda. Este meritorio está creciendo; no sabemos lo que come ni lo que cena, pero sí desayuna y merienda, invariablemente, una ración de pan con su tortilla dentro. De ello resulta que sólo para desayunar y merendar engulle el pan que corresponde a dos adultos. Claro que el chico está creciendo y los cupos tampoco son tan estrictos que no permitan estos extraños enigmas matemáticos. González está ordenando ahora unos expedientes. Tiene la mesa llena de papeles y carpetas, pero a pesar de su aparente desorden sabe siempre dónde están todas las cosas. No ocurre lo mismo con Armet, y ya es proverbial que cuando se pierde un papel en la sección conviene buscarlo en su mesa, donde no se sabe por qué mágico poder van a parar los documentos extraviados. Está preocupado esta tarde y la atención se le desvía de los asuntos. (—Conviene confirmar esta carta del tres. No contesta nadie. Insistir, hay que estar continuamente encima para que te atiendan como es debido. Si se dictan nuevas bases a fin de año… Tal vez vengan aumentados los sueldos en un cuarenta por ciento. ¿Cómo será su piso? Podríamos vivir con la madre. Supongamos que del Montepío me dan doce mil… Comprar unos muebles; la habitación nuestra… nueva, claro. Cortinas, batería de cocina, vajilla… pongamos tres o cuatro mil. Esto es lo del Montepío. Lo del Banco no se toca. Un imprevisto, una enfermedad, un hi… Seguro de entierro —hay que prevenirlo todo—. El agente de Zaragoza no dice ni pío; dos cartas y nada. Debe ir mal la cobranza porque si no, no me explico. Lo mejor es a las siete hablar con Elvira; decírselo todo y descansar. Hoy es buen día; camisa limpia, afeitado. Voy a decirle que la esperaré. Animo. Sí… pero un pretexto, un pretexto es mejor…) La mecanógrafa rubia vuelve del lavabo, otra vez los ojos la siguen; incluso los del meritorio, que continúa con la boca llena y sacude con la mano unas migas de pan que han caído sobre la mesa. González coge una carpeta y se levanta. Vacila un momento, pero luego avanza decididamente hacia la mesa de la señorita Elvira. Al llegar parece que le falta valor. Vuelve a hablar de libros y también dice que anochece muy tarde, que son los días más largos del año. Suenan tres timbres; el jefe llama a la señorita Elvira y ella acude. González espera un momento disimuladamente junto a la mesa, pero la situación se le vuelve insostenible, técnicamente hablando, y regresa a su sitio un tanto desalentado. La señorita Elvira sale de la oficina del jefe con un expediente enrollado y se dirige directamente al lavabo. A los dos minutos aparece con el rollo y el monedero; es evidente que va a salir a la calle. Dice en voz alta a su compañera: —Si preguntan por mí, he ido a casa del abogado; seguramente ya no me dará tiempo a regresar. Hasta mañana. Camino de la puerta tiene que pasar junto a González; se para un momento y le dice: —Esta noche terminaré Werther; me gusta mucho, pero es demasiado fuerte. Mañana se lo devolveré. Él la mira desconsoladamente. —¿Ya no vuelve usted hoy, Elv… señorita Elvira? —No, aprovecharé para marcharme a casa temprano. Hasta mañana, señor González. Le ha mirado tiernamente; se han mirado tiernamente. González es un excelente muchacho; necesita casarse, está en la mejor edad para hacerlo, y su posición, aunque no brillante, le permite mantener una mujer, con las cualidades de honradez, economía y diligencia que adornan a la señorita Elvira. GENTE HONRADA Elvira está contenta; en el bufete del abogado acabará pronto y podrá ir a su casa y dar una sorpresa a su madre; piensa invitarla al cine, a un cine de sesión continua; terminarán temprano y apenas se retrasará la hora de la cena. Su madre, la pobre, no sale casi nunca; ella misma sale poco también. En la puerta de la calle duda un momento. ¿Tomará el Metro o el tranvía? (—Metro, escalera, calor, tres travesías: Aragón, Valencia, Mallorca. Tranvía, apretones. ¿Qué hago? Voy a la parada. Sí, mejor el tranvía; hace calor para andar. Me deja casi a la puerta. Este González… Sí, seguro que sí… es imposible que me equivoque. Chico serio. Treinta y… tantos. Jefe de negociado. Tímido; hoy parecía que… Un hombre íntegro. Mamá; un día los tres… conocerse. Buen sueldo. Los hijos. González; hablarnos de tú. No viene el tranvía. Golondrinas. La infancia; yo, yo misma. Elvira, doña Elvira; dos hijos. ¡Ay Dios! Mamá; Locura de Amor, Juana la Loca. El ataúd, día gris, viento. «Juana la Loca / tiene una toca / llena de…» ¡Ay Señor! No, no, es feo… Sala de los abuelos; cuadro de Padilla, miedo. González, ternura. Buen padre; seriedad, probidad. ¿Besos? Y lo demás… ¡Claro! Los hijos… ¡Qué raro, con un hombre! ¡Qué vergüenza! El tranvía… Ilusiones. ¡Ay Dios mío!) El tranvía no es de los más viejos —hay tranvías muy viejos y desvencijados en la ciudad—, pero tampoco es de esos tan hermosos que circulan por algunas líneas de postín. Este tranvía baila un tanto sobre los rieles produciendo en los pasajeros una vaga sensación de navío o de atracción verbenera. Por las abiertas ventanillas entra un aire sumamente agradable. A Elvira, que ha conseguido sentarse, le alivia de las preocupaciones al ahuyentarlas. Cara al viento es difícil pensar y la imaginación se envuelve en una especie de tenue musicalidad que la quita toda trascendencia y posibilidad de determinación. Ver la calle siempre es un espectáculo agradable, aunque la conozcamos de memoria, aunque pasemos por ella todos los días. El calor toma en estos instantes un matiz especial y se asemeja a uno de esos helados que están mezclados con sustancias calientes. Por las aceras ya se ven trajes de mil rayas que son indicio de que el verano ha sido inaugurado; también se ven otras telas veraniegas, incluso americanas blancas. Los obreros van en mangas de camisa; a los que no son obreros no se les tolera semejante libertad, aunque la cosa no esté suficientemente reglamentada. Elvira va contemplando el film que la ventanilla del tranvía le sirve gratuitamente. Una niña que regresa del colegio. Un perro vagabundo que parece desorientado. Una pareja de ancianos muy limpios y amorosos. Una mujer con un niño en brazos que pide limosna a los transeúntes. Un señor que lleva un carrito de juguete envuelto en papel. La señorita Elvira es pronta a la emoción y a la ternura. Cualquiera de estos espectáculos, por separado, son capaces de ponerle un nudo en la garganta y aun de hacerla derramar lágrimas; tiene suerte de que la velocidad sustituye a estos personajes con tanta rapidez que no tiene tiempo la imagen de llegar a esas fibras tan sensibles que forman su corazoncito. No es que por la acera que ella va mirando no hubieran pasado otras personas; pongo por ejemplo, un comisionista con dos abultadas valijas, una mujer gorda y con sombrero de plumas, dos jovencitos que piropeaban a las chicas, una criada con un guardia de la Policía Armada que discutían al pie de un árbol (ella seguramente había bajado a comprar azafrán o tal vez queso), un sacerdote leyendo su breviario que se ha tropezado con un carretón de mano, etc.; lo que ocurre es que su atención, aun inconscientemente, se dirige a lo que más le afecta, a lo que se halla más en consonancia con su ternura, con su exquisita ternura femenina. Hace años, bastantes años ya, cuando era muy joven y mucho más inocente todavía que ahora, se enamoró. Se enamoró de un primo, que al parecer, no la tomó demasiado en serio. Ella sí lo tomó en serio y la herida ha tardado años y años en cicatrizar. Era un mozo alegre y desenfadado, y se casó hace tiempo. Jamás se dio cuenta de la auténtica pasión que había despertado lo que él creía mero pasatiempo, o flirt, que así parece que se les llama a estas relaciones. Elvira lloró noches y noches, masticó su decepción, su timidez, su impotencia, su fracaso. Todos los hombres eran iguales. El hombre, un enemigo. Y su amor se desvió hacia Dios, hacia su madre, hacia sus semejantes, hacia los animales —perros, caballos y pájaros sobre todo— y hacia quien sufriera en general. Claro que a veces notaba un vacío difícilmente explicable, como si no estuviera completa, como si su misión, su destino, se estuviera frustrando. En eso piensa frecuentemente, cada vez con más frecuencia, pero no quiere plantearse abiertamente el problema; la verdad es que le da un poco de miedo. Si piensa demasiado, teme llegar a la conclusión de que el camino que ha tomado no es el debido, no es, como si dijéramos, el dirigido a su felicidad, a la constitución de una familia, a la perpetuación de la especie. Materialmente no vive mal; por otra parte, sus gastos son reducidos. La madre tiene una finquita que en esta época renta bastante; ella trabaja en la Compañía de Seguros donde la ha recomendado el abogado asesor, amigo de la familia (de ahí que la manden con los asuntos que necesitan se despachen urgentemente). Con el sueldo ayuda al sostenimiento familiar, se paga la ropa —le gusta ir bien arreglada—, puede durante las vacaciones realizar algún corto viaje en compañía de su madre y además hacer unos ahorros por si algún día cambiara de forma de pensar; cambio que estaría condicionado al hallazgo de un buen muchacho que tenga intenciones honradas y que esté dispuesto a casarse con ella. Su madre ¡estaría tan contenta con un nietecito! Hace tiempo se ha dado cuenta de que González la mira de un modo diferente. Aunque apenas frecuenta el trato con muchachos, y entre el reducido círculo de sus amistades se habla muy veladamente de los problemas relacionados con la atracción de los hombres y las mujeres; aunque con las compañeras del despacho tampoco habla de estos temas y cuando en el lavabo se explican chistes que a ella no le parecen recomendables procura retirarse discretamente, no le pasa inadvertido que González la mira de una manera que significa algo. Sabe, está segura de que quiere hablarla, y está también segura, después de cuatro años de convivencia con este compañero, que quiere decirla una cosa, que solamente puede querer decirla una cosa. También está segura de que ella le va a contestar que sí. Incluso ya lo tiene hablado con su madre. Su madre fue un día a la salida a buscarla y ella le mostró disimuladamente a González; a la madre también le gustó. Él es muy diferente a todos los demás de la oficina. A su edad ya es jefe de negociado y en cuanto haya una vacante o el aumento de volumen de la cartera justifique una ampliación de la plantilla, le nombrarán jefe de sección. Nunca se le ve coquetear con las mecanógrafas ni con las señoras o señoritas que vienen a tratar asuntos; no mira las piernas de las chicas cuando las cruzan al escribir a máquina. No va a bailar los domingos. Si González le pregunta eso, ella le dirá que sí. (—¡Ay! Ya me distraía. Si me descuido, me paso. Calle Valencia, la próxima parada he de bajar.) Sale un poco precipitadamente por el pasillo. Se le enreda el monedero en los paquetes que lleva una señora gruesa, que sin llegar a protestar refunfuña algo. Un mozalbete que va en la plataforma se acerca demasiado (ella se asusta un poco) y le dice con voz apasionada: —¡Guapa! Por el aire, altas, las golondrinas ponen un techo de música a la ciudad. En la puerta del piso hay una placa dorada y con letra inglesa está escrito: «Carlos Pi, abogado.» Mientras pulsa el timbre, comprueba que no se le haya caído ningún papel del expediente. (—Carlos, demasiado tarambana. «Elvira lo que necesita es casarse…» Rubor. «Las mujeres han de casarse, los hombres no.» Un asunto feo; simulación de incendio; denuncia. Para el jueves lo más tarde. Cosa mala. Arruinado. ¿No les meterán en la cárcel? No creo, ¡ay pobres! Renuncia y… Mamá; a casa en seguida. Locura de Amor. Le daré recuerdos para sus padres. Bromas; rubor. Es algo juerguista; mujeres de ésas. Denuncia por incendio intencionado. Complicidad del subagente. Acta, perito, denuncia, dimisión… Abren.) Carlos Pi, el abogado, la recibe en pie: —¿Qué tal, Elvira? Te hago pasar porque eres tú. Salgo ahora mismo y tengo prisa. ¿Qué traes? Echa un vistazo a los papeles. Los ojos se mueven ágil e inteligentemente; en los largos párrafos sorprende inmediatamente la palabra o palabras clave. —¿Sabes si estos testigos estarán dispuestos a declarar ante el Juzgado? Ella no está muy enterada. Su trabajo, principalmente, es hacer pólizas; por cierto que rara vez se equivoca; pero de estos asuntos más complicados entiende relativamente poco. —Bien, bien. ¿Para cuándo dices? — … —¡Huy, huy! Bueno, ya veremos. Procuraré despacharlo lo antes posible. Se dirige decididamente hacia la puerta. —Mira, Elvira, tengo mucha prisa; pero si vas a tu casa te acompaño en el coche. Vamos. Elvira sube al auto de Carlos Pi, a pesar de su fama de donjuán, porque es amigo de la familia, y porque la conoce como quien dice desde que era de mantillas. El automóvil es de marca alemana, no muy nuevo. Elvira no acierta a cerrar bien la portezuela. Una de las cosas que le resulta más difícil es cerrar las portezuelas de los coches las raras veces que va en ellos. Por el camino él le ha preguntado por su madre; luego ha dicho que les irá a visitar cualquier día por la tarde (siempre lo dice, pero se pasan años sin que lo haga). También ha hablado con gran familiaridad del director de la Compañía y aún se ha permitido algunas chanzas sobre su barriga. Se ve que tiene prisa, porque conduce a demasiada velocidad. (—Simpático; amigo viejo. «Elvirita, te voy a recomendar al profesor; es amigo mío…» Sobresaliente. Escuela de Comercio. Academia Práctica. ¡Ojo! Un niño. ¡Aaay! Respiro, creí que lo chafaba. Velocidad. ¡Un co… che! ¡Qué bruto! Tiene prisa. No vendrá nunca a casa. Antes sí. Claro, muchas mujeres; debería casarse. Es pecado. ¡Ese carro, ese caarr…! ¡Ah! El guardia. ¡No sé cómo no le ponen multa! «Barrigudo…» Querrá decir el «señor» Pinker. Bueno, barrigudo… obeso. El cruce… el cruce. La falda, pero nadie puede ver. Menos mal que llegamos, me hace sufrir yendo de prisa. Mejor que no me vean en coche; un señor, es amigo de mamá. No importa; maledicencia. ¡Cuidado, frena!) Sin bajar del coche, Carlos Pi le da la mano y arranca inmediatamente. Desde luego, se ha equivocado de portería; ella vive en la de al lado. Bien es verdad que ambas porterías se parecen bastante y algunas veces ella misma ha estado a punto de equivocarse (en la contigua hay una figura de hierro fundido sosteniendo un globo de vidrio que sirve de remate a la barandilla). El Paseo de San Juan es una de las calles más anchas de la ciudad; se le llama paseo, pero es calle. Esta casa, donde vive Elvira con su madre, es antigua. Pagan un alquiler módico y, sin embargo, es un piso hermoso, desde el balcón se ven las montañas que hay detrás del Guinardó; en dirección contraria el mar, enmarcado por los gasómetros y el asilo. Delante, la masa verde del Parque de la Ciudadela y como una puerta familiar el Arco del Triunfo. Viven en el quinto piso y no hay ascensor. Para la madre resultan un poco pesadas tantas escaleras; pero en los descansillos, aprovechando el rincón, hay unos banquillos de madera oscura. Llega a su casa hora y media antes que los otros días. La madre se pondrá contenta; ella la invitará a ver Locura de Amor, que le han dicho que es muy bonita y la proyectan en un cine que está aquí cerca; un cine barato donde van algunos días. Sobre el cielo las golondrinas dibujan sus guarismos. Un joven ayuda a un ciego a cruzar el arroyo. LA SENTENCIA Carlos Pi tiene prisa. A las seis termina la consulta del médico y conviene llegar un poco antes. Sin embargo, ha perdido unos minutos por acompañar a Elvira hasta su casa. ¡Son tan buenas ella y la madre! El padre era un hombre muy formal; murió joven y menos mal que dejó unos ahorros que junto con esa finca que tiene la madre les permite vivir decorosamente. Él les ha tenido que defender de las pretensiones de los aparceros que, no satisfechos con estar sacando un provecho extraordinario a los productos, intentaban una jugada muy sucia. Por supuesto que a ellas no les ha pasado minuta. Alguna vez hay que ser generoso, alguna vez hay que dejarse llevar por sentimientos que no sean la pasión del dinero, el orgullo y otros impulsos voraces que ahora prefiere no recordar. (—Dirección única; bajaré por Layetana. ¿Que pare? ¿Está tonto ese guardia? Las seis menos cuarto. ¿Qué será? ¿Será eso…? Positivo. Mal asunto, mal asunto. No tendría nada de particular, no puedo extrañarme. Tal vez Irene, ¿lo sabrá ella? También pudo ser la noche de la despedida de soltero de… nunca se sabe nada. Costará un pico… Se cura. Ahí va Gutiérrez. He de presentarle la minuta mañana. Unas dos mil… ¿Cómo es eso? Fórmula 606. A las once, Juzgado de Instrucción. Porque Asunción, no es posible que haya sido. Su Señoría me hace la pascua si no me admite el escrito. Habrá que avisarlas a todas. Con disimulo, claro. Ojo, ésa es la calle Consejo de Ciento. ¡Este freno! Se fastidió el veraneo; inyecciones. ¿Quién sabe? A lo mejor… no es nada. Falsa alarma. No, no vale engañarse. Dicen que puede venir de un beso. ¡Tonterías! Una heridita… al dar la mano… Yo sé bien cómo. Aquí es. ¡Malditos frenos!) Busca la placa del médico en el portal y no la encuentra. Se ve que hoy está distraído, pues se ha vuelto a equivocar. Es en la otra travesía. Mejor es ya ir a pie. En un bar pequeño hay tres o cuatro mesas a la puerta, sobre la acera. Está sentado un amigo suyo que le saluda con abandonada displicencia. No es falta de cortesía; es que el calor relaja la urbanidad. Por fin acierta con el portal del médico. Espera un momento en la sala; es el último cliente porque a las seis termina de visitar. Se sienta junto al balcón entreabierto; hace calor todavía. En el velador hay varias revistas desgastadas de tanta impaciencia como han frenado. Las hojea; nada interesante. (—¿Para qué hacerse ilusiones? Es eso y basta. No voy ahora a morirme de miedo… Lo extraño es que no me haya ocurrido antes. Quien ama el peligro… Neosalvarsán. ¡Qué lata! Peligro; reacción. ¿Sería Irene? Dicen que unos veinte días; el martes hizo quince, porque, sí, la noche que lo hicimos… fuimos a la Parrilla, luego al estudio. Tal vez no; la despedida de soltero de Lucas… casa de eso… Debió ser a primeros de mes. Antiguamente, mercurio, mantas mercuriales. La ciencia. ¿Y si resultara que no es eso…? El análisis no falla. Me va a costar cinco o seis mil pesetas. Luego dicen que cada primavera… Bueno, ya veremos. Tal vez penicilina. ¿Qué cara pongo? ¿Indiferente? ¿Resignada? ¿Cuánto tendré que pagar? No se podrá beber, claro, como cuando lo otro… ¡Vengan inyecciones! Un asco. No, no me puedo quejar, lo merezco, castigo de Dios. Tanto va el cántaro a la fuente… Propósito de enmie… ¡no! Ya sé que no, ¿para qué engañarnos? Claro que estos días. ¿Se lo digo a Asunción? Escenas, lloriqueos: «¿Ves, ves?» ¡Psé! ¿Cuándo saldrá este pelmazo? Me fastidia esperar; habrá que irse acostumbrando. Inyecciones, no comer en tres horas. ¿En casa? Disimularé; el estómago. Nada de alcohol, vino creo que sí. Martini… seguramente no o poco. He de preguntarlo sin falta. Casi son las seis; parece que se despiden. Las verbenas al agua. Contagio, como un leproso. Gran cartel en la espalda. No, ni pío a nadie. Una vergüenza —yo no me avergüenzo sin embargo—. Los hijos: monstruos. Se cura. Aneurisma. Calvicie; hasta las cejas, hasta las pestañas. ¡Horror! Las encías. Penicilina. Mal gálico o francés lo llamaban. De América. Irene o aquellas golfas de la casa. Sanidad municipal, imposible. Nadie, vino por el aire. ¡Mala suerte! La culpa es solamente mía. Nunca se escarmienta. Unos muslos, ¡el disloque! No te acuerdas de nada. Un beso… ni todas las espiroquetas del mundo te pueden detener ya. No, hay que dominarse, vigilarse… Parece que va a salir. El timbre… no… no. ¿Qué dirá? Que sí.) Por el pasillo se escuchan voces y abrir puertas, más ruido de puertas y por fin se abre la que da a la salita. El médico lleva una blusa blanca, de manga corta; es alto, bastante calvo y lleva gafas con cerquillo de concha. Le sonríe y le tiende la mano. En seguida pasan los dos al despacho. Carlos Pi está ya completamente tranquilo. Se sientan frente a frente a los lados de la mesa. El doctor le ofrece un cigarrillo. Inmediatamente empieza a hablar. —Bien, Carlos, lo que suponíamos es. Esta mañana he telefoneado al laboratorio para confirmarlo. Los síntomas clínicos eran ya bastante claros, pero convenía tener la evidencia absoluta. Por otra parte, ya te dije que no había que desesperarse; es una enfermedad grave, peligrosa, pero afortunadamente podemos afirmar que se cura. Hay que hacer un tratamiento pesado y es necesario tener constancia. Nada más que eso. Si quieres recurrir a un especialista, por mí no hay compromiso; pero me parece que no es necesario; puedo perfectamente encargarme de tu asunto. Vamos a curarte por el sistema clásico; neo y bismuto. Es posible que al final, para asegurarnos, te inyecte unos millones de unidades de penicilina; pero, por el momento, creo que lo mejor es recurrir al procedimiento que está sobradamente experimentado y comprobado. Carlos Pi le mira serenamente; la noticia no le ha afectado gran cosa; se la han servido en dos etapas y ello ha hecho que el choque se amortiguara mucho. Ha recurrido al doctor Camps porque es antiguo condiscípulo —Bachillerato en los Jesuitas— y sabe que es hombre escrupuloso profesionalmente hablando y de gran capacidad. En esta clase de enfermedades no se puede uno poner en manos de cualquiera. Tiene gran confianza en este amigo que conoce desde la infancia y que, por frecuentar el mismo medio social, ha seguido tratando estos veintitantos años con más o menos asiduidad. Le ha hablado bastante extensamente sobre el tratamiento a seguir y le ha disipado algunos temores sobre su peligrosidad. Puede seguir haciendo la vida normal con pequeñas limitaciones; después de unos días desaparece el peligro de contagio. Quedará completamente limpio. No tiene apenas importancia, «un poco de lúes». Se despiden sonrientes. Es como si no hubiera pasado el tiempo y Carlos Pi, Carlitos, hubiera cometido una pequeña travesura escolar. Le acompaña hasta la puerta y le da unas palmadas familiares en el hombro. Mañana a la misma hora debe volver para iniciar la tanda de inyecciones; hasta las diez de la noche no podrá cenar. Mientras dure el tratamiento, que beba poco, y de licores, si es posible, que se abstenga por completo. Los primeros días, hasta que desaparezca esa pequeña heridita de base dura, debe prescindir de… bueno, de amar. Eso, naturalmente, a rajatabla, hay peligro de contagio. Luego, más adelante, puede hacer la vida normal en todos los aspectos. Va andando despacio hacia su DKW No sabe adónde ir, es pronto, pero no tiene ganas de meterse otra vez en el despacho. Está preocupado, aunque no quiere confesárselo a sí mismo. Es la primera vez que le ocurre esto; naturalmente, ha tenido otros tropiezos en su salud del mismo origen que el que ahora le preocupa, pero el nombre de esta enfermedad es escalofriante; desde niño le infundía terror. Es un nombre como de serpiente, como de flecha envenenada, un nombre diabólico. Claro que los médicos doran la píldora: «un poco de lúes». Cualquiera de estos que pasan por la calle lo llamaría de otra manera, de esa horrible manera que es mejor no pronunciar. Estos días ha pensado que, a lo mejor, los Jesuitas tenían razón cuando decían que no debía hacerse tal y cual. Pero ¿cómo pudo él haberlo evitado? Te dan consejos, te inculcan preceptos y luego te lanzan a la vida, y la vida es tan bella, tan sugestiva para un hombre joven, de buena posición, con una carrera, con atractivo físico, con ganas de gozar y, sobre todo, con vitalidad en la carne y en la sangre. En este momento el auto corre ya por la Rambla de Cataluña arriba, aunque no sabe muy bien adonde se dirige. Puede hacer buenos propósitos, pero dentro de unos días, cuando el primer efecto haya pasado, cuando el miedo haya desaparecido, cuando vuelva a salir con Irene o vuelva a casa de Amparo mientras el amigo está de viaje, cuando cualquier compañero se case y vayan a cenar por ahí, beban bastante y luego uno proponga… Es inútil hacer propósitos. O se cambia de vida, de amigos, de todo, o los buenos propósitos no pasan de ser una sutil hipocresía para con uno mismo. (—Cambiar de vida, tal vez. Casarse dicen. Pero, ¿con quién? Fíjate: una sola mujer; las demás ¡fuera! Noche tras noche. «No desearás la mujer de tu prójimo», «no codiciarás los bienes ajenos». En la vejez, bueno: castidad. Deporte, lectura, estudio. Voy al bar. Marfil. No, cambio de vida. La Toni. Fuera, fuera. Vade retro. Aire libre, salud. Espiroquetas. ¿Dónde voy? No quiero encontrarme a nadie. Treponema. Las seis y… A casa, no. Al estudio. ¿Solo? Y dale que dale a la cabeza… ¡Al Publi! Voy al cine Publi. Distracción. Volverse loco. Delirium tremens, digo, parálisis general progresiva. Al Publi; Pato Donald. Espiroquetas, tabes. No-Do.) Da la vuelta por la Diagonal y desciende por el Paseo de Gracia. Toda la ciudad parece querer converger sobre la Plaza de Cataluña, dorada por el sol de la tarde. La cúpula de la Telefónica —verde— y la de los Almacenes Jorba —gris— se destacan al fondo como una estampa familiar. Deja el coche parado en el centro de la calzada. Da una peseta al guardacoches que se ha acercado obsequioso y renqueante. A la puerta del Publi siempre hay gente, a todas horas; es el punto de cita de aquellos contornos; algunos lo hacen también a la puerta del Apeadero; pero sobre todo las mujeres prefieren el hall del Publi; es más disimulado y hay escaparates. Delante del Salón Rosa colocan una línea de mesitas en la calle; muchas señoras toman helados; algunos de estos helados son bonitos de ver. Entra en el cine y la refrigeración es tan intensa que se nota frío. Francamente frío. Se sienta en la butaca y… «la pieza, una vez bañada en ácido sulfúrico, pasa por esta cinta rotatoria que ven ustedes, hasta la sección de limpieza y pulimento, donde obreros especializados…» En el cine Publi hay mucha gente a pesar de lo absurdo de la hora y de lo hermosa que está la tarde, a pesar de las golondrinas que pueblan el cielo y esas deliciosas jovencitas que han estrenado su vestido de verano y andan por ahí. El cine Publi es el refugio de los que necesitan asesinar aproximadamente una hora; también es bueno para quien necesita olvidar algún problema por el mismo espacio de tiempo. Entre estos últimos está Carlos Pi, hombre mimado por la fortuna y envidiado por cuantos le conocen. CONFLICTO El doctor Camps tiene cerca de cuarenta años. Su padre fue un importante hombre de negocios de la ciudad, persona de gran empuje y positiva capacidad de trabajo. Se aficionó al juego (malas lenguas dicen que se aficionó a alguna mujer excesivamente cara). Tal vez descuidó un tanto los negocios o pudiera suceder que los tiempos que siguieron a la proclamación de la República fueran poco favorables para el comercio, lo que se llama una época de crisis. Lo cierto es que se arruinó. Los últimos años, fracasado y enfermo, los pasó con su esposa en una propiedad que milagrosamente pudo salvar del naufragio, una masía en la provincia de Lérida, a la cual, durante los momentos prósperos, no habían prestado la más pequeña atención. A pesar de este desastre familiar, Luis Camps pudo terminar la carrera. Era y es un hombre estudioso y dotado de especial intuición para la medicina; tiene lo que vulgarmente se llama ojo clínico, una cualidad casi indispensable para ejercerla con éxito. Aparte de ello ha viajado bastantes años, ha leído, ha seguido estudiando continuamente en los libros y en los hospitales. Durante la última guerra estuvo en Alemania, después en Estados Unidos. Ha aprendido mucho y sabe utilizarlo; cree en el organismo como unidad y en el paciente como ser humano. Está, paso a paso, rehaciendo el apellido que su padre dejó, socialmente, algo malparado. Su presencia es solicitada en las fiestas —party o algo así las llaman—, en las puestas de largo, en diferentes colonias veraniegas entre las cuales distribuye sus vacaciones, en partidas de bridge. Como dispone de poco tiempo, y aun porque posiblemente se aburre en estos lugares, se hace desear bastante. Las mamás lo elogian y las niñas le ponen muy buena cara. Es guapo y, sobre todo cuando se quita las gafas, se parece a cierto artista de cine. A las seis en punto termina su visita, y hoy el último paciente ha sido su antiguo condiscípulo de los Jesuitas —calle Caspe—, el abogado Carlos Pi. Ha tenido que comunicarle una mala noticia. Carlitos siempre fue algo alocado, sobre todo, un punto excesivamente mujeriego. Un hombre culto, refinado, selecto, pero que posiblemente por no haber sabido encontrar el amor se ha entregado a los más enervantes sustitutivos. A Carlitos es imposible explicarle qué es el amor, como a un ciego no se le puede describir la luz. Tampoco puede explicarse a un ser prosaico lo que es la poesía, y lo confunde con alinear unas palabras debajo de otras cuidando que su terminación obedezca a determinadas combinaciones y la acentuación a ciertas reglas. Algo parecido le ocurre a Carlos con el amor. Se quita la blusa blanca, se lava las manos una vez más y se pone la corbata ante el espejo; luego la chaqueta. (—Este Carlitos… ¡Una sífilis como una casa! Encajó bien, es bravo. Las cruces del amor, peligrosa condecoración. Jesuitas: no fornicar, no pensar en… no ir al Paralelo, no… Todo olvidado. Y… tenían razón, ¡caray! Tarde o temprano se paga el precio. ¿Infierno? Algo habrá. Conflictos. Amor al prójimo. Cristianismo. No matar. Diez Mandamientos. Código perfecto. La sangre. El hombre. Reacciones químicas, pura biología. La castidad. Hombre adulto. Fraile cartujo. Dios. «Mira, Carlos, yo creo que tú…» ¡Nada de sermones! Cuarenta años. Mi oficio: curar, curar, combatir la enfermedad. Curar. ¡Las seis y diez! De prisa. Raquel. En seguida.) Súbitamente saca un peine del bolsillo y se arregla el pelo. Tiene una gran frente, lo que se llama una frente despejada, aunque también se le podría llamar, por ejemplo, calvicie delantera. En la calle, ante el portal, hay parado un pequeño Renault gris y en el parabrisas un letrero en blanco que dice «Médico». Ostentar este letrero le da algunas ventajas al parecer. Se dirige hacia la calle de Aribau y asciende hasta la de Córcega; allí detiene el coche y consulta el reloj. Saca un cigarrillo y lo enciende. (—Supongo que será puntual. Como siempre. Ir al Tibidabo. Correrá viento. Tarde hermosa. Preocupaciones. Romper con todo. Venezuela… o México. Divorcio. Construir algo firme. Como chiquillos, me da rabia. Hay que romper algo. Todo tiene un precio que pagar. La sociedad. El hijo de Camps. Médico rural en… California. Míster Camps. Hijos, gallinas. ¡Vaya todo al diablo! Pero ¿y ella? Que si el Liceo, que si las amigas… ¡Valor! Mañana, pasado mañana, los años. Ya es la hora. Compraré Lucky. Tibidabo, la tarde. Como colegiales. ¿Me quieres, Raquel? Clandestinidad. «¿Pero siempre, siempre, siempre…? Ilusión. ¿Qué dirán? Nos vieron.» Sociedad. «Murmuran…» Dos bofetadas. Raquel, dentro, dentro. Lejos. Otra vez, nuevos, jóvenes, empezar la vida. Islandia. ¡Ay! «… la mujer de tu prójimo». ¡Qué caray, no es la mujer de nadie, es mía, mía! Las leyes. Raquel mía.) Raquel viene por la calle Córcega; su paso es vivo. Es una mujer hermosa, pero lo que más llama la atención en ella es su elegancia. Inmediatamente se mete en el coche, cuya portezuela ya había abierto Luis. El automóvil sube por la calle Salmerón. Esta calle también se llama la calle Mayor de Gracia y, en efecto, lo es. Gracia todavía es un pueblo enclavado en la capital. No es lo mismo ser barcelonés que ser graciense. La fiesta mayor de este barrio o pueblo es la más importante de toda la ciudad. Esta calle de Salmerón es un pequeño manicomio; muchos tranvías, muchos taxis, muchos autos y también camiones y hasta bicicletas. Por las aceras, peatones, hombres y mujeres. Las mujeres, sobre todo, abundan; pertenecen en su mayoría a la clase media y han salido a comprar, seguramente, o al menos lo parece, pues se van deteniendo ante los escaparates y entran y salen de las tiendas. La Avenida de la República Argentina ya es otra cosa. Aquí apenas hay tiendas y el número de tranvías es sensiblemente menor. Muchos de ellos acaban en Lesseps o tuercen hacia San José de la Montaña. Ella ha dicho que disponía de escaso tiempo, pero Luis ha insistido en que quería subir al Tibidabo: bajarán en seguida y la dejará en casa de unas amigas donde se ha comprometido a ir. Raquel y Luis se ven casi todos los días, y una o dos veces por semana él la espera en un pisito que tiene alquilado en la Bonanova. Se conocieron hace dos años en Tamariu; hace algo más de un año que son amantes. Muchas cosas les unen; desde luego, casi todas las que tienen relación con el espíritu y, ¿para qué negarlo?, con el cuerpo. Muchas cosas les separan; todas las que se refieren a la Ley, desde luego, y además esas barreras tan difíciles de saltar y que están formadas por lo que convencionalmente pudiéramos llamar monstruo social. Luis Camps ha llevado una vida bastante seria, aunque no haya sido un mojigato. Sus aventuras fueron en todo momento las correctas y usuales en un joven de la sociedad. Hace dos años conoció a Raquel y ha comprobado que no sabía nada de lo que se relaciona con el amor, ni con el sexo siquiera. Ahora cree firmemente en el matrimonio, no como contrato sexual, ni como asociación de conveniencia, ni como un refugio para solterones; no, ahora él cree en el amor como sacramento, cree en el amor y en la más rigurosa monogamia. Y ocurre que cuando, por primera vez, sabe lo que es el amor y cree en el matrimonio como algo más que una fórmula para mantener el equilibrio de la sociedad, es cuando precisamente no puede casarse. La carretera es hermosa y sube zigzagueando. La ciudad aparece, a veces, por la derecha, a veces por la izquierda. Se distinguen las calles alineadas camino del azul del mar. Raquel lo contempla todo jubilosamente. —Mira, Luis, eso es San Genis dels Agudells. Hay un cementerio muy bonito, un día me gustaría que fuéramos a verlo. —¿Sabes quién me ha telefoneado esta mañana? ¿A ver si lo adivinas? No, él no lo adivina. —Mari Rosa; cree, vaya, está segura de que va a tener otro bebé… (—Mari Rosa, aquella morenita. Otro bebé; el segundo. El tiempo, regalo de boda, dos hijos. Raquel tiene prisa. Regresaremos en seguida. Ver la tarde, siempre la tarde. Tiene ojeras, ¿estará algo triste? Hay que tomar una decisión. Parece que tengamos miedo… ¿Le digo lo de Carlitos? No, no, secreto profesional, es cosa de otro. ¡Qué buena tarde! Ese ruidito del motor… ¿Es? Aquí ella. ¡Cómo lo mira todo! Se deleita, ama la vida. Hermosas rodillas. «Amor, ¡cómo te quiero!, te adoro, Luis, ¡créeme!» Los labios, dolor, es amargo. Siempre, ella, aquí, conmigo. Retama, amarillo. ¡Cuidado! La curva… Se apoya en mí…) Hay una curva tan pronunciada que parece que no se acabe nunca. La ciudad cada vez se ve más abajo. El depósito de las Aguas, el Hotel Florida, la Atalaya, van apareciendo más grandes, más próximos. —Tendré que regresar en seguida. Luis, Luisito, ¿estás serio?, ¿estás triste? Él la contesta cariñosamente y retira una de las manos del volante para descansarla sobre la pierna de ella. —No, un poco cansado; ayer leí hasta muy tarde. Ya te dije que me han enviado el «Doktor Faustus», me está interesando mucho, cuando la termine me gustaría que lo leyeras. Ella le ha cogido la mano, pero ha tenido que soltársela, porque otra curva pronunciada le ha obligado a tener que prestar atención al volante. —Sí, la leeré. Recuerda que «La Montaña Mágica» me agradó mucho… Por la carretera baja una familia trabajadora que ha debido ir a comerse un arroz por aquellos contornos. Más allá una pareja abrazados por la cintura. Toca el claxon para que se aparten. Un coche americano les pasa a toda velocidad, con un ruido de aire desplazado, suave, veloz, elegante, indefinible. Ella le toma ahora del brazo, suavemente, para no dificultarle la maniobra. —¿Sabes qué estoy pensando? Que podríamos ir a Tamariu a pasar la noche de la verbena y el día de San Juan. ¡Me ilusionaría tanto! Puedo ir con Alicia, ya sabes que es de confianza. Habrá poca gente. Y, a fin de cuentas, me importa todo un cuerno. Luis la ha contemplado cariñosamente; hay en sus cejas como un falso reproche. —¿Tú crees? Sí que sería estupendo. Podríamos estar dos días. Hará buen tiempo. Por la noche iríamos a Aigua Xellida. Ya están llegando; por la carretera pasea gente, bastantes parejas, un señor viejo con un libro en la mano, unos niños con la madre. (—No iría mal. Aigua Xellida. Viaje, tres horas. Si nos ven me es igual. ¿Qué hacer con Alicia? Es violento. ¿Un amigo? ¿Pero quién? ¡A la porra! Su brazo en el mío; bíceps. Dulce… Raquel ¡aaah! Hay que resolver esta situación, parece un juego, camino recto; cadenas. Tamariu, la noche. Coro de pescadores —El Ninyo, L’Hermós, el Marqués—. Solos. Cal Patxei. Arroz, vinillo. Remar. Sol. Dos días…) Muchas veces ha decidido terminar con esta situación que es como una mordaza para su amor, como una barrera apretada que no le dejara desarrollarse, cumplirse. Pero la solución no es fácil. No hay que pensar más, de decidirse a dar un paso definitivo, en la carrera, en la sociedad, en los amigos. Habría que marcharse a otros países, a América quizá, y volver a empezar. Cuanto hizo hasta ahora, que fue mucho, cuanto alcanzó a fuerza de trabajo y tesón, quedaría esterilizado y en donde fueran a instalarse, el doctor Camps sería un aventurero, un emigrado; se volvería, a sus cuarenta años, un desconocido principiante. Este hombre posee grandes cualidades, pero le falta ese punto de locura arriesgada de la que su padre parece que anduvo excesivamente dotado. Han dejado aparcado el coche en la gran plaza del Tibidabo. Se acercan a la baranda. Apoyados en ella ven toda la ciudad. La ciudad está incandescente y los cristales de algunas ventanas dan reflejos de fuego. Cuatro, cinco, varias calles parecen converger hacia Colón. El aire, a veces, trae sonidos lejanos. Los paseos son como líneas verdes. A la derecha y a la izquierda, chimeneas. Al sur, el Prat, ubérrimo, y el faro del Llobregat. Ahí abajo, las vidas se cruzan, se chocan, se persiguen, y también se ignoran, se olvidan, o se desprecian. Es una ciudad laboriosa y sensible. A veces la sacuden seísmos, pero luego vuelve a la calma; la calma relativa de un lugar en que el trabajo es ley y las pasiones se encienden con facilidad. Él ha pasado la mano sobre el hombro de Raquel y se han mirado un momento; toda la ciudad está extendida a sus pies y parece que su música llega hasta aquí arriba. RAQUEL Luis la acaba de dejar en la esquina de la calle Bruch, pues es preferible que haga el resto del camino a pie. Sin ocultarse demasiado, mejor es que no les vean juntos. Ya se murmura algo, se rumorea, pero todavía no se sabe nada cierto y la sospecha apenas se formula en voz alta y nunca abiertamente. Por otra parte, tanto Raquel como Luis son muy estimados en el círculo social en que se mueven. Algunos hombres vuelven la cabeza para mirarla. Un señor, ya talludito, ha insinuado un discreto piropo, pero la frialdad de la actitud de ella le ha detenido sin que saliera completo de su boca. Era un señor con el pelo blanco, pero muy jacarandoso en los andares y que además de en la sangre, le florecía junio en la solapa. A ella le gusta despertar esa admiración, pero siempre que se mantengan a distancia. (—¡El vejestorio! Le veía venir. Se quedó helado. No hay más remedio que endurecer la mirada. Como moscas. Aparentar orgullo. Muralla. Luis, estaba preocupado. Lo nuestro. Hacer algo. Un escándalo. Su carrera. Malas lenguas. Dar el golpe. Lejos. Madrid, tampoco. Italia. Más lejos, América. Nadie sabría. Irse, hacer algo. Pronto. Verbena. Tamariu. El traje de baño americano; dibuja las formas. La playa, paseo, caricias. Los ojos encendidos. Ese joven me persigue. Costura media. Las amigas ésas. ¡Qué lata! Tamariu. Porrón. Hace dos años. «Tal vez lleguemos a ser grandes amigos.» Noche, su mano. Arreglarlo todo. Verbena, cohetes, hogueras; pescadores. Mañana telefonearé a Alicia. Está de luto. Juan seguro que no dice nada. Guardar las formas… ¡claro! ¡Estoy harta! «Que no trascienda.» Luis, su carrera, año a año; esfuerzo, posición, buen nombre, seriedad. «Anda en líos…» Hacerme fuerte. Hay que enderezar los errores. Dios no lo quiere. ¿Será eso posible? No comprendo que pueda ser pecado… La vida entera así ¡ni hablar! Lo arriesgo todo, pase lo que pase. La costura de la media debe ir torcida. Ese ya ha abandonado, parecen tontos. Bonito vestido aquella chica que…) Raquel va a casa de unas amigas, cuatro hermanas que se marchan a veranear a Torremolinos y de las cuales tiene que despedirse. Esta mujer pertenece a una familia que a través de unas cuantas generaciones de poderío industrial y económico ha conseguido refinamiento y categoría social que la permite parangonarse con la aristocracia, y aun está emparentada con ella por uniones matrimoniales. Forma parte, pues, de las capas socialmente superiores de la ciudad. Es recibida en las mejores casas y a su vez, en sus contadas fiestas, es visitada por lo más encopetado y linajudo del país. Tiene palco en el Liceo y el nombre de su esposo junto al de ella aparece en las crónicas de sociedad que tengan especial brillo. Se casó muy joven; era uno de los mejores partidos de la región y tenía numerosos admiradores que se sintieron, sin duda, defraudados ante la rápida selección que hizo bien asesorada por los padres. Se casó, y está casada, claro, con una persona de gran prestigio y considerable fortuna, como por otra parte correspondía a sus méritos. No ha sido feliz en el matrimonio, aunque esto no trascienda más que al plano de los íntimos, o de los murmuradores. Aunque no con mucha frecuencia, se les ve juntos a marido y mujer y, desde luego, jamás están separados en lugares en que la etiqueta exige lo contrario. En el Liceo, al lado del frac de él —uno de los más elegantes de la sala—, el escote de ella prestigia el palco. En la vida privada ya es otra cosa; sus relaciones son más que frías, y el lecho conyugal hace cuatro años que ha dejado de serlo. No puede decirse que se odien ni que se aborrezcan, casi se son indiferentes, pero es indudable que se necesitan. La sociedad en que viven ha tejido a su alrededor una madeja de la cual resulta difícil escapar. Ella vive su vida, dentro de lo correcto, y él, dentro de lo correcto y, algunas veces, fuera. Raquel no tiene mucha prisa en llegar a casa de estas amigas; cada día le divierten menos las amigas, la gente. Cada día se siente más absorbida por Luis, por su mundo, por sus problemas, como si estuviera fundiéndose en él, anulándose. Y lo más curioso es que siendo tan orgullosa, tan independiente, se deja llevar voluptuosamente por ese torbellino que amenaza aniquilarla como ente diferenciado. Podía haberle dejado el coche más cerca, pero prefiere, sin llegar a pasear, hacer un poco de ejercicio, andar. Sale poco de casa y casi siempre en automóvil; ahora, en esta deliciosa tarde, la calle es para ella como un nuevo juguete, primitivo, sencillo, como un plato de patatas hervidas para un devorador de ostras, como un huevo frito para el paladar acostumbrado a las perdices faisandées. Aunque aparenta no mirar, pues su posición social impone esta norma, el espectáculo de la calle la apasiona; la vida de todos está más cerca y uno se siente más humano. Se ama a los semejantes a través de uno de ellos, se quiere a uno de ellos a través de los semejantes. (—Me gusta andar por la calle. «Relojería.» ¡Qué horrible sombrero! «Carbonería.» Es mono el chiquillo. «El chiquillo del carbonero… —¿cómo es?— negro y reluciente como una moneda bruñida…», o algo parecido. Debo estar mona, o es que hay muchos desocupados. No miraré aunque me muera de ganas. ¿Y si no fuera a ver a ésas? Telefoneo luego y me excuso. No, ya estoy cerca, además, me he de despedir. Siempre explicarán algo divertido. ¡Qué malas lenguas! Proyectos. Tal vez se case en otoño. He de pensar qué debo decir para eso de Tamariu. Estaba hermosa la ciudad. Me he de probar el traje de baño. ¿Habré engordado? No creo; lo más un kilo. Haré un poco de ejercicio; equitación… Otra perfumería. ¿Tendrán Pretexte? «Horchata helada.» Sed. ¡Qué rica! Soy tonta, me da vergüenza entrar. Pediré agua de la nevera. ¿Tendremos buenos días? El mar un poco frío. Los pescadores. Un buen arroz de mariscos. Vinillo en porrón. Luis. Niky azul marino, brazos velludos. La espalda. ¡Qué coche más desvencijado! «Fotingo.» ¡Qué palabra! ¿Cuánto hará que no la había recordado…?) Seguramente pasará dos días en Tamariu con su amante, para lo cual ha de hacerse acompañar por una amiga confidente y aprovechar esta época, antes de que comience la temporada y pueda encontrarse gente conocida. Sabe que estos dos días será feliz, que serán felices. Pero a la vuelta de esta felicidad ha de restar un posillo de amargura y una sensación de plenitud no lograda, de situación falsa, de hogar frustrado. Es un extraño pesar, que la acomete sobre todo cuando regresa a su casa después de sus visitas al pisito de la Bonanova, que le hace darse cuenta de que esta felicidad que una hora antes creía tener entre los dedos, no era tan completa como el éxtasis de los sentidos o la proximidad del ser amado le habían, ilusoriamente, hecho creer. Ella aspira a realizarse plenamente en el amor de Luis y eso sólo tiene un medio que a su vez es objetivo; convivencia total, absoluta, por encima de normas, de leyes y de cataclismos. Está dispuesta a todo por conseguir esa felicidad antes que sea tarde y las canas la hagan imposible o ridícula. Está dispuesta a dejar su casa y, si es imprescindible, su ciudad, su círculo y su bienestar. Pero el pobre Luis, ¡ha luchado tanto por abrirse camino, por levantarse, por crearse un nombre, una fama! Y le ve tan vacilante… Ya está llegando a casa de las amigas. Como la falda que lleva es un poco estrecha no puede dar pasos largos, así es que la marcha es bastante lenta, aunque imprime a sus andares un ritmo vivo, mixto de paso militar y paso de danza. Por la acera le adelanta un mozuelo que corre con un paquete de periódicos bajo el brazo, y gritando a grandes voces: ¡«El Siero»! Se detiene un instante para vender un ejemplar que le ha pedido un transeúnte, pero inmediatamente continúa la carrera y la voz se aleja más allá de una esquina y se vuelve nostálgica como si el rapaz y sus gritos fueran símbolo de la rapidez con que la alegría pasa por nosotros. «¡El Noticiero! ¡El Sierooooo!» Su felicidad, dentro del matrimonio, fue de corta duración. Todo su candor que, contrariamente a lo que parecía, era mucho, toda su enorme ilusión, toda su capacidad de entrega, se derrumbaron en menos de un año. Aunque desde el primer mes creyó percibir síntomas extraños, bien por aferrarse a su dicha, bien por inocencia, bien por una delicada especie de cobardía, o por un poco de todo ello mezclado, no se desengañó completamente hasta un viaje que hizo acompañando a su marido a Madrid, donde éste tenía que resolver unos asuntos importantes en algún Ministerio. Se hospedaron en casa de un matrimonio francés que ella conocía relativamente poco, pero que eran íntimos amigos de su esposo, por haber sido ellos condiscípulos en un colegio de Suiza. Sabía Raquel que en las mesas es costumbre que los matrimonios intercambien las parejas, pero jamás hubiera sospechado que nadie, y menos su esposo, pretendiera llevar las bromas más lejos, aunque fuera al socaire de una botella o dos de champán tomadas en un ambiente que ella suponía de gentil camaradería. Este incidente fue motivo del regreso fulminante de Raquel a Barcelona y de algunas escenas desagradables. Pudo zanjarse el conflicto porque el esposo, que la aventajaba en bastantes años, en experiencia y en malicia, con el abogado defensor del champán y desvirtuando un tanto habilidosamente las pruebas, consiguió que el asunto, si no echarse a olvido, que jamás se echó, no provocara la inmediata disolución de la sociedad conyugal y el correspondiente escándalo. Luego ocurrieron más sucesos y aunque a ella no se le solicitó que tomara parte activa en los mismos, como esposa, tenía un papel pasivo y poco airoso en todos. Hay que reconocer que estos pequeños escándalos jamás tenían trascendencia pública y ocurrían en el mayor y más exquisito sigilo, pero las mujeres son muy duchas en el arte de adivinar. El rompimiento tácito se hizo crónico por una costumbre que nadie recordaba qué día comenzó. Hace dos años estuvo invitada en Tamariu en casa de una familia extranjera que había alquilado una casa para la temporada. Conoció a Luis Camps; los tres primeros días no le dio importancia. El cuarto, y último de su estancia allí, él la besó una mano sin que la cortesía lo exigiera estrictamente. Pretendía llevar algo más lejos su deseo, si bien ella, sin ofenderse, no se lo toleró. En Barcelona volvieron a encontrarse —tal vez por casualidad, pues tenían amistades comunes— y congeniaron mucho, muchísimo. La música, las lecturas, la forma de juzgar la vida, sus puntos de vista bastante libres y en contraposición con la sociedad que les rodeaba. Para ser francos hay que confesar que ella era un corazón en blanco, tenía un excedente de ternura que precisaba invertir en otro corazón, necesitaba a su lado la sensación-hombre. Percibir junto a ella olor a tabaco, notar un brazo masculino junto al suyo, sentirse un poco dolorosamente oprimida por ese brazo, experimentar que una voluntad extraña la sometía aun a pesar de su resistencia. Arreglarse para uno, no para todos; poder sentirse mujer absoluta, completamente, sin necesidad de avergonzarse. De pronto, Raquel, involuntariamente, ha vuelto la cabeza hacia la acera de enfrente; ya es inútil disimular, alguien le hace señas y cruza decididamente. La actitud de este hombre que se acerca es tan resuelta que su voluntad de seguir adelante queda rota. Se detiene y le espera. Le espera a pesar de ella misma, porque es tal vez la única persona en el mundo con quien no hubiera querido encontrarse. Es un hombre de unos treinta y tres años, con una boca grande, sonriente, los dientes blancos y los rasgos bastante enérgicos. Los ojos son simpáticos, atrayentes y en este momento, mansamente regocijados. No va ni bien ni mal vestido y ella misma no sabe a qué clase social pertenece. Le da la mano con franqueza casi deportiva y ella se queda algo turbada. —Te he visto desde lejos y no he podido resistir el deseo de saludarte. He estado tanto tiempo sin saber nada de ti que juro que no creía verte más en la vida. Ella apenas sabe qué responder, no siente antipatía por este hombre, pero al hallarlo, una sensación de incómodo malestar le ha sacudido la carne, o la conciencia. Con la mayor delicadeza le dice que es imposible que se vean y le ruega que no insista. No se puede decir que esté antipática con él, pero procura apartarle de su camino con todas sus fuerzas. Ese malestar no es más que en la conciencia; en la carne, al revés, un recuerdo turbador y vergonzoso parece como que le renueve una vieja simpatía hacia este hombre que con un puntito de tristeza en la mirada se despide de ella galantemente. Ahora se ha quedado pensativa, se ha estremecido, y está más confusa que nunca cuando entra en el portal de las amigas. Ni siquiera contesta al saludo del portero que con un chaleco de rayitas rojas y negras está tomando el fresco en la calle. (—¡Qué rabia! Ni me acordaba casi… He de contárselo a Luis. Aunque… ¿Y si no comprendiera? Todavía no le conocía… ¡Qué hombre fantástico! ¡Uu! Un diablo, sí, un diablo. ¡Qué noche! Y no me avergüenzo, es extraño. De pocas me destruye. A Luis no le conocía aún, no tiene derecho a enfadarse. Si yo hubiera podido adivinar el porvenir… Al fin y al cabo… Borracha. Ahora no me pasaría; seguro que no. Estaba tan sola entonces. ¿Por qué le encontraría aquella tarde? ¿Por qué hablaríamos y me invitaría? No le había visto desde la guerra. Hay que reconocer que la primera vez que le vi me impresionó. Sensación masculina. San Sebastián. «Mira, Raquel, es un compañero del batallón, tiene la familia en Barcelona y mamá le ha invitado a pasar el permiso con nosotros…» Yo tenía quince años. Luego cuando le volví a ver mi situación era tan triste… Desamparo. Pero… sus dientes. Su sonrisa. ¡Fantástica! ¡Ay, Dios! He de decírselo a Luis. No me abandonará por eso. Una vez en la vida. No sabía bien lo que hacía. Ciclón. Estaba borracha. No del todo, ¿eh? Mañana mismo se lo explico, no quiero secretos. Es un engaño si me lo callo. Ahora no lo haría aunque me mataran… Me gustó tanto aquella tarde, que enloquecí. Me dejé arrastrar. Bebí mucho. Muy hombre, empuje, valiente. Si no se lo cuento, toda la vida tendré la sensación de que le engaño. Olvido; hace mucho tiempo. Luis se enfadará, creerá más cosas… Se lo digo. A éste no le veré más. Desde luego que se ha portado como un caballero. Nunca más puede repetirse. ¡Qué boca! Me ha mirado intensamente. En San Sebastián ni se fijó en mí y yo rabié mucho. Pensaba siempre en él y temía que le mataran. Es mi historia. Pero todo ha pasado. Se borra. ¡Quiero tanto a Luis!) Cuando oprime el timbre, el corazón le late apresuradamente, está demudada. De pronto ha surgido un episodio de su vida que hubiera deseado olvidar (que no hubiera sucedido, pero de esto último ni siquiera está muy segura; lo que fue, fue). Este episodio irrumpe en sus actuales problemas, y los complica, los extravía, los desenfoca. Está absolutamente segura de que quiere a Luis Camps y está dispuesta a unir su vida a la de él, aquí o allí, así o asá, pero nunca ha tenido el valor de confiarle este secreto, el único que guarda, y eso le atormenta y le da una horrible sensación de inestabilidad, de miedo. Sabe que se lo tiene que decir, pero no se atreve. Luis es un hombre tan íntegro y confía en ella tan ciegamente. Pero la historia ocurrió hace más de tres años, cuando no se conocían, cuando ella era una mujer expuesta a todos los temporales, cuando sólo un milagro permitió que se mantuviera dignamente en la soledad que su hogar representaba para su cuerpo y para su alma. La casualidad, como en esta tarde, hizo que se encontrara con el hombre que acababa de cruzar la calle para saludarla. No le había visto desde que en el año treinta y ocho su hermano mayor le llevó a la casa de San Sebastián donde la familia de Raquel vivía temporalmente. Era un compañero de guerra y les habían dado permiso juntos. Pasó unos días con ellos y Raquel, que era casi una niña, se impresionó vivamente ante aquel soldado gallardo, hermoso, del que su hermano explicaba admirables hazañas. Se encontraron una tarde cualquiera, cuando ella tenía rotas todas las esperanzas. Se dejó invitar. La llevó a unos lugares a los que nunca había ido; bebieron. Conoció un mundo enervador y apasionante. Sintió que la cabeza le daba vueltas y que unos ojos masculinos, feroces casi en su intensidad, la arrastraban a un torbellino del cual no tenía fuerzas para escapar. Lo demás fue la locura, jamás ha vuelto a sentir nada parecido. Aquella noche —que la noche siguió a la tarde— se dio cuenta de que la máxima exaltación de la vida se acerca peligrosamente a la muerte. Hoy, otra vez se ha cruzado con este hombre, pero su situación es firme y definida. Por suerte, que no por precavida prudencia, ha resultado, al menos con ella, un caballero. Un instante, tal vez agitada por el agradecimiento a quien puede hacer mal y no lo hace, un eco lejano se ha despertado en las venas. Pero la conciencia ha trabajado dominando cualquier otro sentimiento y en las entrañas ha sentido el veneno voraz del secreto indebidamente guardado. Tiene que saber Luis toda la verdad, pase lo que pase. Y si le ha de hacer sufrir, es igual, que sufra; en el bien o en el mal han de estar unidos, y las faltas suyas, no sabe bien por qué norma de justicia es así, pero él también debe pagarlas. Las amigas salen a recibirla; Pili, Nena, Carmencita, Chelo. —¡Hola, Raquel! —¡Qué calor hace, chica! —¿Has venido a pie? —¡Qué guapa estás, querida, y qué bien te sienta el moreno! ESTE HOMBRE Este hombre que se ha encontrado con Raquel se llama Mas, Jorge Mas, exactamente. Hay quien dice que su padre fue bastante extravagante. A pesar de pertenecer a una familia acomodada, tomó parte activa en las luchas sindicalistas. Aunque lo supo muy poca gente, mató. Era de vivo genio y tenía unas ideas firmes. Contestaba con hierro al hierro. Cuando vino Martínez Anido se le hizo la vida muy difícil (por entonces Jorge tendría unos tres o cuatro años), y se alistó en el Tercio Extranjero que acababa de formarse en África. Desde allí escribía unas cartas pintorescas, hasta que un día se recibió un parte lacónico; había muerto «heroicamente» en acción de guerra. Años después, en una noche de borrachera, Jorge conoció a un viejo legionario, supo por él que su padre «murió como un tío», que era «un jabato», que era «un catalán con muchos bemoles», y otras cosas por el estilo. Al legionario no volvió a verlo, pues se quedó de dormida en un lenocinio, donde terminó la juerga. Su madre, que era una mujer hermosísima, casó después con un pequeño burgués que tiene un taller de reparaciones de coches. En estos últimos años el negocio ha marchado bastante bien. Jorge, por su parte, al margen del taller, realiza por su cuenta algunas operaciones en las que el riesgo no es el aspecto que menos le interesa. Se lleva bien con el padrastro; existe entre ellos como un statu quo cariñoso. Desde el principio ha sido así y jamás han discutido ni tenido el más pequeño roce. El padrastro es un hombre de negocios y por tanto buen psicólogo, y en el primer momento comprendió que a aquel niño de mirada profunda y mandíbulas apretadas había que dejarle en completa libertad. Las costumbres de Jorge son un tanto arbitrarias. Trabaja con su padrastro en el taller y, prácticamente, es quien lleva los asuntos de la oficina; pero no cumple ningún horario y, a veces, falta bastante a la puntualidad, o deja incumplida una cita que dio a un cliente. Él tiene su vida propia, muy personal, y rara vez compartida. En su aspecto, en su indumentaria mejor dicho, ha conseguido llegar a la máxima impersonalidad, o a la personalidad perfecta. Es imposible, a primera vista, ver si va bien o mal vestido, si es un señor, un obrero, o un hampón; parece un poco de cada cosa, según se le mire. Lo cierto es que ha logrado, aunque tal vez nunca se lo haya propuesto, no desentonar en ningún ambiente. En la misma noche se le puede ver en una taberna de la calle de Mediodía bebiendo con unos marineros, y a las pocas horas bailando en la Rosaleda con una niña «bien». Tiene amigos en el Hostalillo y tiene amigos en la Mamella. Amigos, pero menos, como se dice ahora. Le ha producido una gran alegría encontrarse con Raquel. En su vida la ha visto muy pocas veces. De cuando estuvo en su casa en San Sebastián, apenas la recuerda —una niña altiva, bastante mona, tímida—, y además él en aquellos días se dedicó preferentemente al vino y a la juerga nocturna. Pero la segunda vez que la encontró le ha dejado un recuerdo que le acompañará siempre. Difícilmente podrá olvidar el sonido enloquecido de sus palabras, el olor de su piel, el ambiente frenético de aquellas horas. Fue una tarde en que sus músculos y nervios se hallaban tensos, y tenía que descargar la tormenta. Jorge tiene algo de cazador, de perro de presa. Como un halcón observa su víctima y cae rápidamente sobre ella; la velocidad y la resolución de la acometida es tal, que difícilmente pueden resistirle. Además, sabe seleccionar sus víctimas; tiene como un extraño sentido que le hace ver las fallas y elegir el momento más oportuno para el ataque. De otra forma aquella tarde hubiera recibido un chasco. Para Raquel, aquellas tabernas andaluzas, aquellos lugares sórdidos, las mismas gentes absurdas que le presentaba: un carterista, un invertido, un estrafalario poeta, un borracho con grandes bigotes, todo ello era tan nuevo y tan misterioso, que le descubría unas américas turbadoras y fascinantes; todo ello del brazo de un arrogante y firme Cristóbal Colón. Bebieron mucho, recorrieron los antros más o menos visitables, los aptos para turistas y los no aptos. Iban los dos envueltos por una música excitante, como deslizándose por un camino fatal e irremediable. Fue una noche que él no olvidará nunca. Ha cruzado la calle de Trafalgar y se mete a través de un pasaje por las calles que rodean el mercado de Santa Catalina. El conoce los barrios de la ciudad vieja y se orienta fácilmente por estas callejuelas. Hay mucha gente; mujeres que compran, otras que regresan del trabajo, obreros, niños que juegan, vendedores y vendedoras ambulantes. En los escaparates de las tiendas se exhiben cohetes, buscapiés, petardos y toda la pequeña pirotecnia que ensordecerá las próximas noches. Los chiquillos ya han anticipado, en su impaciencia, el estruendo de la pólvora, y acá y allá se escuchan explosiones que hacen que las mujeres les increpen. Otros mozalbetes van pidiendo maderas y objetos combustibles que quemarán en una hoguera en la intersección más ancha de dos calles. Las verduleras exhiben los cajones con frutas, tomates y lechugas, y obligan a los peatones a bajar al arroyo, pues las aceras son sumamente estrechas; cuando pasa un carro, esta humanidad se ve forzada a constreñirse contra la pared. La gente habla en voz alta; a veces, se insultan dos mujeres, y cuando se acerca el guardia urbano —el guri—, las vendedoras ambulantes corren o se esconden en los portales. El cielo está muy lejos, es un cielo pequeño apresado entre los aleros de las azoteas. En la calle húmeda llena de cuerpos, de verduras, y de papeles pisoteados, un guirigay humano ensordece. Pasa un hombre con un carretón de mano. «¡Vooooy! ¡Ojoo, que mancho!»; una mujer gorda, grita: «Vendo pan, barretas, pan blanco.» En la esquina, un improvisado vendedor de sardinas las tiene sobre un cesto redondo y mientras sostiene la balanza con la mano, vocifera: ¡Sardina, fresca i vivaaaa…; Auuu, que bellugaaa! Dos niños se persiguen, y uno de ellos está a punto de derribar a una mujer bigotuda, que con extraña agilidad evita la caída, y aun, sobre la marcha, le arrima un certero coscorrón que hace gritar al golfillo. El otro se detiene y mientras se ríe maliciosamente del percance del compañero, le dice a voces: ¡Elis, elis… no m’atrapes…! Un hombre viejo protesta contra la «canalla» y de un portal, por donde asoma un cajón de alcachofas, sale disparado un pregón: ¡A ral, a ral l’escarxofa; compri, senyora, a ral només…! Todos estos sonidos se conciertan extrañamente en los oídos de Jorge, que avanza, con la lentitud que la masa impone, hacia la calle que busca. (—Humanidad al desnudo. Mal olor, y… ¡sin embargo!, gente que sufre, que goza, que ríe. Hombres y mujeres. Una cáscara de plátano. Chica hermosa; las piernas le fallan… Este crío es un barrabás, ya le robó el plátano. No, no lo vio la vieja. Pero… Raquel. ¡Qué estupenda estaba! ¡Es chocante! Aquella chiquilla de San Sebastián que me miraba algo embobada. Una real hembra. La mejor mujer de mi vida, no hay duda… «No, muchas gracias, no puedo aceptar tu invitación; tengo prisa…» Noté que tenía ganas de venir. «Estoy algo borrachita, algo nada más.» Manzanilla. «¡Qué cosas apasionantes!» «Dime, Jorge, ¿es verdad que me llevas a casa?» Por una mujer así se puede hacer cualquier cosa. Hace calor. Me parece que es la segunda travesía. «Otra copa, con pescadito de ése…» Su perfume. «Jorge, ¡qué guapo estabas vestido de soldado!» ¡Hombre! ¡Aquí han instalado una tabernita nueva! Estos barrios son así. ¡Vaya tía guapa! Huele a patatas fritas. ¿Quién sería el tipo que embarazó a ese monstruo? ¡Tiene narices! Me acuerdo bien… iba con un traje sastre oscuro. Su perfume. «¡Qué tarde es!» «Tienes los dientes muy bonitos.» Su carne entre los dientes. «¡Me mataráaas!» Caballos desbocados. «No, no… eso sí que no…» El abismo. Borracho. Copas, copas, copas. ¡Es la guerra! A dentelladas, locuras. ¡Qué mujer! Nunca más, nunca más… Ya podrían barrer estas calles. ¡Diablos! Ese tipo… me parece que es aquel… aquel que aquel día… Como me diga algo le sacudo. Hace como si no me ve. Bien, que se vaya.) Jorge marcha por estas calles hacia la casa de una antigua criada. Estuvo con ellos hasta que se casó, hace más de veinte años, con un obrero textil. La recuerda con especial cariño, pues cuando su madre se casó nuevamente, él se refugió un tanto en el regazo de esta Mercedes que fue compañera de sus juegos de infancia y víctima de sus travesuras. Actualmente, para ayudarse, ha aprendido a hacer camisas, y, mujer hábil y cuidadosa, las confecciona bien. Él va siempre a que se las haga, pues, aparte de que las hace bien, es una forma de ayudarla. También le encarga los pijamas y los calzoncillos y, si puede, lleva a algún amigo para que también le dé a ganar algo. Mercedes está envejeciendo, sufre mucho luchando contra todos los inconvenientes que la escasez, la carestía, y la dureza de los tiempos imponen a las clases modestas. No es que su marido sea malo; lo que pasa es que no es demasiado activo y le gusta pasar con los amigos un rato en la taberna; en la Bodega Salé, que está en el barrio. La madre de Jorge también la ayuda y le da a confeccionar las sábanas y otras cosas que le paga con largueza. Jorge Mas recuerda las épocas en que Mercedes le acompañaba al colegio, precisamente en un extremo de este barrio, y las diabluras de que la hacía víctima. (—Pasa el tiempo; era joven. Yo, colegio; clase quinta, cuarta. ¡Qué lejos todo eso! Y era yo mismo. Me gustaba hacer travesuras. ¡La pobre Mercedes! «Se lo contaré a la señorita…» «¡Ven acá… no te subas al farol…!» Parece mentira que uno mismo sea, que sea la misma persona. Y, sí, me noto que era yo. Parece absurdo, al colegio, pantalón corto…) Sube por la escalera alumbrada por una débil bombilla encerrada en una jaula de alambre. Huele a humedad de siglos. No está satisfecho de su vida. Él necesitaría algo más auténtico. A veces recuerda con nostalgia la guerra, donde un hombre se siente tal con un fusil en la mano y los pies bien asentados sobre el suelo. Piensa en viajes arriesgados, en misiones extrañas. Hay una época de su vida en que tuvo actividades verdaderamente emocionantes. De este punto no puede hablar absolutamente con nadie; todavía hoy en día sería peligroso el hacerlo. A él lo mismo le daba un bando que otro; fueron épocas intensas. Actualmente nota un vacío dentro, como si le sobraran unas fuerzas que quedan estériles. Por eso busca entre los contrabandistas, entre las gentes perdidas en los barrios equívocos, entre los presuntos matones, una ocasión de pulsarse, de ver si todavía tiene el arranque de antes. Por eso ve una mujer y la desea, más por quebrar su resistencia que por gozarla. Por eso recuerda la aventura con Raquel, y por eso, también, recuerda aquellos meses que vivió con una mujer del Cambriles en una casa de la calle Robadors y en la habitación contigua se escuchaba el ronquido de la madre que vendía el cupón en la calle San Pablo. Aquella mujer la ganó de un botellazo una noche de lluvia en que fue a tomar unas copas por Atarazanas. No era guapa, pero llevaba el sello de la autenticidad, de la raza; era un potro fuerte y peligroso. La chica del Cambriles ha prosperado mucho; actualmente trabaja en el Bolero. Es la única mujer en su vida a quien un día abofeteó bárbaramente. El rellano está oscuro; a tientas busca el picaporte, una pequeña manecilla de hierro fundido. Por fin abre Mercedes y le recibe cariñosamente; le pregunta por su madre, por «el señor». Dice que ya tiene terminadas casi las dos camisas; la semana que viene estarán listas; ha tenido mucho trabajo. Él se sienta en una silla de paja y conversa un rato. Ha hablado con el patrono de la chica, cliente del taller, para ver si la pasa a la sección de Ventas; se gana más y hay más porvenir. La madre reconoce que la muchacha es un poco paradita, pero así se espabilará. Jorge enciende un cigarrillo y la mujer le trae en seguida un cenicero desportillado. Al cabo de un rato se levanta y se va. Que no deje de mandarle las camisas; va a irse fuera unos días y está mal de ropa. —Adiós, Jorge; dile a mamá que iré a verla; llevaré yo misma las camisas. Dile que recibo unas judías muy buenas. Me las traen de fuera y están bien de precio. —Adiós, adiós. —¡Cuidado; no te caigas por la escalera! No se ve apenas… Otra vez en la calle; ahora marcha por distinto camino y sale a la calle Princesa. Un hombre con voz cascada salmodia: ¡La Prensa! ¡El Siero! En la Vía Layetana baja al Metro. (—Voy al Jandilla. Algo saldrá. Aquellas dos chavalas… hay que atacarlas hoy mismo. Son amigas de Manolo. ¡Buen pájaro! Tomaremos unos chatitos… Manolo es buen elemento. ¿Habrá liquidado el «pufo» que tenía en el mostrador? Algo haremos. Yo prefiero la bajita, tiene más clase. Ando mal de fondos.) En el Metro se coloca en el primer vagón. Las vías se van abriendo bajo las ruedas y el reflejo del faro. Al fondo, la estación es un halo de luz fantasmal que se aproxima. MERCEDES Ahora ha adelgazado mucho. En sus tiempos fue una moza robusta y aunque en rigor no podía llamársela guapa, se llevaba a los hombres de calle. Algunos domingos iba a bailar al Globo, pero si se enteraba la señorita se enfadaba. A los catorce años entró a servir con la señorita y con ella estuvo hasta que se casó, por el tiempo de la República. A Jorge le quiere mucho; cuando era muy pequeño le explicaba cuentos; los mismos que a ella le explicara su abuelo —«el padrino»— cuando vivía. Era un chico muy travieso, pero de buen fondo. Cuando le llevaba al colegio, enfrente del Palau de la Música Catalana, la hacía sufrir mucho. Siempre andaba de pelea con otros muchachos; un día tiró un tomatazo a un señor y tuvieron un disgusto serio; otro día le atropelló un automóvil por cruzar corriendo, y, por fortuna, no le pasó nada, y aunque quedó dolorido, acordaron no decirlo en casa para evitarle el disgusto a mamá. Su marido gana poco jornal. No es como otros que por lo menos cobran horas extraordinarias; en la casa donde él trabaja, con ser muy importante, dice que no hacen nunca más turno que el normal. Como está delicado, algunos días no va a la fábrica y le descuentan el jornal. Es buena persona y le da casi toda la semanada y sólo se reserva unas pesetillas para tomar un vaso en Casa Salé y para comprar tabaco. Tampoco cobra el «plus de carestía» y eso resulta aún más extraño, pero es mejor no decirle nada porque se enfada. La hija está en unos almacenes, de empaquetadora; ahora los señoritos han hablado al dueño para que la pase a dependienta; hay más porvenir. También tiene un hijo, que trabaja de ebanista. Habla poco, es taciturno y nunca se sabe qué lleva dentro de la cabeza; cosa rara a los veinte años. Cada semana le da cien pesetas, pero cuando la niña estuvo tan enferma y tuvieron que empeñarlo todo, el hijo le entregó mil pesetas; se ve que, aunque callado, tiene buen corazón y es ahorrativo. Las camisas están sin empezar aún, pero las hará en seguida, aunque tenga que quedarse una noche sin dormir. Los señoritos son muy buenos y con disimulo le echan siempre una mano. Son señores de los antiguos, de los que van quedando pocos. Ha entrado en la cocina a poner a la lumbre una olla de col con patatas. Es una olla de barro, quemada por los bajos, y con dos pequeñas asas. Resulta la comida más buena en estas ollas que en los cacharros de aluminio. El carbón es malo, está algo húmedo y arde con dificultad. La ventana de la cocina da a un patio. De los pisos altos sale una voz chillona que canta: No me digas adiós / dime sólo hasta luego… También se oye una máquina de coser que pertenece a la costurera del segundo, la que está casada con uno de la Policía Armada. De otro piso, una voz masculina llama: «¡Encarnaaa!», y Encarna no debe oírle porque la llamada se repite varias veces, hasta que un «¿Queeeé?» prolongado termina el monólogo a voces. A los hombres les gusta cenar temprano porque luego salen a tomar el fresco un rato; el chico ha dicho que iría al cine Manila, donde, además de la película, hacen Variedades. Esta mañana ha comprado una libra de pescadilla en el mercado de Santa Catalina; un bocadito apenas, pero cada día se pone todo más caro y es una lucha la que hay que sostener para alimentar cuatro bocas, aunque ella con cualquier cosa puede ir tirando. (—Carbón mojado. Humo. Una col, cuatro pesetas. Si pudiera conseguir una guía… Hay dos barras de estraperlo. ¡Comen tanto los chicos! Han de crecer. Las camisas las hago mañana sin falta. Llevaré judías a la señorita; cargaré dos pesetas por kilo; bueno, tres. ¡Este hombre!… no le creo. ¡Hum! Una casa tan importante y dice que no pagan «carestía de vida». No soy tonta. Jorge está muy guapo. Han ganado dinero. Es sencillo él. Ya no quedan señores de éstos: «Mercedes, vete a acostar.» «Tómate otro huevo…» «Ponte este vestido…» «No trabajes tanto; ya lo harás mañana, mujer…» Era muy buena. Iré un día de estos. ¡Este carbón! Seguro que ya está en la taberna. Ahora será vendedora. A ver si se le quita la vergüenza. Gastará más calzado, pero ganará más. Puede salirle un buen novio. Medio porrón de vino y basta. Ya bebe con los amigos.) Por el patio sigue monótono el ruido de la máquina de coser y ahora son dos vecinas las que hablan de ventana a ventana: «Dicen que mañana no habrá carne.» «Se la debe comer toda el gobernador.» «La semana pasada fui a Reus a por aceite…» Otra vez la voz: «¡Encarnaaa!» La palpitación de la casa entra por la ventana del patio; es como si todos los vecinos vivieran juntos, y más aún durante el verano. Por la noche se escucha hasta la tos gargajosa de un viejo que hace más de un mes que no se levanta de la cama; parece que se va a morir, pero ya ni la familia le hace caso; cuando vaya de verdad, que avise. Mientras la verdura cuece, se sienta en una silla en la misma cocina y se pone a zurcir calcetines. El hijo rompe muchos; se diría que lleva clavos en el talón. El marido, en verano, usa alpargatas y así ahorra calcetines. (—Coser luego la camisa. ¡Qué tomates! ¿Qué hará ese hijo mío? Me preocupa. Mañana fregaré la habitación. ¡Ay, qué vida, Señor! Este mes no me llega el dinero… La luz vendrá mañana. Si acabo las camisas antes del sábado, las llevo. Sesenta pesetas. Todo sube. Ya es hora de que llegue la Carmeta. Cierran a las siete y media. Y ese zángano, hablando de política; mucho palique. Este pinchazo en la espalda. ¡Ay cielo santo! Tendré que comprarme unas alpargatas. El domingo podríamos ir a casa de la Francisqueta; tomar un poco de aire, respirar. Ahí están friendo sardinas. Ese calzonazos en vez de tanto llamar a su mujer podría vigilarla mejor; ¡es un escándalo! Voy a limpiar el pescado. Primero termino este calcetín. ¿Habrá visto ese delantal sucio detrás de la puerta? ¡Ay! Con lo pulido que es Jorge. Y no se casa… Es joven. Psé; lo menos treinta y… cuatro. Sí, porque… Los habrá cumplido en mayo. ¡Era un demonio! ¿Dónde he puesto las tijeras?) Al terminar de zurcir los calcetines se pone a limpiar las dos pescadillas que ha comprado para la cena. Luego las parte en cuatro pedazos: uno pequeñito para ella y el más grande para el hijo. Llena medio porrón de vino y guarda la botella en la alacena. No es muy bueno, pero cuesta tres cincuenta el litro. Cuando estaba con los señoritos se lo traían de Gélida en garrafas y sólo valía cincuenta céntimos. La verdura bulle cantarinamente dentro del puchero y la tapa, de metal negro, baila al compás que le marca el vapor. Hace años que la vida de esta mujer es siempre igual. Es joven todavía, pero está marchitándose, agotándose. Suerte que tiene una salud firme, y aunque a veces siente dolores en la espalda, no se queja jamás. En todo el día apenas se sienta unos minutos y es la última en acostarse por la noche y la primera en levantarse por las mañanas. Tiene que preparar el desayuno a los hombres, y luego a la chica, que se levanta algo después que ellos. Desde el día de Reyes no ha ido al cine; a ella le gustaba mucho antes y ahora va solamente una o dos veces al año; además son muy caros. Los chicos van con más frecuencia; ahora que son jóvenes, que disfruten; luego ya les llegará la hora de sufrir. Son trabajadores y buenos. ¿Qué más puede pedir ella? De joven tenía la cabeza llena de pájaros y creía que la felicidad era así como un placer físico; ahora ya no piensa en eso; trabajar y gastar poco para que el dinero llegue hasta el último día, eso es lo que tiene que hacer, y dejarse de pamplinas. Los muchachos es otra cosa; para ellos es la vida. Oye unos pasos por la escalera. Ha dejado la puerta entreabierta para que penetre un poco de aire. Los pasos que suben los conoce. Son de su hijo. Asoma la cabeza por la puerta de la cocina y ve que ha entrado ya. El hijo emite un sonido que debe ser saludo y entra en su cuarto. Allí le oye revolver cajones (siempre cierra con llave la cómoda; no sabe qué guardará en ella). Al cabo de un rato se asoma a la cocina y le dice que regresará pronto a cenar. Cierra de un portazo y nuevamente se escuchan sus pasos por la escalera. (—Siempre serio. ¿Qué pensará? A los veinte años yo cantaba, reía siempre. No vive tan mal; su ropa limpia, su comida en la mesa, su buena cama; va al cine, tiene cinco duros en el bolsillo. Parece enfadado. Nunca dice nada: «Mamá, voy aquí; mamá, voy allá… Mamá, trabajo en esto… Un compañero ha dicho… Hay una chica que me gusta…» Nunca dice nada; calla, calla. Es bueno, pero calla. Estoy un poco sola. Suerte de la nena. Una ha de trabajar y callar; quieres hablar, no te dejan. Cenan como si se hubiera muerto alguien. «Calla, mujer, no hables tanto…» «Dicen que el Ayuntamiento hará que baje el precio de la carne; dicen que van a dejar libre el pan; la Encarna estuvo en el portal besuqueándose con un mecánico; podrías arreglar la bombilla del retrete; mañana voy a ver a la señorita…» «Calla, tengo sueño.» Media vuelta; como si fuera un madero. Con los amigos, venga hablar. Arreglan el mundo. Yo, como si estuviera viuda. «Tengo sueño.» ¡Valiente vida!) Levanta la tapa del puchero y aspira el vapor que sale; echa dos puñaditos de sal. Con el soplillo da un poco de aire al fogón y saltan unas chispas diminutas, juguetonas, como un preludio minúsculo de los fuegos de San Juan. Utilizando el borde del delantal se enjuga el sudor de la frente. Por el patio huele a aceite frito y ahora se oye una radio: «Han escuchado ustedes al eminente cantante Antonio Machín que nos ha deleitado con Angelitos negros. Para los metales, use Netol. N-e-t-o-l. Señora, use Netol.» Llora un niño en otro piso y la misma voz de antes: «Encarna, ¿adónde vas? ¡Que te quedes aquí, te digo! ¡He dicho que te quedes o…!» Suena un portazo que se oye simultáneamente por el patio y por la escalera. De una jícara con el asa rota echa en la sartén aceite frito, aparta la olla a un lado y coloca en su lugar la sartén. Está anocheciendo allá arriba, y una nota melancólica resbala por las sucias paredes de este sórdido patio hasta alojarse en el pecho de esta mujer que, sin saber por qué, suspira. SER O NO SER Ha visto a su madre en la cocina, como siempre, luchando con el carbón, con el aceite, con el dinero en suma. Siendo rico no hay problemas. La casa huele mal, a humedad, a vejez, a col. Está un poco nervioso. Por si acaso la madre intenta fisgar, ha cerrado la puerta de su cuarto. Luego ha abierto cuidadosamente el cajón de la cómoda, ha sacado una «Star» del nueve largo, y se la ha metido en el bolsillo del pantalón. Ha vuelto a cerrar la cómoda y ha guardado la llave. Al salir por la puerta del piso ha recordado que su madre la tenía abierta; ¡hace tanto calor!… Anda de prisa por la calle; de prisa y sin fijarse en nadie. Ya han encendido los faroles y todavía queda en el cielo una luz rosácea. El teatro y el cine que hay en la plaza Urquinaona, resplandecientes de luces, lanzan hacia la calle la tentación de sus reflejos. En la parada del autobús hay dos o tres personas haciendo cola. Está desasosegado, tiene prisa, tiene miedo, siente un malestar que no le deja tranquilo. Viene el autobús. Baja un pasajero y el cobrador no deja subir más que al primero de la cola. El segundo intenta entrar y aun pone el pie en el estribo, pero el autobús no arranca hasta que la discusión termina, y el pie vuelve resignado al suelo. Por la calle de Junqueras se ve ascender otro autobús. (—Este no vendrá tan lleno. Bajaré en la Diagonal. Hacia la calle de París, por la carretera de Sarriá. Casas nuevas; unas obras. Buscaré bien el sitio. Siete balas. Poca vigilancia. Hora tranquila. Una carrera. Serenidad. Fusilaron a uno. Un buen golpe y descanso unos meses. Nadie puede sospechar. No cambiar de vida. Los cogen por idiotas. Hay que salir de este agujero asqueroso. Como en Chicago. Dólares. ¡Hands up! Al que se mueva lo frío. Sudo un poco, es el calor.) El autobús va por las Rondas; la marcha no se acelera hasta que toma por la calle de Balmes; va lleno. Algunas veces pasa ante las paradas sin detenerse y la gente de la cola gesticula airada. En la montaña del Tibidabo se ha encendido una hilera de luces que trepa hasta la cúspide. A lo largo de la calle se iluminan las señales rojas, verdes y naranjas, y suena el timbre que anuncia los altos. En el anochecer se destaca la manga blanca y el salacot de los guardias de tráfico sobre el asfalto negro. En la Diagonal se apea. Un poco más allá toma una calle transversal y se dirige hacia la calle Londres y la Carretera de Sarriá. Más de dos años le venía bullendo la idea en el cerebro. Está harto de tanta pobreza, de tanta lucha mezquina para mal vivir. Está harto de ver a su madre desarreglada y a su padre en la taberna. Está harto de ver a su hermana fea y mal vestida para acabarlo de estropear. Está harto de trabajar como ayudante de ebanista y saberse condenado a dejar los dedos a trozos en la tupí y pasarse la vida respirando serrín, para tener luego una mujer como su madre y una hija como su hermana. Ha decidido, y ya lo ha puesto en práctica tres veces, jugarse la vida a una carta; arriesgar todo lo que haga falta, pero salir de esta existencia que le ahoga. No le falta valor y lo ha comprobado. Está dispuesto a todo, obstinadamente resuelto a matar o a morir si es necesario. Desde luego que mientras tenga una bala en el cargador a él no lo cogen, eso por descontado. Ha pensado mucho; cada golpe lo piensa mucho. Se pasea varios días por el lugar que elige y pesa y mide todas las circunstancias, incluso la escapatoria, por si algún día le fallara. El cine le ha dado muy buenas lecciones para este peligroso oficio en el que un minuto de suerte puede resolver su problema. Cuando «trabaja» adopta sin proponérselo las actitudes que ha visto en los gangsters de las películas. El primer golpe, hace tres meses, fue rápido y audaz; le salió bien; más fácil de lo que esperaba; y sacó quinientas pesetas, unos pendientes y una sortija que debe ser bastante buena. Todo, absolutamente todo está guardado en uno de los cajones de la cómoda; hay que ser muy precavido pues la Policía observa mucho. A las dos de la madrugada, esa primera noche, se apostó en una calle relativamente estrecha, por donde salen las parejas de un hotel de amor que tiene la entrada principal en otra calle. La mayor parte de ellas lo hacen en coche. Sin embargo, no tuvo que esperar mucho tiempo. Aprovechando el hueco en sombra de un farol apagado, se les acercó y les encañonó con la pistola. Se quedaron como embobados. Él era un hombre ya de alguna edad y de pocos arrestos; ella una mujer sin nada de particular. Le hizo que se quitara los pendientes y la sortija, y también se quedó con el bolso, aunque lo arrojó un poco más allá, después de haber sacado las escasas pesetas que llevaba. En la cartera de él había quinientas. Se quedó junto al farol apagado y con amenazas les hizo volver a entrar en el hotel, advirtiéndoles que si asomaba alguien la cabeza en cinco minutos, dispararía. Le fue fácil alejarse porque se quedaron con tanto miedo que daba asco. Esta noche es la cuarta vez que lo hace. Por aquí hay un grupo de casas nuevas donde viven gente rica, pero las calles están sin terminar de urbanizar; hay cercas, solares, zonas sin alumbrado y facilidades para la retirada que es, quizá, lo más difícil en estos casos. La noche ha cerrado. Ya está en el lugar elegido: un espacio obscuro de unos treinta metros. Nada se ve desde la calle que cruza y que está bien iluminada; lo ha comprobado estas noches pasadas. Se para un minuto y simula encender un cigarrillo. Palpa con la mano derecha la pistola; el tocarla le comunica una gran seguridad y sabe que puede estar confiado. Son siete balas que está dispuesto a utilizar si llega el caso. Viene un hombre; parece bien vestido. Vuelve a tocarse el bolsillo. (—¿Sí o no? Llevará dinero. Parece rico. Salió de ahí; casa buena. Distraído. ¡Va! ¡Ahora!) Ha sacado rápidamente la pistola. El transeúnte ha dado un paso atrás. Es relativamente joven. Lo mira ceñudo. No parece asustado, aunque se ha puesto algo pálido. «El dinero, ¡rápido! Ojo las manos. No, no tanto, que no le note nadie.» El otro está completamente sereno pasada la primera sorpresa. «No llevo dinero.» «¡La cartera en seguida, sin moverse o disparo!» Las palabras salen tajantes, severas, se adivina resolución y un lejano fondo de miedo que aún las hace más temibles. «No merece la pena: llevo poco y los documentos me hacen falta.» La voz del transeúnte es seca, irritante. «¡La cartera al suelo, sin conversación!» El dedo se le crispa sobre el gatillo y está a punto de apretarlo; hoy se ha puesto más nervioso que otros días, pero consigue dominarse. El otro, lentamente, saca la cartera y la arroja al suelo. Por la calle que cruza algo más allá se ven pasar los transeúntes y aunque ya comprobó que no pueden verles y la postura es bastante disimulada, le espolea la prisa de acabar de una vez. «Todo el dinero que lleve encima. Tengo prisa y no me importa disparar. Pocas bromas» El otro le contempla lleno de rabia. «No llevo más; pero si eres tan guapo, ven a registrarme.» Los dos se miran a los ojos; están crispados como dos gallos de pelea, como dos arcos tensos a punto de soltar la flecha. «Vuélvase de espaldas», le ordena; y entretanto se agacha a por la cartera. «¡Métase en ese solar y camine hasta el fondo sin volver la cara!» El transeúnte empieza a volverse despacio, espía el menor fallo del otro para saltarle encima, pero el chico está lleno de una resolución homicida que le hace peligroso. «Si fueras un hombre de veras tirarías la pistola y yo no llamaría a los guardias; te juro que me ibas a devolver la cartera y a pedirme perdón de rodillas. ¡Cobarde!» Luego, obedeciendo, empieza a andar por el solar lleno de escombros. (—Mal sujeto. Decidido. Si se vuelve lo achicharro. Igual si grita. Le casco. Saldrá persiguiéndome. No perder ni un minuto. Si pudiera le enseñaba yo a no faltar. Ya está lejos… ¡A las tres!) Da media vuelta y sale corriendo a toda velocidad, a la máxima velocidad que permiten sus piernas. Entretanto ha guardado la pistola. Gira por la primera calle y la gente le mira algo extrañada. No se ve por allí ningún guardia. Da vuelta por la otra calle sin parar de correr; luego cambia de nuevo la dirección y afloja la carrera. Atraviesa otra zona a medio urbanizar. A lo lejos ve un tranvía y corre hasta alcanzarlo. Se sube a toda marcha. Dos paradas más allá desciende y toma otro que va en dirección contraria. Entra dentro y se sienta disimuladamente. El pecho le jadea y está sudándole todo el cuerpo. Siente una gran flojedad en las piernas y la garganta atrozmente seca. Mira por la ventanilla y no ve nada anormal: el farol rojo de una farmacia, una pareja del brazo, una niña con un perro. Un poco más allá baja del tranvía, y anda a pie dos o tres travesías. Otro tranvía; por último el Metro. Ya se ha ido serenando. En la plaza del Ángel entra en el bar y toma una cerveza. Lía un cigarrillo y se va hacia su casa. En un bolsillo lleva la «Star», en el otro la cartera, que no ha podido mirar todavía. Al llegar a su casa huele a aceite frito. La hermana está en el comedor planchando su ropa interior. El padre no ha llegado aún. Entra en su cuarto y se encierra. Guarda la pistola y cierra el cajón con llave. Luego saca la cartera. (—Caray, ¡qué mal rato! Si llego a disparar… ¡Qué susto! ¡Un tío bien puesto! No querría encontrármelo. A ver… Doscientas, trescientas. Poco. Nada más. El retrato de una chica. Un carnet. Bueno, no me interesa. Tarjeta de tabaco. No me sirve. Más retratos, una factura. En fin, poca cosa. Mal elemento. No ha gritado. Creí que iba a acabar mal. Le casco, desde luego. Mañana la tiraré a la alcantarilla. ¡Trescientas cochinas pesetas…! Y ¡juégate el cuello!) Por la puerta entra la voz de la madre. «¿Qué haces ahí encerrado?» Guarda todo y sale. «Madre, sácame la cena en seguida. No voy al cine. Quiero acostarme temprano. Estoy muy cansado.» Sí. Está cansado de todo. De su casa, de su madre, de su ciudad, de su oficio. Está asqueado hasta de esta nueva vida que lleva y que no le acaba de satisfacer. Está terriblemente cansado en la encrucijada de sus veinte años. «UN AUTRE PLEURE EN MOI» En el recibidor blanco, impoluto, nuevo, del piso recién estrenado, Asunción le ha dicho que no vuelva a estas horas; puede venir el amigo y encontrarles. Él no tiene miedo a estos encuentros de vodevil, pero a ella se le plantearía un insoluble problema económico. Ya ha anochecido. Irá a pie hasta Muntaner y allí tomará el tranvía. (—Tiene razón. Le retiraría la subvención y… ¡menudo problema! Yo no puedo ni mil. ¡Cuatro mil! Nada, es mejor cuando ella me avise. Claro que a ese tío, si me dijera algo le rompía la cara; un cobardón, seguro. No me gusta ir con tanto dinero encima, pero dar un talón es arriesgado; un rastro. Deben ser las ocho y pico. ¡Eh! ¿Qué? ¡Ya está!) El cañón de la pistola a un metro de su cuerpo. Es un nueve largo «Star», no hay duda. (—Me coge sin defensa. Es un tipo resuelto, cuidado. Si vacila me abalanzo. Doce mil en el bolsillo de atrás. Menos mal que llevo poco en la cartera. Tranquilidad.) No tiene más remedio que entregar la cartera. Una rabia inmensa le reconcome; tiene los dientes apretados; se ve vencido, impotente, y lucha y se resiste a pesar de su inferioridad; casi busca que le dispare. Odia esta situación, no poder combatir, no poder defenderse. (—Aquí, ¡aquí llevo doce mil! ¡Atrévete, acércate y te mato! Anda, ¿por qué no vienes, guapo? Aquí están; ¡pero hacen falta más redaños!) Tiene todos los músculos en tremenda tensión; está a punto de lanzarse sobre el otro, pero le ve obstinado y sabe, lo lee claramente en sus nervios, que es capaz de disparar, que disparará. Tiene que andar hacia el fondo del solar bajo la triple mirada de los ojos del atracador y del cañón de la pistola; aguza todos los sentidos por si puede percibir en qué momento va a escapar y cuál es la mejor ocasión para perseguirle. No dará voces. Le detendrá él mismo; le vencerá. (—¿Qué hace? Está ahí. No diré nada a nadie. No me ha podido robar. Doce mil pesetas aquí detrás. ¡Idiota! Mejor no decir nada a la Policía. Demasiadas preguntas tampoco me convienen. «¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Conoces a tal o a cuál? ¿Qué hiciste ayer?» No; yo mismo le pescaré. Aún está ahí. Noto el cañón en la nuca. ¿Ese ruido? Un paso más y me vuelvo. Si dispara me tiro al suelo. Un pa…) Da media vuelta rápidamente y ya no ve al atracador. Va a correr pero se engancha con una tela vieja de somier y está a punto de caer; tiene que detenerse para arrancarla de la vuelta del pantalón donde se ha enredado un alambre. Cuando llega a la calle ya no divisa al otro. Da unos pasos hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y por fin corre en dirección a una de las calles transversales. No se ve a nadie, o mejor dicho, no se ve a la única persona que puede interesarle en este momento. Toda la ira del mundo le rebota por dentro del pecho. Las manos le están temblando y lleva las quijadas tan apretadas que le zumban las sienes. No dirá nada a la Policía. No quiere que le pregunten demasiadas cosas; no le interesa que se enteren de dónde salía hace un rato, ni de muchos aspectos de su vida privada que no importan a nadie. Además, la Policía tampoco lo va a encontrar. A él se le ha quedado bien fija la imagen del joven atracador. Le buscará toda la noche. Seguramente andará por ahí gastándose su dinero; posiblemente por la calle Conde del Asalto o la de Escudillers; tal vez vaya al «Barcelona de Noche». Recorrerá todo el barrio hasta que dé con él, y cuando lo encuentre, lo machacará. Felipe Asensio es un hombre duro, valiente, decidido. Él mismo se hace su ley y no necesita que nadie le defienda. A él le han robado; él castigará. Es camarero en un restaurante elegante y hoy era su día libre. Se gana bastante bien la vida; el sueldo no está mal y dan grandes propinas; sobre todo por las fiestas como las que se aproximan. Además, los clientes siempre compran tabaco; ahora vuelven a comprarle a él los puros habanos porque no los hay en los estancos. Todo eso deja buenas ganancias. Algunas veces le piden cosas más complicadas y peligrosas, pero que también dejan más beneficio. Posee unos ahorros y un día u otro instalará un pequeño bar por su cuenta. Tiene amigos, y esos pequeños bares en la parte alta del Ensanche, con pocos clientes, pero buenos, de los que toman ginebra holandesa y whisky de contrabando, de los que piden de eso otro y tiene sus tejemanejes, suelen ser un saneado negocio. Luego, que si uno vende un coche; que si la amiga de otro necesita un abrigo de pieles; que «mira a ver si me vendes este brillante». Hoy mismo llevaba encima doce mil pesetas, y menos mal que ha tenido la precaución de no meterlas en la cartera, sino en el bolsillo de atrás del pantalón. Claro que si las lleva en la cartera, a él le matan, pero no las entrega. Cuando la guerra fue legionario. No por nada, sino porque como era socialista tuvo que irse al Tercio antes de que le pasara lo que le ocurrió al alcalde de su pueblo. Luego se quedó a vivir en la ciudad. Primero lo pasó mal, pero un oficial de su Bandera lo colocó en un bar el año 40. Desde entonces ha ido prosperando. El oficial, que riñó con su familia (se licenció al terminar la campaña), viene siempre al local donde Felipe trabaja ahora, y tiene allí una cuenta demasiado crecida. Lo peor es que le fían porque saben que es conocido suyo. Cuando alguna vez le hace una respetuosa advertencia (al fin y al cabo fue su jefe, y ahora, aunque no le pague, es un cliente), el otro le dice bajito: «¡A mí la Legión!», y él, ¿qué va a hacer?… Toma el tranvía en Muntaner. Es de los de Sarriá y viene lleno. La mano le tiembla y se coge a una de las barras para disimularlo. La calle está encendida. (—Si le agarro, palma. El bar Cádiz, Los Cambriles, Escudillers de punta a punta. Bar Vigo. No; en El Molino, no; beberá de bar en bar para pasar el miedo. Alguna mujer quizá. ¡Como le eche la zarpa! Hasta que cierren todo. Luego por la Rambla. ¡Era joven el tío! El carnet, el retrato, trescientas pesetas. Me ha fastidiado el tipo. Los tenía bien puestos… Cara a cara lo querría ver. Mañana se lo cuento a ésa. Que se mude a otro barrio mejor alumbrado. ¡Recontra!) Por las Ramblas el tranvía avanza lentamente. Al llegar a la plaza del Teatro, Felipe se apea. En el centro del paseo se queda un momento perplejo. ¿Por dónde empezar? Hay gente en las paradas de los tranvías; gente que sale o entra a los cines, al frontón, a los cabarets, a los bares. Un viejo con barbas, muy serio, está junto a un telescopio enfocado hacia la luna. Unos horteras se burlan del astrónomo amateur. Algunas prostitutas hacen la carrera discretamente. Hay dos parejas de Policía Armada con tercerolas. Sigue dudando y de pronto siente una necesidad. Cruza la calzada y baja a los urinarios. Un cojo vestido de negro vende Lotería. (—¡Si me lo echo a la cara! Seguro que anda por el barrio. Nada de guardias. Va a saber quién soy yo. No le daré tiempo de sacar la «Star». ¡Caray, tenía ganas! Es de los nervios. Está el suelo mojado.) Se llega hasta el bar situado en la Rambla, más abajo. Está lleno de gente que toma vinillo andaluz; huele a frituras y hace calor. Hay algunas mujeres en el mostrador, casi todos son del barrio; alguna viene acompañada desde la parte alta de la ciudad; a veces hay incluso señoras. Conoce a dos o tres de los que están bebiendo; un cliente de su bar que toma con un amigo media de «La Riva»: un compañero que trabaja en el Ritz; otro que también va por el restaurante. Este último le ve y le saluda; está con una morena alta, de curvas pronunciadas; parece una hebrea de Marruecos. Aquí no está el hombre que él busca. Irá registrando metódicamente el barrio hasta que lo encuentre; recorrerá los locales, una, dos, tres veces, si es preciso, hasta que se lo eche a la cara. (—Voy a La Barca. Quizá. Hay que verlo todo. A ver si encuentro a la Ramona y que me dé un Camel. Luego voy a meterme por Escudillers. Este igual cena esta noche a lo grande. Un desgraciado. Que trabaje. ¡Que pringue como nosotros, como las personas honradas! Habría que ahorcarlos. De hombre a hombre, nada.) Un sujeto con chaquetilla blanca va vendiendo cangrejos, almendras saladas, mojama y avellanas que lleva en una cesta. Una mujer no muy joven se obstina en ponerle un clavel en el ojal; Felipe, furioso, le da un manotazo, pero inmediatamente le pide disculpas. La calle Escudillers está animada; los bares se hallan llenos de gente a estas horas. Personajes muy diversos y de complicada clasificación. Ha debido llegar un barco de extranjeros, porque se ve a muchos con un aire pasmado y sus pantalones cortos de exploradores de no se sabe qué desiertos o selvas vírgenes. Una mujer vende a grito pelado el cupón; otras, tabaco rubio. Entra en un bar cualquiera y se decide a tomar una copa; es lo mejor para que la busca no se haga tan amarga. En los cristales pintados con blanco de España hay letreros llamativos: «Gambas a la plancha.» «Callos a la madrileña.» «Sardinas estilo Santurce.» Dentro, un gran cartel de toros y unas caricaturas clavadas en la anaquelería. Unas mujeres le miran descaradamente, pues les ha dado la sensación de que busca algo, y no pueden suponer que ese algo sea lo que es. Entra un pobre pidiendo limosna. Por la estrecha calle pasa un taxi con gran aparato de claxon, y la gente tiene que apartarse; algunos entran en el bar para que el taxi pueda circular. Por la acera, acompasadamente, suena el bastón de un ciego: «¡Dos iguales para mañana!» El letrero de neón de un cine crea una zona roja en el aire de esta calle absurda. Otra vez desemboca en la Rambla y se queda parado un momento en la encrucijada, contemplando ávidamente los rostros de cuantos pasan; toda su sangre en la cabeza y en las manos crispadas. No le ve, y, sin embargo, tarde o temprano cree que ha de venir por esta parte de la ciudad. Han pasado algunos conocidos, pero está obsesionado y ya no conoce a nadie; sólo un rostro le preocupa y es como una careta que jugara al escondite entre las otras caretas. Piensa que es mejor sentarse en el bar de la esquina de la calle de Conde del Asalto, el antiguo «Trink-hall», porque es uno de los lugares más estratégicos de este barrio, y desde una mesa pueden verse perfectamente cuantas personas pasan por la calle y aun muchas de las que van por la Rambla; desfiladero obligado del Barrio Chino y excelente atalaya para sus fines. (—Me siento un rato. Por ahí, seguro… Estaré una hora… Ya caerá. Paciencia… Voy… ¿Eeeh? A ver… ése… por allí… ¡Aaaay!) Ha caído derribado al suelo. En el último segundo creyó ver por el centro del paseo un rostro que le recordaba al que busca y fue a cruzar atolondradamente sin ver un coche que subía por la calzada y que le ha derribado de un golpe en la cadera. Afortunadamente el auto ha frenado en seguida y los frenos le han respondido. Los transeúntes se han arremolinado y el guardia urbano ha venido corriendo. El coche va conducido por una señora. Felipe mismo reconoce que la culpa ha sido suya y los testigos afirman que la conductora hizo lo posible por evitarlo. Le duele la espalda y la pierna, y se palpa por si el golpe es serio. Parece que no; la señora le quiere dar su tarjeta pero él la rechaza. —Muchas gracias, señora; no necesito nada; yo he tenido la culpa y no quiero que la molesten. Gracias. Sin querer dar su nombre al guardia se marcha, renqueando un poco, hacia la embocadura de Conde del Asalto, y el grupo se disuelve algo decepcionado. La señora está nerviosa, y el guardia, en vista de lo sucedido, dice que no dará parte del hecho. Poco a poco el dolor va cediendo. Anda y no sabe bien adónde va. Cada vez se siente más dominado por la ira, y este nuevo golpe ha sido como una banderilla de fuego en toro bravo. Pasa ante un bar que arroja sobre la calle su luz y las notas recién importadas de un mambo. Todo le hiere, todo le irrita, desearía golpear a alguien, a este viejo con aspecto de avaro, a esa mujerona achulada y hombruna, a este pollo con ridículo tupé, a toda esa gente que inunda la calle y que parece cómplice de quien le ha humillado. Unos hilillos rojos cruzan su córnea apresándola en iracundas redes; lleva apretadas las quijadas hasta hacerse daño, y si alguien viera humedad en sus pupilas y le preguntara la causa, él podría contestar como la hija del Maestre de Santiago de Montherlant (de quien jamás oyó hablar, naturalmente): «Otro llora en mí.» LA MUJER FUERTE Afortunadamente, ni él mismo lo ha negado; además había varios testigos y el guardia urbano ha podido comprobarlo sin dificultad. Debía ir distraído, preocupado, quizás algo bebido, aunque no lo parecía. Ni siquiera ha querido dar el nombre y seguramente no ha debido ser más que un golpe sin consecuencias. Por fortuna los frenos han respondido bien, y ella iba, como siempre, con la máxima atención. Doña Clara Seré, viuda de Vila, venía de la estación de Francia de despedir a una amiga que va a pasar una temporada en La Toja, y subía por la Rambla con suma prudencia, como es su costumbre. Hace veinticinco años que tiene permiso de conducción, y los escasos accidentes que le han ocurrido nunca pudo decirse que fueran por su culpa. Todo se ha solucionado bien y ni siquiera se pasará la denuncia. El hombre cojeaba un poco, pero salió escapado y ni ha querido aceptarle la tarjeta; en el fondo ha demostrado una cierta integridad al no intentarla responsabilizar por el mero hecho de parecer rica. El público todavía lo está comentando y se le diría desilusionado de que la cosa haya sido tan insignificante; ni siquiera una gota de sangre, ni una discusión violenta, ni detención, ni nada que sirva para matar el tedio de la tarde vana. Doña Clara continúa su camino. Hay mucha gente por la Rambla; gente que al cerrar las tiendas y terminar la jornada en los despachos se llega aquí para dar un paseo hasta la hora de cenar. Conduce un Fiat 1100 de morro alto que adquirió hace poco y del cual está muy satisfecha; tiene la costumbre de no ir demasiado de prisa, pues igual se llega a los sitios a tiempo y se ahorra una disgustos. Ahora mismo, si lleva más velocidad, lo mata, pues el hombre ha caído mismamente ante las ruedas del automóvil. (—Esta Rambla siempre imposible. Debí subir por Layetana. Distraídos. No ordenan el tráfico. Más vigilancia, más orden. Los impuestos lo justificarían… ¿Habrá venido Carmen? A ver si sale bien lo de la verbena. Los chicos fuera. Donde quieran. El con su smoking este año ya puede correr solo. La niña con él o con los de su edad. Nosotros por nuestra cuenta. ¿Se divertirá en La Toja? Dicen que es bonito. Si me animara… Hay avión hasta Santiago. Ya me gustaría, ya. Habrá trabajo este verano. Nuevos precios al algodón. Interesa estar vigilante. Escribiré a Gómez en Madrid a ver si sabe algo. Este hombre no tenía nada. ¡Qué susto me dio! Pobre… Quién sabe por qué iba así tan distraído. Somos duros. Este es bueno, éste es malo. Ya les querría yo ver a más de uno. Ya lo dice el padre Blas: «Todos somos pecadores; quien se crea justo peca de orgullo.» Convendría vender las Azucareras. La Bolsa parada. No hay manera de entrar. Mejor doy la vuelta a la plaza y subo por el Paseo.) La plaza de Cataluña está muy iluminada; en la terraza del Círculo Artístico y en la del Casino Militar hay mucha gente, pero yendo en el automóvil no se puede distinguir a nadie. Doña Clara Vila (nacida Seré) es viuda. Su marido tuvo un desgraciado accidente a poco de terminar la guerra y la dejó con un niño de seis años y una niña de ocho. Ha luchado con gran entusiasmo y ha tenido que desenvolverse en un mundo que no conocía antes más que por algunas alusiones de su marido, o por conversaciones que escuchaba aburrida cuando venía a cenar algún fabricante, o cuando durante el veraneo pasaba algunos días con ellos cualquiera de los amigos del esposo. Ahora sabe lo que significa urdimbre, continuas, apresto y muchas cosas más, algunas muy importantes, y que su marido apenas llegó a escuchar, como orillo, estraperlo, bases de trabajo, Magistratura, tasas y otras muchas. No solamente ha conservado la fortuna de sus hijos (la suya personal son fincas urbanas que, aunque se han valorizado, dan poca renta), sino que la ha acrecentado considerablemente, y la fábrica ha prosperado tanto que ha sido necesario comprar unos terrenos contiguos y hacer dos grandes naves más. El hijo termina este año el bachillerato y a su hija la ha puesto de largo esta primavera. Todos estos éxitos no se han conseguido sin algunos sacrificios. Al principio tuvo que sufrir mucho. Pudo comprobar que algunas de las personas que rodeaban a su marido eran de una voracidad tan extremada, que si ella hubiera sido otra clase de mujer estaría ahora pidiendo limosna. Estos diez años, los últimos que le quedaban de juventud, los ha sacrificado a sus hijos y a la memoria de su marido, es decir, a su casa y a su casta. Ahora, aunque se le ha hecho un poco tarde, va a Parellada a tomar el aperitivo con un grupo de amigas. La terraza está muy animada y resulta agradable un ratito de trivial tertulia. Con este grupo de amigas piensa organizar una verbena para personas mayores. Dos están casadas y tienen hijos aproximadamente de la edad de los suyos. Este año quieren todas que los chicos vayan por su cuenta al Tenis Barcelona o adonde quieran. Ellas, con los esposos de las dos casadas, con el Agregado Cultural de determinada Embajada que está estos días aquí y otras señoras y señores, todos ellos de cierta edad, quieren reunirse solas. Nada de gente joven. Prohibido concurrir a esta verbena a quien no tenga por lo menos cuarenta y cinco años cumplidos, y los hombres, salvo los que vayan con su esposa, cincuenta. Se van a divertir de lo lindo. Ella ha luchado mucho por su casa; por sus hijos. Ha luchado tanto que, salvo algunas veces que ha ido al Liceo y a algún concierto del Palau, las partidas de bridge con este grupo de amigas y una corta temporada veraniega en Caldetas, estos diez años de su vida han sido más duros que los de cualquiera de los hombres que conoce. Está orgullosa de su obra y confía en que sus hijos, cuando se den cuenta de lo enorme de su sacrificio, se lo agradezcan. Pero también está triste. Los chicos van por las suyas, «mamá» por aquí, «mamá» por allá, pero no les ve en todo el día y apenas sabe nada de lo que piensan ni casi de lo que hacen. Sus relaciones comerciales son eso: comerciales nada más. «Señora» por aquí; «señora» por allá. Pero el mundo de estos seres con los que convive y lucha permanece cerrado. Con las amigas, algo parecido; «Clarita» por aquí; «Clarita» por allá, y alguna vez una confidencia, un chisme; frecuentemente, un cumplido. Pero nunca se tropieza de alma a alma con ninguna de ellas. Estuvo casada doce años y sabe que entre dos personas puede haber una comunicación íntegra, perfecta, total, aún sin hablarse apenas. Ella lo sabe bien, y por eso, porque sabe lo que es descansar en otra persona, comprenderla, no tener secretos, se siente un poco sola. Ya no es joven. Es cierto que la química, la física, la medicina, y aún si se quiere la mecánica, hacen que lo parezca, y que en algunas fiestas a las que concurre pueda aún dar envidia a más de una jovencita. Pero ella sabe muy bien que ya no es joven. Hay una farsa en esa belleza exterior; es un puro milagro, un vano equilibrio funambulesco. Todavía puede exhibirse en traje de baño, es cierto, pero eso no puede durar mucho; cuatro, cinco años a lo sumo, y cuatro o cinco años ¡pasan tan de prisa!… Viene esta noche a Parellada por el placer de charlar con las amigas, y además porque le gusta encontrarse a un antiguo pretendiente suyo, Raimundo, ya algo más que maduro, casi viejo, pues debe tener diez o doce años más que ella. Raimundo, que se quedó soltero y que veinte años después —¡qué veinte, veinticinco!— todavía la galantea. Algunas veces ha pensado que él se casaría con ella si se decidiera a aceptarlo. No sabe si le gustaría o no. Es un hombre tan educado, tan cortés. Dicen que es un calavera, pero en un hombre soltero esas cosas apenas tienen importancia. Cuando vivía su esposo fue un camarada para ambos; en sus primeros años de viudez, la actitud de Raimundo no pudo ser más correcta, y solamente desde hace cuatro o cinco años se ha permitido galantearla nuevamente, y a veces ha llegado incluso a hacerle insinuaciones bastante directas de matrimonio. No puede casarse ya. Si no tuviera hijos tal vez lo hiciera. Pero, ¿qué pensarían ellos? ¿Qué diría todo el mundo? Además, la hora de las pasiones juveniles ha declinado, está muy lejos. Claro que es triste que los hijos se casen y quedarse una sola, atrozmente sola. Cuando Jaime se haga cargo de la fábrica, total dentro de siete u ocho años; cuando Martita se case, que puede ocurrir, como quien dice, en cualquier momento, ella, ¿qué hará? Jugar al bridge, criar perros, visitar a los pobres, ir al cine. Muy bien. ¿Pero es eso bastante para llenar una vida, una vida que ha sabido, por la gracia de Dios, lo que es el amor y la ternura? Los hijos se irán por ahí, y los nietos tienen un padre y una madre. Ante la terraza hay muchos coches y tiene que dejar el suyo bastante entrada la calle Córcega. Cuando va a llegar a las mesas y todavía no ha podido localizar a las amigas, ve a Raimundo que se acerca; nota como un calor que se le sube a la cara. Y es que esta noche tan abierta, tan perfumada, le ha encendido súbitamente una bengalita traviesa en el horno secreto de la sangre. (—¡Ahí está! Ha debido ver el coche. Ya lleva sombrero de paja. Viejo señor. Un clavel. ¿Estará arrugada la falda? Haré como si busco a ésas. Tiene buena facha todavía. Creo que me suda la cara: ¿a ver si se me pone brillante? Ahí está René.) Raimundo, eternamente joven, le ha besado la mano mientras sostiene su sombrero de paja —uno de los últimos cannotiers de la ciudad— en la mano izquierda. Hace cincuenta años que es uno de los hombres mejor vestidos de este país. Se entiende que hace cincuenta años era un colegial, pero muy elegante ya en aquellas fechas. —Cada día más hermosa, Clara, y cada día más esquiva. Su voz es un tanto cascada, pero suena bien y la matiza, como a sus movimientos, de un cierto tonillo entre cursi y humorístico que le hace sumamente simpático. Clara le dice que es casual que se hayan encontrado, pero él confiesa que ha visto venir su coche y que, con el máximo disimulo ha salido a su encuentro. La luz de la luna y de un farol de gas le da a Clara en el rostro. Es posible, y los que la conocen así lo afirman, que esta mujer sea mucho más atractiva ahora que hace veintiocho años, cuando la pusieron de largo. (—La luz. Me brillará la nariz… ¿Le invito? ¿Les parecerá mal? No importa; le invito. Me gustará que venga. Una noche agradable. Oír cosas antiguas. Vivir un poco otra vez… Engañarse. ¡Ay!…) No, no le brilla la nariz, pero entre sus cejas se observa un ceño, unas arrugas casi imperceptibles que le dan un aire duro. Estas arruguitas no las tenía hace años, pero de no salirle, los lobos la hubieran devorado. Ahora tienen que cuidarse de no ser devorados por ella, a pesar de sus guantes de gamuza y de su perfume Worth. —¿Tienes algún plan para la verbena? No; todavía no lo tiene. Seguramente irá a la Rosaleda, al Cortijo, a Monterrey. De Monterrey al Tenis, al Bahía, etc. (—¿Y si me dice que no? ¿Y si tuviera ya plan con alguna de ésas? Me da rabia llevarme un chasco. Le voy a mirar de frente.) Ahora es él quien se siente un poco turbado cuando ella le pregunta: —¿Te gustaría venir con nosotras? Vamos a organizar una verbena de vejestorios. Él se siente feliz de haber sido invitado. Y ahora se despide, pues debe acudir a una cita urgente. Los dos se sonríen con malicia. En un hombre soltero, aunque sea talludo, estas citas no tienen importancia. Ella sabe que él irá a la verbena y se alegra mucho. Raimundo es la única persona que, aunque no le diga nada profundo, le gusta escuchar, porque por debajo de la trivialidad de la conversación existe otra comunicación hecha de muchos años, de muchas afinidades, y tal vez por parte de él, de muchos sufrimientos. Si ella no tuviera dos hijos, si no fuera una Seré, si ella fuese una mujer cualquiera, en la que nadie reparara, a la que no se juzgara por lo que hacía o lo que decidía… Un camarero está esperándola hace ya unos minutos con una silla preparada. Las amigas la reciben sonrientes y una de ellas la reprende cariñosamente con el abanico. Hay mucha gente reunida y apenas se oyen las conversaciones; encima de los veladores, unas lucecitas opacas dan distinción e intimidad a esta terraza. Irrespetuosamente un golfillo grita en la acera, como si nada le importara tanto postín: —¡El Mundoooo, El Mundo Deportivoooo…! RAIMUNDO EL BONDADOSO Hace treinta años que Raimundo está enamorado de Clara. Está dispuesto a casarse con ella y cree que lo hará tarde o temprano. Es lástima que vayan pasando los años —estos años cada vez más preciosos— y que ella se tome tan en serio lo de la fábrica, lo de los negocios, y que tema tanto lo que puedan pensar sus hijos. Al fin y al cabo, es perfectamente correcto que una señora viuda, honorable y demás, se case con un antiguo conocido de la familia, con un amigo de la infancia, con un hombre de buena posición, aunque este hombre tenga una vida algo escandalosa; pero al fin y al cabo un soltero puede hacer de su capa un sayo. Ha estado en Parellada esperando ver llegar el coche de Clara, un 1100 morro alto pintado de verde claro, tal vez el único que hay en ese color. Ahora va a tomarse otro whisky a un bar que está aquí cerca y donde se suele reunir con un grupo de amigos de todas las edades. Es un lugar bajito de techo, con unas puertas de esas como las del saloon que aparecen eternamente en las películas del Oeste. Allí beberá un whisky y si no surge algún imprevisto, se irá piano piano al Círculo. Otras noches, antes se da una vuelta por la barra del Marfil, pero ahora empieza a hacer demasiado calor. Clara le gusta mucho. Es para él una mujer diferente; la lleva en su sangre, en su historia. Le recuerda casi todas las épocas de su vida, casi todas las músicas que ha escuchado, casi todas las danzas que han ido pasando por sus pies. (—Estaba hermosa; sus buenos cuarenta y siete. ¿Cómo tendrá el pecho? En traje de baño, bien; es increíble; hay chicas de treinta, que nada. De todas maneras, la convivencia es difícil. Pero la vejez es sabia. Uno duerme con ésta, con la otra, cena en el Círculo, toma sus whiskies, tiene amigos… pero no. Desarraigo. Esto es morirse lentamente. Sí, bien, un hijo que no lleva mi apellido. Eso no vale. Tiene una mano tierna. Me hace gracia pensar en sus negocios. Naturalmente que los hijos tiran mucho. Fue valiente. Finge resistencia, pero ¡uf! No me engañó nunca. Está a punto. Un viaje a París, a Niza, a Roma. Una torre en Formentor para el invierno. Nada, no se envejece jamás. Compañía. Es preciso. Adiós, Raimundo. Nadie. Mentira. Cuatro copas, unos dados. Una cena, mucha juerga. Y… el hombre más solo que nunca. Mano a mano. La chimenea. «¿En qué piensas?» No se piensa en nada. Se está con el otro. Hoy me voy a acostar pronto. Esto hay que pensarlo bien. ¿Y si yo le hablara en serio? «Mira, Clara, no perdamos más el tiempo. Esto se nos va a los dos. Vivamos bien lo que queda.» Viajar rejuvenece. O estar siempre sentados, no ver a nadie. Un gran perro. Comer uvas. «Por ahí se pone el sol.» Voy a decírselo todo. Ya no somos párvulos. Hay que obrar conscientemente. Yo puedo parecer… en fin… pero… Bueno, unas partiditas para jugar los vasos y me voy al Círculo. Es tarde. ¡Se han alargado tanto los días! Nunca se sabe la hora que es. Éste zapato otra vez sucio.) Entra en el bar y desde el fondo de la barra es aclamado por un grupo que juega a los dados. Se acerca a ellos y se saludan con mucha prosopopeya. El camarero, sin que él lo pida, le sirve un White Horse con poca soda. En el local hay bastante luz; la barra es larga y muy concurrida. Hay gentes de toda edad y condición entre los varones. En las mujeres, la edad oscila algo, la condición poco. Van bien vestidas y peinadas, van bien calzadas; hace una o dos horas que han empezado a ejercer su oficio. Casi todos se conocen; raramente entra allí un extraño, y cuando concurre unos cuantos días seguidos deja de serlo automáticamente. Las chicas se renuevan algo, pero los que frecuentan este mundillo las conocen casi a todas. Antes iban al Clásico, también pueden proceder del Bolero. Las más veteranas quizá trabajaron en La Esquerra, aunque de éstas cada vez quedan menos; a otras las conocen de la barra del Rigat o del desaparecido Trébol. Se saben historias y circunstancias; las gentes de este bar son como una gran familia tejida de complicidades y urdida de tolerancias. No faltan chismes, envidias, celos, hasta odios; los hombres, claro está, en este aspecto están muy por encima de las mujeres, pero pudiera ocurrir que la causa hubiera que buscarla en que para los que concurren aquí esto es un pasatiempo, mientras que para ellas constituye un oficio. Raimundo va tomando su whisky mientras juega una partida de dados con dos amigos, uno joven y otro de su edad; para más señas, son tío y sobrino unidos amistosamente en tenebrosa masonería de dados, gin y amores irregulares. El otro que estaba cuando llegó habla ahora con una andaluza jovencita que hace relativamente poco que ha empezado a frecuentar el bar, avalada y vestida por una veterana muy graciosa y que se va sosteniendo pese a que es de las de antes de la guerra. El camarero le ha dicho algo en voz baja, pero su cara ha permanecido impasible. Cuando termina la partida y mientras le sirven otro whisky (hay que conceder revancha) va hacia una de las mesitas donde está sentada una mujer sola. Es más bien alta, delgada, y va vestida de negro. Se sienta despacio, con cuidado de no arrugarse el traje de verano impecablemente cortado, con sus tres botones abrochados. Ella está preocupada y nerviosa. Son viejos camaradas. En otros tiempos —épocas del Edén Concert y del Hollywood— se les vio juntos largas temporadas; luego siempre han sido buenos amigos y todavía no es raro encontrarles alguna vez cenando en Las Siete Puertas o en Los Caracoles. Cuando a Raimundo le pica el microbio de la soledad, le gusta invitar a cenar a una mujer cualquiera, y prefiere las antiguas conocidas, con las que puede hablar incluso de algunas personas que ya no existen. El microbio de la soledad es inversamente proporcional, salvo rarísimas excepciones, al microbio de la lujuria. Cuando este microbio le ataca… es mejor silenciar lo que ocurre, porque al fin y al cabo este señor, este caballero, don Raimundo, merece el máximo respeto, porque pertenece a una familia prócer de la ciudad y porque él mismo es una excelente persona. En voz baja se explican de él cosas regocijantes, y sus amigos, los más depravados, las explican también en voz alta y aún se permiten gastarle bromas casi soeces. «Cuando el río suena…» Pero todo esto no es importante. Raimundo hace muchos años que tiene que echar carne al maldito microbio que hemos nombrado; ese microbio es un devorador que agota la fantasía de cualquier persona, si la carne que le echa es así o asá, es secreto de alcoba; y a nadie le consta si en vez de carne le ha echado alguna vez pescado; aunque, ¿quién sabe? A un hombre soltero, como dice Clarita, le está permitido todo. Esta mujer, Trini, se encuentra en un apuro. Los tiempos son malos; desde que los Bancos restringieron los créditos —ellas lo saben muy bien esto— ha venido una época de crisis que se deja sentir mucho en los lugares de diversión. La Trini está ya un poco vieja, aunque tiene gran prestigio entre los hombres de la anterior generación. Necesita quinientas pesetas, eso es todo. No precisa decir que tiene al hijo enfermo, ni que la van a echar del piso, ni que su madre se ha muerto. A Raimundo no hay que engañarle. Necesita quinientas pesetas, y él, con mucho disimulo para que nadie lo note, se las da. Estas pesetas la Trini no se las compensará ya nunca. Pero esta mujer ¡le ha dado tanta alegría en otras épocas! ¡Tenía una risa tan comunicativa y un interés tan infantil por las cosas! A veces se volvía loca de regocijo porque en una rifa de feria le tocaba un gorro de papel o una flauta. Claro que entregar así el dinero no se puede hacer con cualquiera. Le sablearían y además le tomarían por tonto. Pero la Trini es otra cosa. Lo que ella le dio no se lo pagará jamás. ¿Cómo le va a discutir ahora quinientas pesetas? Además está algo envejecida y en estos últimos tiempos se ha estropeado mucho. Aquí vienen chicos jóvenes, ven otras más alegres, más guapas, más frescas, y se van con ellas. La Trini está siempre un tanto retraída; sabe que empieza a fallarle el atractivo; que algunos hombres, los viejos y los jóvenes, la tratan ya con cierto despego, y eso la vuelve huraña, melancólicamente huraña. Y, sin embargo, el que llega a ser amigo suyo la prefiere a todas. Pero son ya pocos los que se interesan por conseguir esa amistad, y los viejos conocidos se van cansando, se van muriendo, van cambiando de vida o tienen retirada a alguna chica y ya no frecuentan estas barras. Es tarde, la hora de cenar; Raimundo se levanta y se toma el último whisky, que tenía servido hace un rato. Lo hace con elegancia, y aunque con cierta prisa, nadie podría notarlo. Paga y se pone su sombrero de paja; al marchar da unos golpes en la espalda a un mozo vestido de azul eléctrico. Es el hijo de un antiguo amigo suyo; ahora lo ve mucho en este bar. Tal vez algún día se haga amigo también del nieto. El tiempo atropella algo, pero se puede, si no nadar contra corriente, mantenerse braceando en ella. Por encima de las azoteas, la luna. El aire ha refrescado algo y alivia los corazones. La ciudad está cenando; se entiende, este sector burgués de la ciudad. Los obreros y los menestrales ya deben estar acostados; los otros, no se sabe nunca cuándo cenan, ni siquiera si lo hacen, ni cuándo se acuestan. (—La Trini. Vaya, todo sea por Dios. Quinientas. ¡Pobre! Una real hembra. De rompe y rasga. Le caía el champán entre los pechos. Dos mil pesetas de las de entonces. «Trini, desnúdate y baila para que te vean estos señores ingleses.» ¡La caraba! Unos espárragos y un bistec con ensalada. Viña Albina, frío. Un poco de melón. Este Sartre no me gusta. Dirán lo que quieran. Tal vez algo de merluza, dos medalloncitos. Tenía los pechos más bonitos de España. Yo, Proust, bueno. Eso sí, era así. A mí que me dejen en mis tiempos. Si me caso con Clarita se acabó el venir al bar. Son unos golfos. La reunión es pasado mañana. Yo solicitaría el permiso ese de importación. En fin, ¡quinientas pesetas! La Trini arrastraba todo. Me siento viejo ya. Esta Clarita ha de decidir pronto. Casi preferiría roastbeef. Los puños se han ensuciado algo; en verano ya se sabe. Yo casado, ¡qué risa!) LA TRINI La Trini no se llama Trini, sino Vicenta; lo de Trini, que le cuadra muy bien, es lo que se dice el nombre de guerra. Su padre se llamaba Vicente y no tuvo ningún hijo varón. Nació en un pueblecito de la provincia de Valencia hace ya mucho tiempo, no importa cuánto, que en achaque de mujeres no es discreto concretar demasiado. Muy joven todavía se enamoriscó de un tratante —hombre de trueno, algo maduro— que vivía en un pueblo cercano cuando no andaba recorriendo las ferias. Este hombre, duro y violento, de un moreno aceitunado, largo de hechos y de palabra fácil, estaba casado, y por ello y otras causas que no hacen el caso los padres la prohibieron incluso que le mirase. Pero la chica era bravía y voluntariosa; un día ocurrió lo de la canción: A la vora del riu, mare m’he deixat les espardenyes. Mare, no l’hi digui al pare, que jo tornaré per elles… Sin embargo, el padre, Vicente, hubo de enterarse, porque a los nueve meses nació una niña. La pequeña se quedó con los abuelos y a la chica la mandaron a Barcelona con una tía que estaba casada con un espartero del barrio de Santa María. Unos meses después, jamás pudo aclarar cómo, un día que pasaba el tratante por la carretera cerca de la huerta del padre de Vicenteta, éste le disparó en el pecho dos descargas de postas que le dejaron seco. Estuvo sólo tres años en la cárcel, pues se le apreciaron muchos atenuantes, y fueron varios los vecinos que declararon que el tratante —que tenía demasiadas antipatías— se jactaba por las tabernas del desaguisado y que llegó a provocar al padre. Esto último no lo creía nadie, desde luego, pero en los pueblos esta «justicia catalana» (valencians i catalans, cosins germans) siempre es aceptada y encubierta ante guardias civiles y jueces. Trini, que está terminando un café (procura cada vez beber menos alcohol si no es imprescindible) se encuentra deprimida desde hace algún tiempo. Mañana necesita pagar el piso y una cuenta del colmado; no le gusta dejar cosas pendientes porque luego no fía nadie. No es que no tenga algo de dinero, pues gracias a Dios en los últimos años ha procurado ahorrar un poco. Sin ir más lejos, tiene ya bastante para comprar una casita en su pueblo, a donde tarde o temprano quiere volver. Y aún le sobraría una cantidad que, bien administrada y ayudándose con cualquier trabajo, de modista por ejemplo… Esos dineros del Banco son sagrados y antes se morirá de hambre que tocar un céntimo de ellos. Por otro lado, Raimundo es generoso y siempre la ha querido mucho; han sido grandes amigos. Hay que llorarle un poquitín, pero no con exceso. Si no le es muy urgente, nunca le pide nada; y hace más de dos años que no se había dirigido a él por motivos de éstos. Pero últimamente las cosas se han puesto feas, van saliendo caras nuevas, en el bar aparecen jóvenes que no se sabe quiénes son, beben, gastan dinero, invitan y algunos hasta pagan bien, pero casi siempre buscan chicas de estas nuevas, aunque sean unas tontísimas y unas mal educadas. (—Yo no sé ni cómo se atreven a llevarlas a ningún sitio. Claro que ellos tampoco son nadie. Algunas de ellas ni siquiera… Vaya… que a los veinte años si se quita los sostenes… ¡Son unos pipiolos! ¿Qué saben? Se van a lo más joven; no tienen paladar. Y algunos gastan. ¿De dónde sacan tanto dinero? Rosy dice que aquel alto le dio dos mil. Yo no lo creo; doscientas y va que arde. Luego debe el tabaco y lleva el mismo vestido tres meses seguidos. ¡Pobre Raimundo! ¡Tan tiesecito! Como un clavo, quinientas. Tan educado siempre. Cochinito. Bueno, los hay peores. Ese parece que mira. Se fija en las piernas; aún producen efecto. El cutis. No quiero que doña Ramona se entere de que ando mal de cuartos. Mañana pago el recibo y basta… Luego iré un rato al Cortijo. Pero no creo… Yo no sé dónde se mete la gente conocida. ¡Aquella gente!… Raimundo se va al Círculo, y luego a casa. Lo bueno va desapareciendo. ¿O será que yo…? Si por lo menos tuviera mejor humor…) Llama al camarero y le da dos pesetas de propina. Es el que llevó el recado a Raimundo y además conviene dar siempre buenas propinas para que no se propasen. Si todo se reduce a sonreír y a «mira, monín, hazme esto o aquello» se toman confianzas y ya no respetan a nadie. Conque así y todo… Va a llegar a su casa a tomar un bistec que le quedó de mediodía. Eso va bien, no engorda y alimenta. Además se fríe en un momento. Se cambiará de zapatos y dará un vistazo al piso. El tío espartero que tenía en Barcelona, mejor dicho, el espartero que estaba casado con una tía de Vicenteta, la empezó a asediar a poco de instalarse en su casa. Era un asedio primitivo, directo, hecho de empujones, pellizcos y forcejeos silenciosos. Ella tenía un horrible miedo a que la tía viera algo de aquello y que injustamente le echara la culpa. Como ya había faltado una vez… El espartero se quedó con las ganas y un buen día la Vicenteta empezó a ser ya lo que es ahora: la Trini. Ha conocido a mucha gente en algo más de veinte años. Podría contar muchas historias de esta ciudad, casi siempre historias poco edificantes, y le son familiares los apellidos más conocidos. Ella es bastante discreta, afortunadamente, pero conoce de primera o de segunda mano a lo sumo, anécdotas de muchos de los personajes que en estos años han aparecido incluso en la primera plana de los periódicos. No solamente de Barcelona, sino de Madrid, de Sevilla, de Bilbao, en una palabra, de toda España y aun del extranjero. Son varios lustros de vida agitada, y los hombres se parecen mucho unos a otros. Hasta hace relativamente poco tiempo ella no frecuentaba estos bares; casi siempre tenía algo más o menos fijo, y su posición en el mundo galante era más firme. Sólo una o dos veces en que falló —por su mala cabeza— algún buen asunto, tuvo que buscar refugio, una vez, en lo que se llamaba Shanghai, y otra, en una academia de baile de aquellas de a tanto el ticket: el Capicúa. Por su intimidad ha atravesado gente muy interesante, aunque algunas veces ella no se haya dado bien cuenta. Una vez, antes de la guerra, Raimundo le presentó un profesor extranjero con barbas que venía a dar unas conferencias; cogieron una descomunal borrachera, y al día siguiente, ella, a quien aún le duraban los efectos, quería irle a gastar bromas durante la conferencia. Bastante trabajo le costó a Raimundo convencerla de que la promiscuidad de la noche queda rota por la mañana. Raimundo en aquellos años era presidente o secretario de una Sociedad de esas de conferencias y le presentaba amigos muy pintorescos; algunos no hablaban siquiera el español, pero se hacían entender bien; eso que eran gente seria y respetable. Sale del bar y se dirige hacia la izquierda en dirección a la calle Aribau. Al poco de terminar la guerra, un señor anciano le alquiló y amuebló este piso; era muy bueno y… muy anciano. Últimamente anda metido en la Iglesia y le han prohibido, según le dijo un día, que la visite. Trini no comprende muy bien por qué, pues supone que aquel señor no debe pecar demasiado. Es posible que la Iglesia hile más delgado a este respecto. Lo cierto es que el anciano la telefonea de cuando en cuando y, si no más, le manda mensualmente un sobre con setecientas pesetas. Ella le está agradecida, aunque no se lo explique. La Trini ha viajado algo. Raimundo la llevó a París una temporada y allí la hacía pasar por su mujer. A ella eso la ponía muy hueca. Además en Francia hay cosas que apenas tienen importancia. Últimamente, cansada de esta ciudad, donde, aunque no se lo confiese abiertamente, se va notando algo arrinconada, se fue a Madrid. Tuvo bastante éxito, pero al cabo de un año regresó. No le acababa de gustar el ambiente y, sobre todo, aquí ella sabe quién es cada uno, cuáles son sus costumbres y sus posibilidades; en cambio, en Madrid ¡la daban cada chasco!… Además aquellas mujeres son muy envidiosas. La llamaban despreciativamente «la catalana»; claro está que la tenían celos. Y vivir en una pensión, acostumbrada a tener piso propio, resulta incómodo. Una vez, en Chicote tuvo una discusión muy violenta con una que llamaban «la Estraperlo»; era muy engreída y se hacía la estrecha. Y sobre todo, si estaba en Chicote, ¿por qué decir que las que lo frecuentaban eran unas desgraciadas? Se las tuvo a tiesas con ella y la hizo callar. Cuando la otra era todavía una mocosa, ella ya sabía lo ridículo que está un señor ministro en calzoncillos. Estas chicas nuevas la miran con cierto desdén, aunque la respetan y recurren a ella cuando necesitan pareja para algún señor importante. Son tontas y se maravillan por cualquier cosa. Creen que ahora todo es mejor que antes. ¿A que no han bañado a ninguna de ellas con champán francés legítimo? Una noche, con Raimundo y unos amigos que hablaban en inglés, fueron a un colmado de esos que había por el Arco del Teatro. ¡La que se armó cuando cerraron y se quedaron ellos solos con los guitarristas, dos bailarines y una gitana! Todos terminaron borrachos y Trini estuvo bailando desnuda con el cuerpo adornado de claveles. ¡A ver si éstas saben lo que son esas cosas! Si la Trini escribe sus memorias, que nunca lo hará, nos enteraremos del reverso de la medalla de lo que es la vida social de esta ciudad; nos enteraremos de las relaciones íntimas que mantienen entre sí muchos matrimonios, de los vicios secretos de algunos caballeros; incluso averiguaremos envidias artísticas confesadas en un momento de debilidad y secretos profesionales más o menos violados bajo la influencia del alcohol. Y la Trini tiene bastante memoria y bastante más perspicacia de la que parece deducirse de su historia explicada a grandes rasgos. Por la misma acera, en dirección contraria, un hombre joven, al pasar a su lado se para y dice: «¡Olé las guapas!» Ella ni se digna mirarle, pero oye cómo los pasos del muchacho inician la persecución. Finge no oírlo, pero lo nota ahí detrás y sabe —larga experiencia ofensivo-defensiva— que se le va a acercar. (—No interesa. Ni un céntimo. Le calé sin mirarle. Un despistado sin prisa. Se acercará; sequedad y nada de sonrisas. Me echaré un momento y antes de salir me maquillo bien. Si viniera Benito al Cortijo, seguro… Si me saca a bailar, yo me encargo del resto. Anda boyante dicen. Con doscientas me conformo. ¡Qué semana más mala!… Se ve que no se atreve; ahora se queda un poco atrás. Un cualquiera. No es del ambiente. Fuma tabaco negro.) La Trini ha bajado mucho de categoría, hay que reconocerlo, aunque sea triste. Si encontrara un buen marido, se casaría; un hombre trabajador, sencillo; ella puede aportar algo, y a su hija, una gran moza ya, le iría muy bien tener un padre. Todos los años pasa una temporada en su pueblo. Va con la mejor ropa que tiene y se adorna con todas sus pulseras de oro y un collar de perlas cultivadas que ella dice que son buenas. Toma el taxi desde la estación a casa de sus padres, y coloca en el techo sus dos espléndidas maletas de piel de cerdo que le regaló Raimundo cuando fueron a París. En el pueblo creen que es rica y ella no lo desmiente. Da limosnas a los pobres con generosidad, y por lo menos los pobres parece que la quieren. Donde no se ha atrevido a poner los pies nunca ha sido en la iglesia. No cree que el cura le dijera nada, pero Dios no puede verla con muy buenos ojos, y Dios está siempre en la iglesia de su pueblo, tal vez solamente allí. Por eso quiere comprarse una casita en las afueras y llevar una vida respetable. Si además se instalara con un marido, sería todo mucho mejor. Viviría con su hija, que ya tiene edad de casarse, y no le faltaría nada. Afortunadamente, sus padres, viejos ya, están en buena posición y no ha necesitado ayudarles; sólo de cuando en cuando un buen regalo, cosas caras siempre, y así les ha tenido, sobre todo al viejo, más propicios. La hija está bien de salud y es hermosa; solamente la ve en verano. Es una chica de pueblo, inocentona y sana. Será una mujer honrada. (—Se está poniendo pesado el pollo. A ver si llega hasta el portal. Si me dice algo le suelto un buen moco. Ahora parece que acelera. ¿No se dará cuenta de que nosotras somos caras? Desde luego que me aborda.) El joven se ha adelantado algo y se ha puesto junto a ella. —¿Me permite que la acompañe, señorita? Ella se para en seco, decidida a terminar con el pelmazo. Le mira fijamente y le dice con cierta burla acre: —Puede usted acompañarme hasta donde sea… si me da mil pesetas, ¿comprende, joven? Él se queda bastante desconcertado y la mira inquisitivamente; luego balbucea algunas excusas y no ve la forma airosa de escapar, pues ella se le ha plantado delante y domina evidentemente la situación. —Usted perdone… No quería ofenderla… No, desde luego no tengo… Claro que si otro día las tuviera… Vaya, si la vuelvo a encontrar y ese día ando más rico… Es un muchacho de unos veintidós años, vestido con bastante modestia, aunque decorosamente; parece un empleadillo o un estudiante. Físicamente no es desagradable del todo. (—Pobre… He estado muy dura. Nunca las ha visto juntas. Está asustado. No era necesaria esta dureza. Parece un infeliz. A ver lo que pesca. No sabe de qué pie cojeo. No conoce el ambiente. Me vio tan elegante… A veces les saldrá bien a los chicos. Podría ser mi hijo, el pobre…) De pronto, Trini siente cierta ternura hacia el muchacho humillado tan despiadadamente. Bastaba con haberle rogado que no la importunara. Entonces dulcifica la mirada y casi le sonríe. —¿Para qué engañarnos? Se lo decía en broma. Es que no quiero que me vean acompañada, no me conviene. Podría verme mi marido (no, ¿para qué tanta mentira?), mi amigo, ¿comprende? Él va comprendiendo y su rostro se está animando otra vez. —Tal vez otro día —sigue Trini—, si me encuentra, podamos ir a tomar un café a algún bar. En fin, no le prometo nada, ya veremos… Le está mirando con simpatía y él se retira bastante satisfecho. Anda delante a grandes pasos y ella va quedando atrás, pero todavía le ve al llegar a Muntaner, cuando toma el tranvía en marcha. A través de los cristales la sigue mirando. (—Un infeliz… Se quedó cortado. A veces hace ilusión un chiquillo de estos. Tan normales, tan entusiastas. Ni un céntimo. No interesa. Luego puedes llegar a tomarles cariño y se vuelven exigentes y no te los puedes sacar de encima. Cada uno a su oficio… ¡Qué lata volverse a arreglar para ir al Cortijo! Estoy harta, cansada. Si Raimundo fuese un trabajador, me casaba con él. ¿Un trabajador? ¡Qué gracioso! Entonces no sería él, sería otro. Él se encuentra solo, siempre lo dice. Quiere a esa señora tan elegante. Esa del Fiat, Clara… Y hace años… Es curioso, ella por arriba, yo por abajo, y Raimundo entre las dos. «Mira, Trini, quiero mucho a esa mujer, pero no es para mí. ¡Hace tanto que la quiero!…» Y ¿quién sabe? «Sí, Clara; es una buena chica; no creas que es mala; la quiero hace mucho tiempo; se llama Trini.» No son tan malos; algunos son buenos. Quinientas pesetas. ¿Estarán en el bolso? ¿No se me caerían? ¡Ay qué susto!… Seguro que las puse en la carterita.) Ya han cerrado el portal. Los portales se cierran a las diez. Los tranvías bajan veloces y hay poca gente por las calles. Trini abre el portal con su llavecita y enciende la luz de la escalera. En el ascensor cuelga un letrero: «No funciona.» Tiene que subir a pie hasta el cuarto piso. Comerá un bistec, un tomate y una pera. Se echará un momento en la cama a descansar, y en seguida a arreglarse y al Cortijo, y si no sale nada, que es muy fácil (algún zángano para bailar no cuenta), al Patio del Farolillo luego con alguna amiga, y si tampoco hay novedad, pues a dormir hasta mañana a las diez, en que tiene que levantarse para ir a la peluquería; ha de llegar a las once, porque si no le pasan el turno. (—¡Señor, qué vida ésta!… Cada día estoy más harta.) RESTAURANTE ECONÓMICO Desde el tranvía la sigue con la vista. (—¡Qué estupenda! ¡Una mujer bárbara! Un poco agria. Luego sonreía. Tal vez si insisto… Perfume. Buena jaca. Fracasé. Hay que ser más decidido. Con dinero, todas. ¡Mil pesetas! No creo que nadie se las pueda gastar… Un estraperlista, tal vez; un ministro. Cien, bueno. Sí, un mes, por ejemplo… Era una señora… «… otro día si me encuentra… podría…» A lo mejor ni se acuerda ya de mí. Fallé. Pssí… ¡Qué tarde! Me distraje. Aún quedará alguien en el restaurante. Por esta tía dejo yo una cena y dos. ¡Mil pesetas! Claro que teniendo mucho dinero, tres millones, por ejemplo. Simpática. Voy a llegar tarde, malas caras. Daré una peseta de propina. Se me acabó el tabaco; mañana distribuyen la ración. Cerillas. Este tranvía va a paso de tortuga.) El tranvía pasa por la calle de Pelayo; esta calle está muy animada por la tarde; pero luego, súbitamente, parece que se desinflara y ya hasta las diez de la mañana del día siguiente permanece casi desierta. ¿Por qué? No se sabe, pequeños enigmas de la ciudad. Ya apenas se ve gente por ella, y al llegar a la Rambla cruzan los que se dirigen a cenar apresuradamente porque se les hizo tarde, y los que, cenados, ya salen a disfrutar de la noche en las terrazas de los cafés o en los espectáculos. En el bar Canaletas, en el Nuria, en el American Bar los que no les queda tiempo para la cena, entre una tarde larga y una noche que se inicia pronto, comen un bocadillo en pie aunque sea, o uno de esos cubiertos rápidos que sirven en el mostrador. Al pasar ante el Banco Central asoma la cabeza para comprobar si es la hora que ha supuesto (no tiene reloj por ahora, aunque su padre lo ignore). Hace mucho que han cerrado los portales y puede acaecer que en el restaurante ya no quieran servir la cena. Desde luego estos días hay más tolerancia, que si llega a ser en invierno, no encuentra ya ni a los camareros. Pepe Rovira va a cenar todas las noches a este restaurante que está en una callecita paralela a la Rambla. Antes cenaba en otro de enfrente, y aun ha probado los otros dos que están en la misma calleja, pero ha elegido definitivamente éste, porque la comida es más abundante; siquiera el servicio sea más antipático que en los otros. El cubierto cuesto ocho cincuenta y si pides pan cobran cincuenta céntimos más. Él se lleva al mediodía su ración, pues tiene la cartilla de racionamiento aquí, y por la noche paga los dos reales. Fuera mucho pedir que este pequeño pan le tuviera que servir para dos comidas. Cuando recibe paquete del pueblo saca el vientre de pena, y entonces los desayunos y meriendas que hace, hasta que se agotan las provisiones, son más sustanciosos seguramente que las comidas del restaurante. Hace tres años se matriculó en la Facultad de Medicina. Aunque su padre lo ignora, no ha conseguido aprobar más que un curso y unas pocas asignaturas del segundo. Ahora aprietan mucho y para aprobar una asignatura hay que sudar tinta. Si antes hubieran procedido con igual rigor, habría muchos menos médicos en España. Se apea del tranvía en marcha. Los quioscos de la Rambla están iluminados y son como escaparates, con aire provisional, de todas las novedades literarias del momento. En un montón están los periódicos de la noche: La Prensa y El Noticiero Universal (El Mundo Deportivo ya se ha agotado a estas horas, a pesar de que perdió el «Barça»), Hay también numerosas revistas y periódicos extranjeros, sobre todo franceses. Pepe Rovira, cuando no lleva prisa, se detiene ante estos quioscos y lee todo lo que puede leerse. Lo que más le molesta es esa costumbre de las revistas de iniciar un artículo o reportaje y de pronto dejarlo interrumpido con un «Sigue en la página tal». No debería estar permitido, es como un pequeño fraude. Contra lo que él pensaba, todavía hay gente en el restaurante. El camarero le ha puesto algún inconveniente porque a esta hora ya no se sirve; por fin, y como es cliente, le traen el primer plato: tallarines (este plato tiene un pequeño plus, según le ha sido advertido: cincuenta céntimos exactamente). Se ha sentado en la misma mesa en que un señor anciano está comiendo ya el postre. Se saludan brevemente y no cambian palabra. No es la primera vez que se ven, pues este señor viene a cenar casi todas las noches; por cierto que es de los últimos en llegar. Algunas veces coinciden en la misma mesa. La comida no es muy buena, pero el precio no da para más. Las amas de casa no comprenden cómo por ocho cincuenta pueden dar un buen plato de judías, garbanzos o arroz y un pedazo de carne con lechuga, o pescado con patatas fritas, y que todavía puedan añadirle una naranja o un plátano de postre, aunque no sean de primera calidad; y luego la luz, las servilletas, el servicio, el local, en fin, dicen ellas que ha de ser todo muy malo, medio podrido. Y desde luego, muy bueno, para decir muy bueno, no es lo que sirven, pero con ocho pesetas y cincuenta céntimos un hombre ya no se muere de hambre. Los clientes, gente de pelaje muy variado, protestan a veces y dicen que el dueño se hace millonario a su costa. Lo único cierto es que se sale con las tripas llenas y que hay que aceptar las cosas como son. Pepe concurre por las mañanas a las clases, aunque no con la asiduidad que fuera su obligación. A veces se le pegan las sábanas al cuerpo (la primera clase es a las ocho) y si hace buen sol le gusta ir a la playa un rato; a la Deliciosa, pero luego pasa a la de San Sebastián, que ya este mes está concurrida. En invierno algunas mañanas se llegaba hasta Piscinas y Deportes por aquello de no olvidar los músculos, que también son interesantes en un futuro médico, y mal estaría cuidarse de la salud de los demás y olvidarse de la propia; en esta profesión también es bueno y justo predicar con el ejemplo. Duerme en casa de una viuda del pueblo que acostumbra alquilar habitaciones a dos o tres paisanos que siempre suele haber estudiado aquí. A él le fastidia un poco, porque la vieja es chismosa y se entera de la hora en que se retira, cosa que a nadie importa, pues a los veintidós años un hombre es mayor de edad. (—Un poco fríos, pero estaban ricos. ¿Quién será éste? Siempre cena solo. Pasado mañana «Patología Segundo». Se me van a cargar. En fin, uno está salvado. ¿Qué habrá ahora? Tengo hambre. Puso mala cara este bruto del camarero. Parece buena la naranja. Nunca dice ni pío. Mañana podría ir al Rompeolas con Tina. De siete a nueve y ceno pronto. Estudiar fuerte; toda la noche dale que dale. Falté mucho este curso. Tiene malas pulgas. Pero con suertecilla… Me tiene entre ojos. ¡Ya querría yo ver a mi padre! La señora esa era de aúpa. Perfume. De aúpa, ya lo creo. El tocino sabe a rancio. Nunca da propina. Le pido ahora el otro plato. Si deja el periódico, lo cojo. Me ha visto mirar. Si la señora me llega a decir que sí… a estas horas. No salió la cosa. Mitjans dice que un día… una condesa… seguro que es trola. Yo puedo decir que también y darme pote. ¡Bah! La pobre Tina luego se enfada. ¿Qué sabe de la vida? ¿A ver, a ver? ¡Otra vez merluza!) El señor que comía ante él se levanta después de limpiarse la boca con una servilleta algo húmeda, pero más limpia indudablemente que el mantel. Ya puesto en pie le alarga el periódico, mientras le dice: —Quédeselo; ya lo he leído entero. Pepe apenas puede darle las gracias porque tiene la boca llena y se levanta un poco, pero tropieza con las ingles en el borde de la mesa y vuelve a quedar sentado. El señor se marcha con un palillo entre los dientes. Pepe pide una manzana para postre al camarero; que ya se ha quitado la chaquetilla blanca y está en mangas de camisa. Quedan sólo tres personas en el local. Él, un señor grueso empleado del Gas (cobrador se supone, por el uniforme, aunque pudiera tratarse de uno de esos seres misteriosos que al anochecido van iluminando las calles de la ciudad y luego desaparecen con sigilo) y una vieja extranjera que parece medio loca. Han quitado los manteles y están colocando las sillas encima de las mesas; las luces del fondo se hallan apagadas. Hace más de dos horas que empezaron a servir y en este lapso ha sido un gran tráfago el que ha habido en el local. Los camareros son muy rápidos en servir y no precisamente por diligencia hacia el cliente, sino para que desocupen lo antes posible el lugar de la mesa. Al mediodía, todavía es mayor la afluencia de parroquianos. A Pepe no le gusta nada el local, ni la gente que concurre, ni la comida que dan; pero por ese precio no se puede encontrar nada mejor. Gracias a esta economía, que su familia ignora, puede disponer de algún dinero; también hace estraperlillos con los libros y matrículas; pero ¿es que su padre no se da cuenta de que un hombre de su edad con cien pesetas mensuales no puede ni fumar? Además, Pepe tiene novia. Es una chica que vive en la Barceloneta; ha cumplido dieciocho años y es hija de un empleado de la Renfe. Le quiere mucho —él también a ella, por supuesto— y tal vez cuando se doctore puedan casarse. La chica demuestra tener paciencia, pues la cosa va para largo. Es el único novio que ha tenido (porque uno que tuvo a los trece años, un chico de la misma calle, no cuenta), y además es el único hombre que la ha besado, y la primera vez no se desmayó de milagro. Los sábados por la tarde van al cine. Los demás días él va a buscarla al trabajo y la acompaña a su casa. Ella está de dependienta en una tienda de monederos de la calle Puertaferrisa. Les gusta pasar por la Plaza Nueva, por la calle del Obispo y luego meterse por detrás de la Catedral hacia la calle de los Condes de Barcelona y por la Plaza del Rey salir a la Plaza del Ángel. Este barrio es muy hermoso, está lleno de poesía y de historia y la arquitectura que hay en él es muy bella. Cuando vienen extranjeros se lo enseñan siempre y mañana y tarde suele haber pintores que copian estos hermosos rincones góticos. Por la noche hay poca luz; ellos se paran en alguna esquina y están charlando un rato de sus cosas. El habla de literatura (una vez escribió un verso muy bonito hablando de los ojos de la novia), y ella le escuchaba y a veces le explica la envidia de las compañeras porque tiene un novio tan guapo. La primera vez que la besó fue detrás de la Casa de los Canónigos, un día que estaba apagado el farol que hay allí. Desde entonces lo tiene ya por costumbre y rara es la tarde que él no aprovecha cualquier oportunidad para repetir la hazaña; ella no se resiste demasiado porque, la verdad, le gusta muchísimo. Cada vez lo hacen mejor. El señor Rovira es el veterinario de un pueblo del Pirineo de donde es oriunda la familia. En los últimos años especialmente está ganando mucho dinero. Quiere que su hijo sea médico, y por eso lo ha enviado a la ciudad; lo que no quiere es que se acostumbre mal, a gastar dinero antes de ganarlo; no quiere que se convierta en un señorito. Que estudie, eso sí, y luego otra vez al pueblo, que entre ejercer la carrera y administrar lo que le deje (y si esto sigue así unos años no va a ser poco), ya puede darse por satisfecho. Terminados los exámenes, Pepe tiene que ir a pasar el verano en el Campamento de las Milicias Universitarias. Allí se suda de lo lindo, pero a él no le disgusta la vida al aire libre y los ejercicios militares; lo malo es que además les hacen estudiar. Con este panorama resulta que sólo podrá pasar en el pueblo ocho o diez días. La pobre Tina se va a aburrir de lo lindo porque, eso sí, es incapaz de salir con otro que no sea él; no haría como la novia de uno de los muchachos del pueblo que duermen con él, ese que estudia Profesorado Mercantil. Claro que es un ignorante y no le habla a la chica más que de tonterías, y, naturalmente, se tropieza con uno más refinado que le gustan las cosas espirituales, y ya se sabe. Además Tina no es como Enriqueta. Ella y su novio van a bailar al Amaya y se pasan el rato haciendo bobadas, y a ella, con esas vueltas y esos saltos se le están viendo continuamente los muslos. Si él no fuera tonto, no la dejaría bailar así delante de los demás. La calle de Fernando está desierta. Los escaparates a oscuras le quitan mucha animación y en cuanto cierran las tiendas la calle queda triste. La iglesia de San Jaime, con su portada gótica, le da un prestigio que culmina en la Plaza de San Jaime, corazón y nervio de la ciudad. (—Sí, voy a estudiar. ¿Y si salvara? ¡Maldita sea! Ayer no fui a misa. No, eso no; hay que cumplir. Lo serio es lo serio. Un hombre joven… pero Dios es Dios. Después de los exámenes me confieso. Peligro. Acto de contrición. Tina mañana. Muchas escaleras. Hoy llego pronto. Al fin, hago lo que quiero y llego a la hora que me da la real gana. No me manda nadie. Mañana no saldré de casa por la tarde. Todavía no he perdido la esper… El año pasado tuve mala suerte. Desde luego que me tiene entre ojos. ¡El viejo sapo! Hasta las dos o las tres. Claro que… ¡oooh!… Si me entra sueño… con sueño no se puede… ¡oooh!) Cuando le dejamos abriendo el portal de la calle de Aviñó con una gran llave antigua, Pepe Rovira tiene la buena intención de quedarse estudiando hasta las dos o las tres de la madrugada para preparar el examen de pasado mañana. EL PADRE Ha llegado a cenar algo tarde; casi todas las noches le ocurre lo mismo; pero, si acaba pronto, luego le sobra tiempo y no sabe adónde ir. En cambio, antes de cenar entra un momento en la tabernita que hay frente al restaurante y se toma uno o dos vasos de un vino blanco que no está nada mal. No valen más que cincuenta céntimos y parece que alivian el peso del corazón. Dos vasitos sólo, alguna noche tres, pero eso ocurre raramente, que cada vez la vida está más y más difícil, y poder comer y vestir ya representa un triunfo. A las nueve sale de una casa de baños, allá cerca, donde pasa la tarde vendiendo los vales para baños, duchas, jabón y toallas, o bien para el servicio completo. Aparte de esto, ha de vigilar a la servidumbre para que todo funcione esmeradamente. Ya no le queda tiempo de ir a su casa —vive en Pueblo Nuevo— y cena en este restaurante modesto, donde por ocho cincuenta (el pan se lo trae él) no se queda con hambre. Terminada la cena se dirige a la Plaza Urquinaona a buscar a su hija, que viene en el tranvía de Pueblo Nuevo, y la acompaña a la clínica, en Sarriá, donde ella trabaja de enfermera en el turno de la noche. Así, durante el camino pueden hablar padre e hija y al mismo tiempo evita que a esas horas atraviese sola unos barrios que están mal alumbrados y desiertos. Por otra parte, la muchacha es tan tímida, tan parada, que si se le acercara cualquier sinvergüenza no sabría defenderse y se moriría del susto. Luego, sobre todo ahora que hace buen tiempo, él baja dándose un paseo hasta el centro, allí toma el tranvía y regresa a su casa; no le importa llegar tarde porque al día siguiente no tiene que madrugar. Hacia las once va a un almacén de granos del barrio, donde lleva la contabilidad; muy rudimentaria por cierto, si se exceptúan esos Libros de Salarios para los Seguros sociales; pero, desde que una vez se lo explicó un inspector, el asunto marcha. Como el dueño del pequeño almacén es casi analfabeto, todo queda siempre bien arreglado mientras no les pongan alguna multa. Cuando ya está terminando de cenar llega un joven y se sienta ante él. Es un estudiante; se ha dado cuenta de ello porque con frecuencia suele venir a cenar cargado de libros. Un hombre que ocupa un puesto como él, que es la persona de máxima responsabilidad en la casa de baños, conviene que sea un poco psicólogo, porque a veces ocurren cosas de lo más raras y de las cuales es mejor no acordarse. Este estudiante llega demasiado tarde y el camarero accede a servirle sólo por la esperanza de recibir propina. A él es fácil que no le hubieran querido ya atender, pues jamás da propina; todo está incluido en el precio del cubierto, que por eso viene ya recargado; además, con lo que daría de propina paga el ferrocarril eléctrico para acompañar a su hija. La vuelta, como se ha dicho, la hace a pie, lo que tiene la doble ventaja de que no le cuesta ni un céntimo y además le estimula la circulación de la sangre después de seis horas de estar sentado en la garita delante de la ventanilla. Es hora ya de levantarse de la mesa y con un paso nada apresurado estará en Urquinaona en el momento en que llegue Berta, y si se retrasa ya tienen convenido que se encontrarán por la calle Fontanella, por la acera de la derecha, o sea la acera del Banco Hispano Americano. (—El joven mira el periódico. Indiscreto. La edad. Otros tiempos. La naranja ha sido buena. He tenido suerte. Se ve que lee lo del fútbol. ¿Dónde están los palillos? Estos chicos, el fútbol, las patadas y nada más. No conocen nada culto, nada selecto: seguro que no ha leído a Vargas Vila, por ejemplo. ¿Estarán usados los palillos? Aquí son capaces de todo; no me fío. El dueño se está forrando seguramente. Con que gane dos pesetas en cada cubierto, se hace millonario. Prefiero darle el periódico, me pone negro. Bueno, tal vez no se haga tan rico, pero defenderse bien, sí. Los manteles no los deben lavar jamás. Sí, le doy el periódico, ¡pobre chico! Fútbol, cine, baile. ¡Así anda el mundo! Bien, en marcha…) Sale a la calle de la Boquería y por una calle estrecha va a la Plaza del Beato Oriol; siempre que pasa ante este balconcillo que atraviesa los contrafuertes de la iglesia del Pino, recuerda la lápida en que se dice que una vez un clérigo se cayó desde allí al suelo sin sufrir lesiones. No es que él no crea en Dios, son cosas que nadie sabe; pero ¡en fin!, puede no ser cierto, o puede serlo y no existir el tal milagro; la ciencia explica modernamente muchas cosas que antes el oscurantismo atribuía a intervenciones sobrenaturales. Este hombre en su juventud perteneció al Partido Radical; ha leído algo, no mucho, que digamos. Ciertas cosas no las ha comprendido bien, pero en los libros está explicado casi todo. Ahí está Reclús, ahí está Darwin, ahí Camilo Flammarion, los sabios que han dado mucha luz al mundo y gracias a ellos la civilización avanza. Claro que debe de haber algo que no funciona bien en el engranaje, pero ello es debido más bien a la reacción y a la superstición. Cuando se trata de su hija, la cosa es distinta. A la chica prefirió bautizarla, aunque algunos correligionarios se rieron de esa actitud suya. Ha salido bastante beata, pero a él no le importa; para las mujeres la religión, sea la que sea, constituye un freno. La chica es buena y si se siente feliz con esas pamplinas, él no ha de contradecirla, porque, aunque librepensador, ha visto muchas cosas, y es mejor que la mujer tenga temor a algo y no que suponga que todo el monte es orégano. En haber permitido que su hija cultive esta inclinación religiosa influye mucho el mal resultado que dio el ateísmo en la conducta conyugal de la madre. Una cosa es la libertad del pensamiento y otra la decencia; una mujer casada ha de ser como Dios manda; lo demás es ser una cualquier cosa. Por la calle del Pino se dirige hacia la Puerta del Ángel para doblar por delante de la Telefónica. Enfrente están edificando; antes había ahí una casa rematada por una cúpula. Recuerda siempre una tarde en que el «hombre-mosca», ante una gran muchedumbre, escaló la fachada hasta la cúpula y luego volvió a descender. Eran épocas más felices aquéllas; Berta era todavía de mantillas y la dejaron en casa de los abuelos, cerca del Arco del Triunfo. Su mujer, Rafaela, y él, hacía poco que se habían casado. Se divirtieron mucho; por otra parte, el espectáculo era completamente gratuito. Ahora Berta es una mujer expuesta a todos los peligros del mundo, los abuelos ya no existen, y Rafaela… mejor es que la olvidemos todos; al menos el que pueda hacerlo, que el padre y la hija no pueden y como una sombra les atormenta y no les deja ser felices. De la Telefónica sale un turno de chicas que debe haber terminado ahora su servicio. Por las inmediaciones les esperan, a algunas, los novios. Van vestidas de colores vivos, hablan en voz alta. Si es cierto que el trabajo produce fatiga hay una alegría en abandonarlo que en cierta manera compensa esta fatiga. (—Todas contentas. Los novios ahí. ¿Adónde irán? A lo mejor alguna… no. ¿Por qué?… sí, sí… a lo mejor alguna es casada. No, no, no hay por qué suponerlo… y el marido en babia. Siempre lo mismo. Rafaela. Y uno se queda solo. Y ya nadie es feliz. Un hombre y una mujer. Jesucristo. Fue un gran hombre; no era más que un hombre, claro. Sabía lo que decía. Era un obrero. Matrimonio. Uno se queda solo ya para siempre. Y después de este mundo, nada. La Nada. El Ignoto. Berta luchando sin que la aconseje una mujer, la madre, eso es. Berta buena. Un novio y se me va. Estos tranvías van demasiado de prisa. Atropellos. No les pasa nada. Grandes Compañías Capitalistas. Trusts. Me dejan solo. Morirse es como antes de nacer. Los que creen, al menos… Dios es la Naturaleza, Rafaela. Yo no la perdonaré jamás. Es mejor aguantarse. ¿Pero…? No, un hombre es un hombre. Línea de conducta. Claro que los años… ¡Se sufre tanto! Pasa el tiempo, y hay que ser generoso. Un viejo; solo, solo. ¿Viene por allí? No, ahora ha llegado el tranvía del Pueblo Nuevo. Cada vez veo menos. La luz artificial. No, es pronto todavía. Puedo ir adelantando. Si Berta se casa… me quedo solo.) A Berta la conoce desde lejos; es una extraña sensación que nada tiene que ver con la vista, por lo demás bastante desgastada; sin embargo, la percibe exactamente. Para los ojos, para los ojos de la cara, es un bulto que se mueve, pero cuyo contorno no se puede precisar, y su rostro no se diferencia de los demás hasta que no se acerca a unos ocho o diez metros. Pero desde el vestíbulo de este teatro, a cuarenta o cincuenta metros de la parada, ya la ha conocido sin el menor temor a confundirse. Berta le ha divisado a él también, pero eso no es extraño porque ella tiene buena vista, y él se encuentra bajo la marquesina del teatro, en medio de una luz vivísima. Este hombre se ha quedado muy solo, sus amigos han ido muriendo y la guerra ha dispersado a algunos correligionarios con los que si no amistad, le unía una antigua camaradería, y el recuerdo de muchas horas de convivencia en la Casa del Pueblo (se entiende en los buenos años, que después ocurrieron muchos hechos que enfriaron los entusiasmos). Este hombre está lleno de ternura y toda la vida ha estado disimulándolo ante los demás y ante sí mismo. A pesar de sus palabras feroces y de sus ideas que escandalizan a los vecinos, es una excelente persona. Toda esa ternura contenida años y años, ahora que la edad le afloja las resistencias, se ha volcado hacia esa hija, Berta, su cordón umbilical con el mundo. Berta no es guapa, es más bien fea, y lo que es peor, no tiene gracia, no tiene atractivo; si fuera a los bailes, que no va, es de las que no bailaría más que cuando por algún compromiso insoslayable, alguien se viera forzado a invitarla a hacerlo. Pero quien dijera que ella no frecuenta los bailes porque sospecha que ocurriría eso, miente, o se equivoca lamentablemente, que para el caso es lo mismo. El padre va siguiendo el bulto con sus ojos cansados; poco a poco, la figura exacta, la figura querida, está cobrando relieves, líneas, colores; es como una mágica aparición a sus ojos de cegato, como un pequeño milagro que se repite todos los días a estas horas. (—Ahí está. Sonríe, no veo bien… ¡Mírala! Aquí, tu padre… Ese bárbaro ¡qué velocidad!… ella es tan prudente. ¡Hija, hija mía! ¿Mala cara? ¿Pálida? ¿Qué será? No, no, mis ojos. Me sonríe. Todos los días. ¡Hija!) Ella le besa en la mejilla mal afeitada. Luego, despacito, van otra vez por la calle Fontanella hacia la estación del ferrocarril de Sarriá. La plaza de Cataluña, al fondo de la calle, es como un inmenso foco que se refleja en el asfalto, pero todo algo confuso, porque nada se ve concreto desde aquí. Hablan de las cosas menudas que a los dos les interesan tanto. Ella le explica lo que ha cenado y cómo le ha dejado la cama preparada para que se acueste en cuanto llegue. Le habla también de lo que dicen en el barrio; que van a dejar libre el pan, y que esta semana no han repartido aceite, aunque tal vez la que viene habrá doble ración. Le habla de que el doctor Lleixá va a hacer un viaje a los Estados Unidos y que el pobre señor aquel que le explicó el otro día que estaba en la habitación 23, está tan grave que seguramente le van a llevar a su casa. El padre escucha, tiene muy pocas cosas que contar; desde su ventanilla no se entera de nada interesante y menos de sucesos que pueda explicarle a su hija, y en el almacén de granos tampoco ocurre nunca nada. Todos los recuerdos de niño y alguna cosa de su juventud que puede no ser escandalosa, se lo ha explicado ya veinte veces. Además a ella le gusta hablar, contarle cosas (le cuenta hasta las películas cuando alguna vez va al cine). Berta tiene muy pocas amigas y es preferible, porque tal como están las chicas de hoy en día, cuantas menos trate, tanto mejor. Con muchachos no sale nunca. Una vez fueron todos los de la Clínica de excursión en un autocar a Montserrat, pero eso ya es otra cosa, iban en grupo. El ferrocarril de Sarriá va casi vacío y se sientan junto a la ventanilla abierta. Da gusto aspirar este aire fresco y húmedo del subterráneo. Berta tiene una voz dulce: —Papá, he pensado que la víspera de San Juan, que tengo libre, podríamos ir al Rompeolas a comer la coca, como hicimos hace tres años. ¿Te acuerdas qué bien lo pasamos? Han parado en Bonanova y ahora arrancan nuevamente; el aire aquí es más puro y trae un perfume de campo o jardín. (—Me acuerdo de hace tres años. Están haciendo unas obras muy grandes aquí. Sí, el progreso contra la ignorancia, ¡ay! Con Rafaela íbamos siempre. Rompeolas, coca y moscatel. Otros tiempos. «Adiós muchachos, compañeros de mi vida…» Montjuich, las luces en el puerto; el amanecer. «… i canta que cantarás / canta l’ocell, el riu, la planta / canta la lluna i el sol / tot treballant la dona canta / i canta al peu d’un bressol…» Tenía una bonita voz… Esta hija es bien puntual, nunca llega tarde; la obligación. Cuando terminen estas obras quedará un túnel estupendo, y una gran avenida por la superficie. Esto es como la evolución; el hombre-máquina, el superhombre. Tiene los zapatos muy gastados. No presume. ¡Es tan buena, tan modesta! Voy a regalarle unos. Setenta pesetas. O unos buenos y que lleve para diario los de los domingos. El 18 de julio han de darme una paga extraordinaria. Yo la exijo este año, ya estoy harto. Hoy se han hecho quinientas pesetas en caja. Este año la exijo, y basta. Compro unos buenos zapatos, y vamos a Masnou a ver a la tía. Atento, la próxima estación.) —Papá, ¿a que no sabes de quién me acordaba ayer? De la tía. He pensado que debíamos ir a Masnou este verano, hace mucho que no vamos, y la última vez que nos visitó me dijo que estaba algo enfadada por eso. Se han puesto en pie y están esperando frente a la puerta automática. (—Transmisión de pensamiento, telepatía. Fenómeno físico. La ciencia lo explica. Pero… cuando dos personas… siempre ella y yo… esto es curioso…) BERTA LA BUENA Al llegar a la puerta del jardín de la Clínica ha vuelto a besar al padre en la mejilla. Faltan cinco minutos para las doce, hora en que tiene que relevar a la compañera que hace el turno de la tarde. Todo aquí, en el vestíbulo, en el ascensor, en los pasillos, es nuevo, aséptico, reluciente. Es una clínica de las caras. Para Berta es mucho mejor trabajar en esta clínica y no en otra más modesta o en un hospital. Ella no lo sabe ni nunca se lo he planteado, pero si al espectáculo del dolor humano por la enfermedad se le añadiera el acento de la miseria, no lo podría soportar. Para llegar al último piso toma el ascensor; allí se pondrá la bata blanca y la cofia, y en seguida bajará al segundo a relevar a Hortensia. (—Papá. Solo; envejecido, la barba gris. Triste; solo. ¡Ay, Dios mío, qué mundo éste! ¿Cómo estará el 23? ¡Virgen Santísima, que esté mejor! ¿Y si…? ¡Ay, que no le haya pasado nada! ¡Qué miedo! Dos hijos. Papá está preocupado. Se alegró con la idea de ir al Rompeolas. Estamos bien solos los dos. Si por lo menos quisiera confesarse. No me atrevo a decirle nada. Pero él cree; estoy segura. Un hombre bueno se tiene que salvar. Dios no permitirá que se condene. Defectos de la educación. No puede ir al infierno; un hombre íntegro. ¡Dios le ilumine! Ha sufrido en esta tierra… valle de lágrimas. Dios le perdonará. Faltan tres minutos aún. Me cambio en seguida. Hortensia.) Hortensia siempre tiene prisa, pero esta noche todavía tiene más, porque su marido la ha telefoneado diciendo que a las doce y media en punto la esperará a la salida del ferrocarril que da a la calle de Pelayo, para ir luego a tomar juntos una horchata. El cambio de una enfermera a otra tiene algo de relevo de centinelas, pues se transmiten órdenes, consignas, planes de operaciones. Al señor del 23 se lo han llevado ya. Era lo único que podían hacer, pues siempre es mejor morir en casa que en una clínica, aunque sea tan lujosa como ésta. Al del 29 hay que vigilarle la temperatura; es de temer un recrudecimiento de un foco. Ha tenido un incidente con el muchacho del 20, aunque tal vez la culpa ha sido de ella misma por darle demasiadas confianzas fiada en su corta edad. Es el que tiene la pierna enyesada —el de la moto—; también hubiera convenido enyesarle las manos… En el 25 hay una señora que llama cada cinco minutos, es una pelma; es suficiente acudir de cada tres veces, una. Afortunadamente ya se ha quedado dormida. El niño del 24 se está quejando hasta que se duerme y su madre está inquieta, y siempre cree que le pasa algo, pero el doctor Lleixá ha dicho que no hay que hacerle demasiado caso, porque no es nada importante ni hay peligro de ninguna especie. Berta escucha todo con la mayor atención. Ella rezará por este señor del 23; porque se salve su cuerpo si aún se está a tiempo, y por su alma, si para el cuerpo ya es demasiado tarde. Vigilará la temperatura del 29 y escuchará su respiración, o le tomará el pulso, y por este infeliz pasará la noche en alarma. No hay miedo de que el muchacho del 20 se meta con ella, y no por esa falta de atractivo de que sabemos adolece, sino porque su comedimiento, su aire, su paciencia, harían que todos la respetaran aunque fuera la más hermosa de las mujeres. Si la señora del 25 se despierta y llama, acudirá solícita, y seguramente tendrá para ella palabras de consuelo o de ánimo que la calmarán, y lo mismo hará con el niño del 24 y con su madre, si es preciso. Por esta Clínica, en los dos años que Berta lleva trabajando, han desfilado muchos pacientes y todos guardan de la enfermera el más agradable de los recuerdos. El sufrimiento debilita los corazones, aunque éstos sean animosos. Quien padece tiene todos los poros del alma abiertos al amor y necesita la compasión, administrada a cada uno de diferente modo, según sea la forma que en él se manifiesta ese pecado único y del cual nadie escapa, eso que llaman orgullo. Ella no parará en toda la noche, y en los ratos libres rezará un rosario, mientras la enfermera del primero tiene tiempo durante cada turno de leer una novela entera de las de Pueyo. A las seis de la mañana la relevarán a su vez, y entonces se irá a casa y se acostará a dormir. Luego prepara la comida y por la tarde arregla la casa, hace algunas compras, cose, y otra vez a trabajar. Esta es su vida y no se siente desgraciada. Los días libres los emplea en cuidar enfermos pobres de la barriada, va al Centro de Acción Católica de su Parroquia, y arregla algunos detalles de la casa. Cuando puede, va a poner inyecciones por los contornos y siempre le sirve para ayudarse algo. Cobra diez pesetas si es gente que puede pagar, cinco si no puede tanto, y si puede poco o nada… pues, ¿qué va a hacer? Los pobres también son hijos de Dios. En su vida nunca ha habido ningún hombre y ella se siente hermana, hija o madre de todos; principalmente de los que sufren. Ve que sus amigas coquetean, tienen novio o se casan; pero jamás ha sentido envidia. Tener un hijo, o varios, eso sí que le gustaría. Como ha estudiado para enfermera, conoce la técnica de la procreación, y si no fuera porque la sabiduría de Dios es infinita, todo esto le parecería absurdo, vergonzoso y fuera de sentido. Raramente va al cine, a veces con su padre, pero sólo a ver películas «autorizadas». El padre jamás la fuerza ni se ríe de esas cosas, aunque él piense lo que piense. Si ella consiguiera que confesara y fuera a misa, sería la mujer más feliz del mundo. Confía en que Dios la dispensará este beneficio; el único que hace años le pide con toda devoción; beneficio que ni siquiera es, directamente, para ella. Pero digo mal, hay otra espina que no la deja ser feliz a Berta la buena. Esa otra espina, de la que casi ni quiere acordarse, pero que muchas mañanas, fatigada y todo, no la deja dormir, es su madre. Su madre que tiene el alma en gran peligro de condenación, en un peligro tal vez mayor aún que el de su padre, con todo y sus manías. Es curioso, pero a su madre no la quiere en más medida que la estrictamente necesaria para no ser una hija desnaturalizada y para cumplir el cuarto Mandamiento. Todo el amor que sintió por ella, de niña, lo ha ido trasladando paulatinamente a su padre y sin que en ello pueda caberle culpa alguna, pues se ha producido de forma involuntaria e inconsciente. Su madre está en Francia; se marchó con otro hombre, les abandonó sin ningún motivo, sin ningún derecho a ello, sin la menor justificación. Dios, en su infinita misericordia, lo ha permitido; ¿quién sabe por qué ocultos caminos ha de llegarles a todos los descarriados la salvación? Ella reza mucho y procura hacerse acreedora de que la escuchen. Esta casa está en silencio. Pasa por ella mucho dolor, pero como es un dolor elegante, se desliza también en voz baja. No se escuchan jamás alaridos ni se ve sangre. En los hospitales el dolor está más a la vista, más en la superficie, aquí todo se envuelve en algodones. Hasta las mismas enfermedades parecen más distinguidas y de los accidentes son víctimas jóvenes que esquían o que van en moto, alguno que choca en auto o que se cae del caballo; en fin, accidentes que dan cierto tono y tienen un aire de frivolidad social, de elegante travesura para desocupados. Claro que todo esto, a Berta, no le preocupa gran cosa; pero bien está que su corazón no sufra al considerar que a este niño, cuando salga de aquí, no se le podrá sobrealimentar, que el que perdió la mano no podrá ganar su jornal, y que el enfermo del pecho recaerá por mala nutrición y exceso de esfuerzo. Estos enfermos bien atendidos y con medios sobrados para defenderse, estas señoritas o señoras a quienes envían costosos ramos de flores, este no importar mil pesetas más o menos, hacen que el sufrimiento se halle algo atenuado. Claro que cuando las cosas vienen mal lo mismo da ser rico que pobre, y este infeliz señor del 23 seguramente a estas horas ya no tiene nada suyo, aunque los hijos hereden unos importantes almacenes que producen un beneficio anual considerable. Berta, aunque es sumamente bondadosa, no deja de preguntarse si estos beneficios que tanto le sirvieron en la tierra, no le dificultarán ahora para entrar en el cielo. En la iglesia ella ha oído hablar algo de estas cosas y un elemental sentido de la equidad se lo evidencia. Por eso, esta noche rezará mucho por el hombre que tal vez, y a pesar de funerales y misas, lo necesite más que otros. Le da mucha pena cuando su padre dice, aunque sea en broma, que el cielo se puede comprar con misas y que, por tanto, es más fácil el ingreso de los ricos que el de los pobres. Ella no sabe explicar bien estas cosas y cuando intenta hacerlo se arma un lío; pero no es eso, las misas sirven para algo, pero no para todo, y un pecador se salva con un solo acto de contrición sincero. A veces no sabe explicar lo que siente, pero nota, está segura, de que lleva la verdad en el corazón. Hortensia pasa por el piso segundo a despedirse. Va muy pintada, lleva el pelo teñido de rubio; es buena chica pero demasiado coqueta y un poco embustera. Berta no la cree capaz de hacer nada malo, pero la considera excesivamente desenvuelta, y en cuanto ve unos pantalones, cambia por completo de actitud. Está casada y siempre se está fijando en los demás hombres, cosa que no debería hacer. Sobre todo la gusta que la requiebren, que la admiren, que la contemplen. A pesar de ello son bastante buenas amigas, aunque no estén juntas más que un cuarto de hora cada día. Berta se sienta al lado de la mesa, ante el tablero donde están los timbres. (—El señor del 23. ¡Que Dios se apiade! Esta Hortensia, ¿irá con las otras? De noche, peligro, un hombre; la ven tan rubia… Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…) La luna está alta y vierte agua de plata sobre la ciudad; en estos barrios lejanos esa plata casi puede tocarse con la mano, en las rejas de los jardines, en los árboles, en los bordillos de las aceras. Cantan los grillos y se escucha una cigarra. Cuando sopla el vientecillo del Este, llega desde la Diagonal un sonido lejano de música de orquestas invisibles, como melancólico son escapado de otros tiempos. DESFILA LA COQUETA Se ha despedido de las otras dos compañeras de turno que cogen el tranvía, porque ella va a tomar el tren de Sarriá. Su marido la espera para llevarla a bailar a la Rosaleda. Por lo menos eso es lo que ha dicho a las dos enfermeras, aunque lo cierto es que el marido la llamó al salir del despacho, diciéndola que irían a tomar una horchata por ahí, vagamente por ahí; ella querrá ir a la Rambla de Cataluña, porque hay gente más elegante, pero él propondrá la Plaza de la Universidad, por ejemplo, porque les queda más cerca de casa, o el Paralelo, que está muy animado. Hortensia va siempre muy bien vestida, pues le gusta que la miren los hombres y que la envidien las mujeres, y para ambas cosas, el vestir bien y un tantico exagerada es muy conveniente; sobre todo si se tiene el tipo hermoso (lo importante en una mujer es el tipo, la cara es lo de menos). En el tren de Sarriá saca billete de segunda ya que detesta ir en tercera mezclada con todo el mundo y, además, lo que gana es para sus gastos y no le tiene que dar cuentas a nadie. En el ferrocarril viaja poca gente; en el departamento tapizado de verde oscuro, un señor solo, y en otro asiento una pareja joven. (—Ahora me mirará. Es mono este vestido. Un poco ceñido, pero es igual. ¡Enseño lo mío! Voy a cruzar las piernas. Haré como si leo. Tengo que ir a la peluquería otra vez. Iremos a la Rambla de Cataluña, nada de Paralelo. Le diré que estoy cansada y no quiero andar. Este se cree que no le veo. El que está con la mujer también mira con disimulo. Claro, con ese adefesio. Me parece que no me peiné bien. Voy a ponerme otra vez rulos. Debe ser un señor rico. Si nos dejaran ir en traje de baño, se desmayaban. Desde luego, ni hablar de Paralelo. A Juani la dije que cada martes me mandaban un ramo de flores. Se lo ha creído. «Y lo más gracioso es que no le conozco…», «¡con lo caras que están!». «No sé, hija, debe ser uno que me siguió la otra noche con un haiga…» Podría ser cierto al fin y al cabo. Si yo no fuera como soy, tendría lo que quisiera. Lo que pasa es que… Me voy a comprar un maillot de esos americanos; Castelldefels. Vendrán alrededor como moscas. Llevaré un libro en inglés. Me haré la extranjera. El de la mujer volvió a mirar. El 23 ha debido de estirar la pata. Berta sufre, ¡la pobre! Nunca ha debido besar a ningún hombre. No se casará. Parece un saco de patatas. Me aprieta la faja. Ya estamos llegando a Provenza. Esta falda se sube demasiado. ¡Peor para ellos, que rabien! Con la paga extra puedo comprar un maillot americano y me sobrarán unas trescientas. A Paco le regalaré unos shorts, aunque… es un soso. Seguro que no querrá ponérselos. Algún día que venga a Castelldefels. ¿Dónde me dijo? ¿A ver si ahora no me acuerdo? ¡Ah, sí! Calle Pelayo. Ahí estará hecho un badoc. Pues éste me va a seguir. Paco me desacredita. No irá a acercarse…) Hortensia es más bien un poco gruesa y da la sensación de que los vestidos se le hayan quedado pequeños. No es ya tan joven como parece querer aparentar en su aspecto y en la forma de arreglarse y vestirse; sin embargo, es una de esas mujeres que atraen a los hombres de escaso gusto, a los exquisitos en determinados estados de ánimo, y siempre, a los que no han cumplido todavía los dieciocho años. Aunque no lo parezca y cualquiera diría que en ello se complazca. Hortensia es una buena chica; lo único, que le gusta coquetear y hacerse un poco la «vampiresa» como vulgarmente se dice. Va mucho al cine y lee muchas novelas. Últimamente imita a Rita Hayworth, antes hizo lo mismo con Mae West, y hace más años aún le gustaba parecerse a Clara Bow. Vivía con sus padres en la calle Hospital, y ahora, con su marido, en la del Carmen; así es que no ha salido de ese barrio. Conoció a Paco en el Parque de la Ciudadela, adonde iban los domingos a bailar sardanas. Se casaron en mil novecientos cuarenta y cuatro, y no han tenido hijos. Para poder vestirse, arreglarse y divertirse, trabaja de enfermera, pues revalidó el título que obtuvo durante la guerra. Su trabajo dura poco más de seis horas y el sueldo es bastante bueno. Además le gusta este trabajo, conoce gente de campanillas que luego la saludan cuando coinciden en algún lugar público; hay médicos jóvenes, enfermeros, pues, aunque parezca mentira, una clínica es un lugar bastante divertido. Goza de grandes simpatías entre todos, más entre los hombres que entre las mujeres. A veces… pero ¡en fin!, ¿a quién no le puede pasar alguna cosa de éstas? Sin ir más lejos hoy, ése que está en la habitación 20 con una fractura de fémur —apenas tendrá diecinueve años— la ha llamado para que le arreglara un poco la cama porque él no puede doblarse y… ¡y que no hay derecho! No saben distinguir una mujer decente de una que no lo es. Otra vez tuvo que parar los pies a uno de los médicos. Por lo demás, casi está deseando que llegue la hora de ir a trabajar, porque su marido es de lo más soso. Bueno como el pan, trabaja y se defiende bastante bien, pero llega a casa y se pone a leer el periódico o a escuchar la radio; come y apenas habla, y hay veces que se pasa dos meses sin enterarse de que está casada. No se le puede gastar una broma, ve las películas y no entiende nada ni se acuerda de los nombres de los artistas, y tiene unos amigos de lo más rancios y aburridos. No está arrepentida de haberse casado porque si no hubiese sido con éste, hubiera sido con otro parecido, pero a veces piensa que le hubiese gustado casarse con un hombre como esos del cine, o de las novelas. Y debe haber hombres así, lo que pasa es que no se atreve; pero algunos con caras muy interesantes se le han acercado a decirla cosas. Lo malo es que todos van en busca de lo mismo. Su marido la está esperando en la calle junto a la barandilla de las escaleras. (—Míralo; hecho un pasmarote. Pues no voy al Paralelo. ¡Con lo guapa que estoy! Quiero lucirme. Además, aunque no le guste, fumaré; llevo cigarrillos de esos largos, Palma, o Palmol, que no sé cómo se dice. Los ojos de ése en mitad de la espalda. Paco ni se entera. Si no fuera porque una… La media se me ha caído un poco. Si me la levanto ahora se enfada, es un tonto, ¿qué importará que me vean un muslo? No me lo van a robar… Míralo ahí, leyendo el periódico. Pues ¡que rabie! Ha perdido el «Barça». A mí también me da rabia, pero me alegro. Le voy a decir que me ha seguido un inglés muy elegante. Me aprieta la faja.) Paco ha estado en el cine haciendo tiempo. Ha ido a ver una película de Sandrini —un cine barato—, pero le ha sentado mal la cena y ahora preferiría volver a casa. —Me duele aquí. Estoy muy fastidiado y tengo miedo a ponerme peor. Desde que tienes ese turno y tengo que hacerme la cena… A ella le molesta que su marido no se encuentre bien. Tan guapa que iba y con lo mucho que se ha repintado para ir a lucirse a una horchatería de la Rambla de Cataluña; ahora tiene que meterse en casa porque a su marido no le funciona bien el sistema digestivo. —Siempre te pasa alguna cosa… Pues yo no tengo sueño, y si fuera por la tarde me iba por ahí sola, te lo aseguro. Él ha doblado el periódico y se lo ha metido en el bolsillo de la americana después de comprobar que la tinta de imprenta le ha desteñido los dedos. Con cuidado de que no lo observe su mujer y le riña, la ha cogido del brazo, aunque con desaliento, con un gesto dictado por la costumbre. —¡Sí que lo siento! Me ilusionaba dar un paseo por el Paralelo y luego habernos sentado a tomar una horch… Hortensia le interrumpe con la voz endurecida: —Pues yo no hubiera ido al Paralelo, hubiera ido al Turia, que es donde se está bien, donde va gente de la que a mí me gusta, de la que yo trato. A Paco le resulta más cómodo no contestar. Van por la calle de Pelayo en dirección a la Rambla; dentro de diez minutos estarán en casa. En un coche descapotable, a poca distancia, van tres jóvenes. Ella vuelve un poco la cabeza y les ve; su paso parece que es ahora más voluptuoso y por dos veces les mira. Uno de ellos le hace un gesto con la mano. Paco no se da cuenta de nada. (—Si yo quisiera… Como los dedos de la mano… con coche… si no fuera porque… Ahora se ha puesto enfermo. Precisamente esta noche. Es un aprensivo; un idiota. Yo no tengo sueño. Se tendrá que fastidiar porque me voy a poner a leer. He de terminar eso de «Por siempre Ámbar» que me han prestado. ¡Qué mujer! Claro que es un poco… libre. La época. ¡Cómo me miraron los del auto! Talento que tiene una. Este está ciego. No sabe que si yo quisiera… Haría buena pareja con Berta. Tal para cual. ¿Quién le ha mandado ponerse malo? La verbena; estoy de guardia. ¡Qué fastidio! Claro que al salir… Iremos en grupo, con los muchachos. Nada malo; una noche es una noche. Si éste viene, bien, si no, voy sola. No me van a comer. A estas horas ya hay golfas por ahí. Pues ésa es guapa… y cómo provoca a aquél. ¿Para qué me habré puesto el tacón tan alto?) Al principio de la Rambla, es decir, al final, están sentados en las sillas gentes desocupadas que hacen allí tertulia y ven desfilar al público que sale ahora de los espectáculos. Hace calor y la noche invita a estos solaces. El tiempo pasa lentamente y da gusto verlo pasar desde estas sillas de la Rambla; frente al quiosco de Canaletas y frente a esta fuente de agua fresca de la cual se dice que, quien la bebe, nunca más podrá marchar de la ciudad. Estos noctámbulos ya no tienen prisa; algunos verán amanecer aquí, otros en las sillas de más abajo, en las que están entre la calle Escudillers y el teatro del Liceo que es donde se polariza el máximo y más pintoresco movimiento de la noche de estas Ramblas. Si Hortensia se hubiera casado con otro hombre, seguramente no sería así. No se le puede echar a ella toda la culpa, aunque también fuera injusto acusar a Paco de esa coquetería siempre insatisfecha de su mujer. Las cosas son como son. De encontrar un hombre que la hubiera metido en cintura y que la hubiera quitado de la cabeza esas manías y ese deseo de agradar a todos, no la interesarían tanto los vestidos, ni el teñido del cabello, ni los andares, ni los requiebros. Claro que para conseguirlo, el hombre ha de dar algo, y eso no lo saben bien ni Paco ni ella; aunque ella algunas veces lo barrunta, y está a punto de dar en el clavo. Tonta como es, piensa en los galanes de cine y en los personajes de las novelas. Por ahí está el quid, aunque es muy posible que no fuera necesario ir tan lejos y que incluso, y ya es suponer, pudo encontrar lo que le hacía falta entre los mismos jóvenes que bailaban sardanas en el Parque, o entre los que paseaban aquellos años por la Rambla, de siete a nueve, o entre los que hacían funciones de aficionados en el Coliseo Pompeya o en el Teatro Escuela, pongo por caso. Lo que ocurre es que este Paco es un infeliz. Y tiene suerte de que Hortensia también lo sea y de que su padre la inculcara unos principios buenos y rectos. Al pasar frente a la Academia de Ciencias, mira su reloj de pulsera y se detiene para ponerlo en hora. Es muy mono, con brillantitos, pero cada día adelanta cinco minutos. (—La una menos veinte; siempre adelanta. Y me dijeron que era como un cronómetro. Dentro de un ratito ya estamos en casa. A ver si mañana viene la mujer esa que trae el aceite y me hace levantar pronto. El tren llega a las ocho. Ya no me subo la media, por aquí ya no pasa nadie interesante. ¡La faja! ¿Habré engordado? Ahora estoy muy bien; a los hombres no les gustan las escobas. ¡Hay que ver cómo me miran! Claro que a alguno le da lo mismo. Ni pum…) Doblan frente a la puerta de la iglesia de Belén, que monta su guardia barroca en este ángulo barroco de la ciudad. Los santos, de piedra, están dulcemente bañados por la luna. LAS ILUSIONES PERDIDAS A los veintitrés años había leído algunas novelas pornográficas y era comprador asiduo del Papitu. En su descargo hay que aclarar que leía tanto las novelas como la revista sin demasiado entusiasmo. Como en el fondo era un buen muchacho, los domingos por la mañana iba al Parque de la Ciudadela a bailar sardanas con un grupo de amigos del barrio. Por entonces, Hortensia le gustaba bastante, pero durante años su relación se limitó a algunas palabras cambiadas más o menos tímidamente, y no se pensó en abandonar el tratamiento de usted. Ahora no se puede acordar de en qué momento apareció el amor, si amor es lo que experimentó y le une a esta mujer. A veces sospecha que la atracción estuvo determinada por una secreta y vergonzosa analogía con los dibujos que ilustraban sus lecturas favoritas. En aquellos tiempos, Hortensia no le hacía caso, era muy coqueta y hacía sufrir a todos los del grupo; los de la colla, como decían. Todo eran citas, ausencias, cartitas, y apartes, amén de llamadas telefónicas, retratos y otras muestras semejantes de femenil coqueteo. Actualmente se sienten unidos ambos por la costumbre de muchos años de amistad y bastantes de convivencia; eso que llaman matrimonio. La guerra le calmó un tanto aquellos transitorios ímpetus relacionados con sus lecturas, y actualmente, su mujer, a pesar de sus teñidos, ceñidos y contoneos, no le dice gran cosa, y por otra parte no ignora que todo eso va dirigido al público en general y jamás a él particularmente. Sin embargo, está tan acostumbrado a ella, a su voz algo chillona cuando le grita, a sus pequeños raptos de histeria, a sus mentiras, que de ninguna forma podría prescindir de su presencia, de su convivencia. Además, ella trabaja y se paga sus modestos lujos y vanidades; él mantiene la casa y como las cosas marchan bastante bien, puede hacer unos ahorrillos para el día de mañana; economías de las que nunca le habla a ella, pues pretendería aumentar el tren de vida. Por la calle del Carmen circula poca gente. Está cansado. Él mismo se preparó la cena, como casi todas las noches; un poco de verdura y un huevo, de postre dos albaricoques. No sabe bien a qué puede ser debido, seguramente a beber agua muy fría, el caso es que siente que se le ha estropeado la digestión y nota un dolor agudo que le perturba. Si no hubiera telefoneado a Hortensia para ir a dar una vuelta, se hubiera quedado en casa en vez de ir al cine, pero sabía que si llega a faltar a la cita se arma bronca de las grandes. No es que a él le hagan mella estos disgustos, pero le horroriza la perspectiva de escuchar la voz destemplada, agria, de la mujer durante diez minutos y, además, que todos los vecinos se enteren y escuchen las palabras desagradables que le dirige, y que aunque no lleguen a lo textualmente soez, sí lindan con el insulto, que es ofensivo que a un hombre le llamen, por ejemplo, «calzonazos», máxime si ese hombre está casado. Y replicar es inútil; ya lo intentó al principio, pero perdió la batalla. (—Me hubiera gustado pasear. El Paralelo; animado. Calor, verano, diversiones; Paralelo. Se ha comprado otro monedero; siempre gastando en tonterías. Si se da cuenta de que el periódico me ha manchado los dedos… Iría más de prisa, pero protestará. El water. ¡Qué rabia! En seguida que llegue… Fue el agua fría seguramente. Hiela los jugos. El proceso digestivo… Me duele, ¡caramba! Procuraré que no se entere de que he roto un vaso. Que compre otro. Hace calor. Cama caliente; mejor es dormir solo. No entiendo cómo el entrenador no cambió el equipo. Así se comprenden todos los fracasos. Ya lo dice bien claro El Mundo Deportivo. Mañana compraré Marca. Basora es el único. ¡Qué fastidio, este dolor! Para el 18 de julio van a darnos tres pagas, por lo menos. Diré a ésta que sólo me han dado una… Voy a comprar cuatro acciones de Campsa. Van a subir. Ya llegamos. ¡Menos mal!) El marido de Hortensia fue escamot en sus años mozos. La noche del 6 de octubre le dieron un magnífico Winchester, pero no tenía pasador, y como resultaba incómodo estar con él en la mano continuamente, aun a trueque de perder marcialidad, le puso una cuerda. Todo iba bien, paseaban por el barrio; con los del «Casal» hacían guardia a la puerta, pedían la documentación. Por la noche escucharon el discurso del Honorable Presidente: Catalans, les forces monarquitzants i feixistes han assaltat el Poder. En fin, todo iba bien, pero de pronto empezaron a escucharse disparos por la Layetana y después por toda la ciudad. Con mayor o menor intensidad sonaba el tiroteo en la Rambla, en la Plaza de San Jaime y en el Gobierno Civil; hasta cañonazos y tableteo de ametralladoras. Ellos, naturalmente, se encerraron en el Centro y se parapetaron. Por la mañana se marcharon a sus casas. No entendió bien todo aquello, pero pasó tanto miedo que juró no tocar un arma en su vida. Lo que más le preocupa en este momento es que se ha olvidado las cerillas y van a tener que subir las escaleras a oscuras, lo que le acarreará, seguramente, una regañina. Le preocupa tanto esto, que casi ha olvidado ese malestar físico que le hace desear llegar a su casa lo antes posible. Por la acera viene un hombre que debe estar borracho a juzgar por lo inseguro de su paso. En previsión de un incidente, cruzan al otro lado de la calle. (—Cuidado. Puñalada, mala gente. No me gusta, Hortensia, con este vestido. Provocativa. Soy su marido. Claro que si es poca cosa, lo mejor es disimular. ¿Un pellizco o un azote? No lo veo. Pero ella es capaz de hacerme… de meterme en… Crucemos; mejor ser prudente. Subir la escalera a oscuras ¡se va a armar! A dormir en seguida… antes al water. Ha sido el agua fría, seguro. No ha dicho nada el borracho. Navajazo en la espalda. No, no, mira, era inofensivo. Me he dejado las cerillas en el fogón. Conviene tener dos cajas. La escalera la subo a tientas; la sé de memoria. ¿Qué será esto que me molesta entre los dientes? Lástima que no llevo un mondadientes, ni un alfiler siquiera. Mañana he de preparar esa factura de Canivell…) Cuando llegan al portal se ve forzado a confesar que se ha olvidado las cerillas y que tendrán que subir a oscuras la escalera. Ella le contesta que es idiota y que menos mal que está casado con una mujer que no se merece. Abre el monedero y empieza a buscar entre distintos objetos: un espejo, un pañuelito con frases en francés, una polvera de plexiglás, un frasquito de perfume, un paquete rojo de tabaco Pall-Mall, un llavero, hasta que por fin encuentra un pequeño encendedor. Como él no pregunta, ella termina diciéndole que se lo han regalado. Realmente, al marido no le importa mucho y aun se alegraría de que fuera verdad lo del regalo, porque demostraría que Hortensia no ha perdido aún el buen juicio gastando trescientas o cuatrocientas pesetas en este aparatito, cuando en la calle Pelayo por quince pesetas se compran unos que no fallan nunca. No cree, desde luego, lo del regalo y está seguro de que lo dice para mortificarle a él; a su mujer no hay quien le haga regalos de cuatrocientas pesetas. Cuando la guerra le obligaron a incorporarse al Ejército; era de la quinta del 33. Consiguió ingresar en Sanidad y quedarse en Manresa, pues le dieron útil solamente para Servicios Auxiliares; más adelante le mandaron a Infantería. Pero cuando la retirada de Aragón, a los tres días de llegar al frente, comprendió que aquello era demasiado serio y que contra los «fascistas» no se podía luchar. Entonces, a pie, regresó a su casa. Pasado algún tiempo le detuvieron como desertor; le dijeron algunas frases bastante insultantes por cierto, pero él no podía defenderse, era un preso. Estuvo tres meses detenido en el Castillo de Montjuich donde no se pasaba del todo mal. Allí convivió con algunos que le fueron luego muy útiles porque le avalaron cuando estaba en el campo de concentración. Todo esto son viejas historias que no deseaba recordar. Él iba a bailar sardanas y le gustaba jugar al dominó en el Casal, llevaba un lacito negro por corbata y leía L’Humanitat. Tenía, claro, sus ideas, pero nunca se hubiera metido en líos. Le metieron diciéndole que no iba a pasar nada y si no pasó algo gordo fue por milagro. Desearía tener un hijo a pesar de que es un gasto muy grande. No lo tiene y se resigna, pues con los tiempos que corren no se sabe qué es lo mejor. Además, si tuviera un hijo no podría hacer esos ahorros que se ha dicho. Trabaja desde hace tiempo en una casa muy importante de la calle Lauria: «Balcells & Jaumandreu - Hilados y Tejidos.» En los años del estraperlo han ganado muchísimo y les conviene ser generosos con los dependientes, que están enterados de muchos secretos. A su esposa no la ha dicho nada de estas extraordinarias generosidades, que van a parar íntegras al Banco, y que suponen una cifra superior al sueldo. Si las cosas siguen así unos años, y con un sabio empleo e inversión de estos fondos, puede asegurarse una vejez tranquila. Es fácil que Hortensia, por su parte, haga otro tanto, aunque sea en menor escala, y será mejor para ella, porque si no, mantenerla desde luego, pero no tocará un céntimo de todo este capital. Tiene que abrir la puerta a tientas, pues el encendedor se calentaba mucho y ya no lo podía sostener entre los dedos. Enciende la luz del recibidor. Ella avanza resueltamente y penetra por una puerta que hay al principio del pasillo, a la izquierda. Se escucha el ruido de cerrar por dentro el pestillo. Paco siente un sudor frío sobre la frente desolada; había hecho un gran esfuerzo y ahora se encuentra con un nuevo aplazamiento. (—No hay derecho. Ya se ha metido ésa. Y sabía… ¡No hay derecho! Hace calor. Estoy sudando. Hay para matarla. Parece que sale… ¡Qué mujer! No sale…) Hortensia aparece muy marchosa y camina hacia el interior encendiendo luces. El hombre se lanza hacia ese aposento por el que tanto ha suspirado. Las sábanas estarán calientes, y ella le seguirá riñendo por no haberla llevado a una horchatería de la Rambla de Cataluña, hasta que el sueño la rinda en alianza con el novelón de Katheen Winsor; él pensará en sus ahorros y contestará con aburridos monosílabos. Del patio llegan las notas de una gramola que toca «Santa Lucía». MUJER CON PERRO Cuando iba a salir ha oído ruido en la escalera, y se ha asomado por la mirilla. Ha estado sin respirar observando la llegada de los vecinos de la tercera puerta. Primero se veía un reflejo de luz que luego se ha apagado, pero entonces se les oía hablar. Por fin han abierto y en seguida se ha iluminado el recibidor. Todavía ha tardado ella un momento en salir. (—Míralos. El parece un pazguato; ella una golf… ¡Ay, Virgen Santa, qué iba a pensar! Una coqueta sí es, y grande. Ahora que en mi tiempo a eso lo llamaban de otra forma. ¡Qué falda! Lo enseña todo. ¡Jesús; no tiene vergüenza! ¿Y el marido…? A cualquier hora mi pobre… a cualquier hora. Van desnudas. Luego dicen… pero si son ellas; los hombres si les provocan, ya se sabe. La decencia no cambia. ¿A ver si alguien puede decir de mí…? Él es un papanatas. ¿Me oirán si salgo ahora? Voy a salir…) Con la voz en sordina llama al perrito que está junto a ella: —Ven «Chichi», ven acá, ven acá, malísimo, que cada día te vuelves más malo. ¡Venga usted acá le han dicho! Abre la puerta sigilosamente y toma en brazos a «Chichi». Baja la escalera, no necesita luz; hace sesenta y tantos años que baja y sube esta escalera. Doña Leoncia es viuda; hace mucho tiempo que falleció su marido, de unas fiebres malignas. Como era militar, percibe una pensión, que si antes le permitía vivir modestamente, en los últimos tiempos la vida ha subido de tal forma que apenas le da para subsistir una semana de cada mes. Como sus ahorros se consumían a pasos agigantados, decidió incrementar la producción de jerseys para niño que hace a ganchillo y que si antes representaba una ayuda, es ahora su principal ingreso gracias al cual pueden sobrevivir, mal que bien, ella y su pequeño «Chichi». Afortunadamente nunca ha estado enferma, porque el caso no está previsto ni en su economía ni en su organización doméstica. Tiene una hija en Badajoz, casada con un empleado de Correos, pero es madre a su vez de muchos hijos. Y bastante trabaja la pobre para sacarlos adelante. Hace dos años fue a Badajoz a visitarla y se alegró mucho de conocer a los nietos, muy buenos y guapos; se parecen a su difunto esposo, sobre todo el mayor. Esta mujer duerme poco, apenas cuatro horas. Últimamente le falla un poco la vista y esto la tiene muy preocupada, pues no le pasa inadvertido que los jerseys adolecen, con frecuencia, de pequeños fallos. Trabaja para una tienda muy antigua; antes estaba en la calle Puertaferrisa, y ahora en la parte nueva de la ciudad. Le dan mucho trabajo, pero se lo pagan mal. En los últimos años, la vida ha subido considerablemente, y sin embargo, desde mil novecientos cuarenta y cinco, el precio de la confección no se lo han mejorado. Antiguamente, cuando era una pequeña tienda en Puertaferrisa, se entendía con el señor Marcet, que era muy serio y honrado, y, aunque no generoso, daba gusto tratar con él. Los hijos son más elegantes, mejor educados y hasta más simpáticos, pero no se puede confiar en ellos. Si un día le falla la vista y no le es posible seguir trabajando, le dirán que no pueden hacer nada, que no está amparada por las leyes sociales, que vaya a la Beneficencia. Tal vez, hasta con darle cien pesetas queden además con la conciencia tranquila y todo. A ella le gusta bajar a estas horas con el perro para que el animalito, que es muy limpio, haga sus necesidades; de paso, toma el fresco y estira un poco las piernas. Por las mañanas madruga mucho y oye misa de ocho en Belén. Algunos días comulga y otros no, porque se le olvida y bebe agua (siempre se despierta con sed por las mañanas). Por las tardes, si no tiene mucho trabajo, acude al rosario, y cuando está cansada también lo deja todo y se refugia en la iglesia para descansar un rato. La compra la hace por las mañanas después de misa. Come poco, pero todo está muy caro ahora y el dinero llega justito a fin de mes. Después visita al cocinero de un hotel que hace muchos años que conoce y que le guarda comida para «Chichi». Tres veces durante el día baja al perrito a la calle y así siempre tiene la casa limpia y no huele mal, como en esas otras casas en que la dueña es una sucia, y no sabe cómo hay que tratar a los animales. Ella nunca ha visto un perro que fuera sucio, y mujeres que lo fueran, muchas. Algunas épocas ha pensado que si su esposo hubiera muerto en acción de guerra, como por entonces les pasó a otros en África, ella cobraría el doble de pensión, con lo cual se hubiera podido arreglar mejor. Después de todo, hace tanto tiempo que ¿qué importaría que hubiera sido de un balazo o de unas fiebres malignas? Para tranquilizar la conciencia le preguntó a Mosén Antón, su confesor, si esto era pecado. Si no se deleitaba en la idea, no existe materia grave, pero dictaminó que no eran recomendables tales lucubraciones. Ella no puede complacerse en pensarlo, claro, pero calcula que, muerto por muerto… No tiene amigas. Unas han ido falleciendo y otras viven lejos, y con las vecinas su trato no es más que el indispensable; no le gustan los chismes, aunque, eso sí, la entretiene ver y escuchar todo lo que puede a través de la mirilla, o por los balcones, o por las ventanas del patio. Como es buena observadora y no deja de ser inteligente, a pesar de que no habla casi con nadie, está muy enterada de lo que sucede en el vecindario, y aunque lo ignore, posee una gran intuición psicológica. No tolera a nadie en su intimidad y tampoco se hace simpática a los demás; sólo congenia con los niños. Dos generaciones y media de vecinos, siendo niños, han ido a jugar a casa de doña Leoncia. Ella, desde tiempos inmemoriales, tiene alguna pastilla de chocolate para ellos y, además, les cuenta antiguas historias. Eso hace que en la vecindad no sea detestada, pues, aunque cuando los chicos empiezan a ir al colegio sus relaciones con ellos se enfrían hasta desaparecer casi por completo, en la memoria de todos los vecinos de esta escalera que tienen menos de cuarenta años hay un rinconcito cariñoso para doña Leoncia. En las ocasiones en que por algún incidente extraordinario —los bombardeos de la guerra, cuando se partió la pierna, y pocas veces más— han entrado en su casa después de muchos años de no visitarla, han podido contemplar, sobrecogidos, el mismo papel amarillento en las paredes del comedor, con unas flores desteñidas desde siempre, el mismo cuadro que representa una casa con un árbol al lado rodeado de una cerca, la estantería con las antiguas tazas y copas, y a ambos lados, otros cuadros alargados con escenas de caza un tanto convencionales. Claro que todo no está exactamente como antes; el tiempo pasa aquí más lentamente que en otros lugares, pero pasa; a veces se diría que se entretiene por estos rincones, por estas cómodas, por la vieja colcha de la cama. El tiempo también pasa sobre la cabeza de doña Leoncia y no se ha conformado con blanquearle el cabello, sino que le ha jugado otras pequeñas travesuras. De joven fue aficionada a la lectura, y a veces por distraer el ánimo y la vista del ganchillo, vuelve a leer Los miserables, Han de Islandia, Los tres mosqueteros, o cualquiera de los antiguos volúmenes que tiene encuadernados y alineados en el gabinete. Como le dijeron que alguno de estos libros estaba excomulgado, lo consultó con Mosén Antón, y tiene permiso para leerlos. Su padre, que había sido un hombre muy instruido y aficionado a las novedades que venían de Francia, se jubiló en Barcelona y aquí se quedó a vivir ya para siempre la familia. Ella, durante los cinco primeros años de matrimonio, residió en Figueras, pero cuando trasladaron a su marido (que en paz descanse) a África, volvió a vivir en casa de su madre, que se había quedado ya viuda por entonces. Al poco vino la desgracia, y cuando la gripe, le tocó el turno a la madre. Desde entonces vive sola, mejor dicho, sola no, porque siempre ha tenido la compañía de algún perro, que a veces son mejores que las personas. A «Chichi» hace ya diez años que lo recogió, cuando era un cachorrito, y lo halló perdido en el mercado de San José. Es ya viejecito el pobre, pero tan bueno que el día que se muera se va a encontrar muy sola. En la calle no se ve apenas a nadie y el aire ha refrescado un poco, lo que hace que el paseo resulte placentero. Se están haciendo muchas obras en el Hospital de la Santa Cruz, donde ahora está la Biblioteca Central. Doña Leoncia sigue estas obras con el máximo interés, y a veces entra en el patio y habla con los albañiles, pues tiene curiosidad por saber qué es lo que quieren hacer con este caserón. Tiene mucho valor histórico y lo están dejando muy hermoso. La ciudad va cambiando, pero ella sólo se da cuenta de tarde en tarde. Su único recorrido es para llevar o recoger las labores y en la Rambla toma un tranvía que la deja casi a la puerta. Fuera de eso, apenas se aleja de casa. Algún domingo por la mañana va a misa a la Catedral y otras veces al Pino, y de cuando en cuando se llega hasta Santa María del Mar. En realidad han cambiado algo estos barrios, pero solamente por la parte de la Reforma, y por esa explanada que ha quedado abierta ahora delante de la Catedral. Hace unos seis años estuvo en Gracia; hacía mucho que no iba, y fue porque murió el marido de su prima Paulita (bueno, prima de su difunto esposo). Si no le avisa el tranviario, al llegar a la Travesera, donde había de apearse, se hubiera perdido. El perro se para con frecuencia en los guardacantones; pero ya no es juguetón como en otros tiempos y sigue el paso reposado de la dueña. (—¿Qué harán aquí? Esto queda muy bien. Como un palacio antiguo. La Biblioteca y la Academia de Medicina ya están aquí. Esto es bonito. ¿Otra vez, «Chichi»? Nunca barren esta calle. «Bordados y plisados.» Oigo un auto; ¡«Chichi», cuidado! «Peinadora.» Si acabara mañana las botitas, el miércoles entrego el juego. Una pizca de carne, ocho pesetas. «Herbolario.» Son unos ladrones. ¡María Santísima! Calumnia, pecado venial. Ladrones… pude decir, abusones. Perdón. ¡Dios mío! Lo he dicho sin querer. Pecado venial. Los riñones; una friega con alcanfor. Mañana, Boquería. Una libra de pescado. Esta semana no dan aceite. «Chichi», ¡por favor!, ya hay bastante. «Leche fresca de vaca.» ¿Dónde irá esa mujer sola a esas horas? No parece nada malo. ¿Tendrá un hijo enfermo? «Chichi» está viejecito, ¡el pobre! Sube, sube a la acera, ¡hijito! El dolor, ¿será reúma? «Se traspasa este local.» «Chichi», hijo, vamos para casa.) Lentamente regresan hacia la casa; en un reloj lejano —¿la Catedral?, ¿el Pino?— ha sonado la una y media; es hora ya de retirarse. Tomará una taza de tila y se meterá en la cama. Todavía tiene que rezar y para cuando se duerma ya serán las dos y media. A las seis ya estará en pie. Van despacio los dos, se comprenden, se necesitan, se estiman. Nada quieren, nada ambicionan, nada esperan; viven todavía. Doña Leoncia es antigua suscriptora del Diario de Barcelona, y se lo traen cada mañana. Desde que los periódicos van tan caros ha hecho con el vecino de enfrente, con el marido de Hortensia, un pequeño trato que beneficia a ambos. Ella lo lee en las primeras horas, y cuando él, a las nueve y cuarto va hacia el despacho, se lo entrega. Por la noche tiene obligación de devolvérselo, porque en una casa siempre hace falta papel. Él paga la mitad, o sea, treinta y cinco céntimos, y así tiene la ventaja de poderlo leer en el tranvía o antes de iniciar la faena y además le resulta a mitad de precio. Treinta y cinco céntimos diarios son más de cien pesetas al año. Ella se lo deja en el tirador de la puerta y así no es necesario llamar al timbre ni andar con cumplimiento ni saludos. Él paga puntualmente el día treinta de cada mes. Si algún imprevisto no lo remedia, mañana no va a poder comulgar, pues piensa tomarse una taza de tila y son más de la una y media, por lo cual y a pesar de la hora adelantada, mañana no estaría en ayunas. Claro que pudiera ocurrir que se le olvidara, y de esta manera no pecaría. Últimamente la memoria le falla, pero de una forma bastante arbitraria. Se olvida, por ejemplo, del día de la semana y tiene, incluso, que ir a mirarlo al calendario; se olvida de lo que comió el jueves, o de si compró jabón de tocador la semana pasada o la anterior, y, en cambio, puede recitar de cabo a rabo El tren expreso, de Campoamor, que aprendió cuando todavía era soltera, y recuerda casi literalmente la plática que pronunció el sacerdote el día de su boda. Cuando está llegando al portal se le acerca un pobre con cara de hambriento. Es un hombre joven todavía, pero debe estar enfermo, porque, de otra forma no pediría limosna. —Una limosna por el amor de Dios, buena señora. ¿No puede usted socorrer a un pobre que acaba de salir del Hospital? Su voz es humilde, plañidera, está pálido y lleva la barba crecida; por los agujeros de las alpargatas se asoman los dedos gruesos del pie con las uñas sucias. La mano que alarga le tiembla ligeramente. Le dirige preguntas sobre el nombre y circunstancias del Hospital, apellido del médico y características de la enfermedad sufrida. El resultado del examen debe ser satisfactorio porque le dice que espere. Al cabo de un momento vuelve a bajar. Ha dejado el perro y trae envuelto en las hojas ilustradas del Brusi un poco de queso y un pedazo de pan que guardaba para el desayuno. Además le da treinta céntimos. —No puedo más, hermano; soy tan pobre casi como usted. Que Dios Nuestro Señor y la Santísima Virgen le amparen y le devuelvan la salud. Luego se queda emocionada viendo cómo el pobre se aleja penosamente en dirección a las Ramblas. Otra vez sube por las escaleras a obscuras y, aunque está perdiendo la agilidad, no tropieza ni una sola vez. (—¡Ay, Dios mío! Voy a rezar un Padrenuestro para que devuelva la salud a ese cuitado. «Padre nuestro que estás en los cielos…» A lo mejor no tiene dónde dormir esta noche… «santificado sea el tu Nombre…» Podría haberle dado dos reales al menos… «Venga a nos él tu Reino…» Y yo ahora me meto en mi cama tan tranquila y ese hombre por ahí… «Hágase tu voluntad…» Si supiera que le encontraba iba a buscarle para darle más… «Así en la Tierra como en el Cielo…» Me estoy distrayendo y no valdrá la oración… «El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas así como…» A lo mejor ni ha comido ni cenado… «nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tenta…» Le he dado mi desayuno, un pequeño sacrificio por amor de… «ción, mas líbranos de…» ¡Si yo fuera rica! «… mal. Amén.») Hay veces que no se sabe dónde, en cualquier rincón de la ciudad, parece que un ángel rozara su cabellera rubia. Es difícil comprobar si eso ocurre, porque la sensación es tan fugaz que un carro que pasa en este instante con sus chirridos ha roto el encantamiento. EL «SARDINETA» El «Sardineta» nunca ha tenido suerte y ha llevado lo que se dice una vida de perro. Anatómicamente se parece bastante a los demás ciudadanos, pero… Lo peor que le puede pasar a un hombre, por lo menos a un pobre, es no tener documentos, y el «Sardineta» no los tiene. Ahora ya no lucha por ellos; sabe que todo es inútil y se resigna; de cuando en cuando pasa quince días o un mes detenido, y luego, otra vez vuelta a empezar. Antes luchó por conseguir papeles; era una época en que deseaba trabajar y salir de la miseria que le acogota y ser como son las demás personas que pasan por la calle. No consiguió nada. Fue a pedir documentos al Ayuntamiento, pero el guardia de la puerta no le quería dejar entrar; por fin, tras muchas desconfianzas y malas miradas, habló con un señor que le dijo que para que le pudieran dar algún papel tenía que traer primero otros muchos. Alguien le recomendó que fuera a la Policía. Allí sí que el «Sardineta» no quiere ir, porque ya le llevan muchas veces sin desearlo y no está del todo satisfecho del trato que recibe. Desde luego que le conocen y tienen su nombre, pero ¿le van a hacer un certificado de cuando le agarraron robando algodón en el puerto?, ¿o de cuando salió corriendo en Sans con el monedero de una señora vieja, y le acorralaron?, ¿o cuando en el mercado del Borne le echó mano a la chaqueta que había dejado colgada un faquín? No; en la Policía le conocen, pero no le darán ningún documento que pueda interesarle. También le dijeron que recogiera en el Cuartel la cartilla militar. Son ganas de hablar; él cumplió el servicio en Melilla y no va a hacer un viaje ex profeso, y en cuanto a esos lugares, es mejor no arrimarse, que por causas de la guerra ya estuvo un año en un campo de concentración y gracias que no averiguaron ni la cuarta parte de lo que había hecho. Como quería trabajar, fue a los Sindicatos y le mandaron a la Oficina de Colocación. Deseaba colocarse de peón de la construcción. Naturalmente, para trabajar había que estar sindicado. Fue al Sindicato de la Construcción y le preguntaron si trabajaba en el ramo, pues sin ese requisito no le podían sindicar. Desde luego tenían razón; sabían más que él y le convencían en seguida. Además, era gente con cuello y corbata y hablaban tan bien, que él ¿qué podía objetarles? Marcha por la calle del Carmen camino de las Ramblas. Está contento; ha salvado la noche. Un poco de pan y queso para engañar a la dentadura y treinta céntimos. (—No falla, vieja con perrito, el «amor de Dios», el Hospital. A veces son unas brujas. «¡Vago, a trabajar, sinvergüenza!» Esta no; treinta céntimos, pan y queso. Preguntaba mucho y me ha puesto a parir. Los ricos son malos… Borrachos no lo son tanto. Tal vez todavía encuentre algo mejor. Treinta, más dos gordas, más cinco chicas, son, ¿a ver?, dos son tres, y tres, cinco; hacen dos reales, y un real más, son tres reales y una peseta; casi dos pesetas. Si saco otras dos «beatas», mañana como en la calle Mediodía… Pimientos, chorizo y pan. En Santa Madrona, cinco céntimos, naranja. Si hubiera guardado lo que gané ayer… Total bebí cinco vasitos; Bar Campió de la Cazalla. El vino es bueno para la salud. Mañana iré a la Estación a ver si hay suerte.) El 19 de julio de 1936 estaba en la cárcel. Una mala mujer le había metido en un lío. Allí se hizo amigo de unos reclusos afiliados a la FAI. Los meses siguientes son la única época buena que recuerda. Iba, venía, le escuchaban, le respetaban, mandaba. Tuvo hasta coche, con chófer y todo. Nunca hizo mucho mal a nadie, aunque, desde luego, siempre que efectuaban algún registro reservaba para él algún objeto de valor o joya. ¡No iba a vivir con diez pesetas que le pagaban! Y, además, todos hacían lo mismo o peor. Tuvo una desavenencia con los del Comité por mor de unos fondos que desaparecieron; unas diez mil pesetas. Hasta quisieron darle el «paseo», basándose en no se sabe qué «ética revolucionaria». Salvó de milagro, pero allí recomenzaron sus desventuras. En ocasiones se consuela pensando que, aunque le vean tan miserable, ha tenido automóvil aunque no fuera suyo y ha vivido en la Diagonal, siquiera fuese en un piso incautado. Verdad es que la buena racha duró poco, pero bebía champán y todo. Algunas veces va a la Estación de Francia a la llegada de los trenes y se pone por allí a ver si alguien le encarga portear la maleta. Pero los mozos uniformados y los de las fondas y hoteles, que acuden todos los días y se conocen unos a otros, le hacen la vida imposible, y cuando él se defiende, le arman pelea; viene el guardia y como le ve mal vestido y todos le acusan injustamente, le echa. Regularmente sigue a alguna persona que lleve maleta grande y que haya rechazado a los otros mozos. Si no encuentra taxi, antes de llegar a la altura del Gobierno Civil ya ha cambiado tres veces de mano el bulto, y ése es el momento que el «Sardineta» aprovecha para acercarse y conseguir que se le encomiende el servicio. Hay personas que le dan un duro, otras tres pesetas, otras más, y hasta una vez un señor le dio dos duros. Pero eso no ocurre casi nunca. Los extranjeros dan buenas propinas (se ve que no conocen bien la moneda), pero le ven tan mal arreglado que casi ninguno se atreve a confiarle el equipaje. Por la Estación del Norte no se acerca desde hace meses y aún tardará en atreverse a volver. Una mujer que venía muy cargada le dio para llevar un bulto pesado y le dijo que le pagaría dos pesetas si se lo porteaba hasta la parada del tranvía 29. Era de noche, el fardo contenía pan, aceite y carne de cerdo; no había comido y la mujer era una payesa bien arreglada y gruesa… Como estas mujeres suelen ser buenas fisonomistas, mejor es que no se acerque por la Estación del Norte en algún tiempo, porque tiene tan mala suerte, y la Policía le conoce tanto, que todo lo que dicen de él se lo creen. Por la acera de la Virreina viene un hombre bien vestido. —Caballero, ¿me podría favorecer en algo? Es muy triste no poder trabajar siendo joven todavía… Es un hombre recio y fuma un puro, lo que evidencia una cierta potencialidad económica y hasta una dosis de optimismo campechano. Se vuelve hacia el «Sardineta» y le dice sonriente: —Peor es tener que trabajar para vivir, amigo. Y yo no mantengo vagos. En los ojos del mendigo se refleja una profunda tristeza. (—El cerdo. Un puro. «No mantengo vagos.» Sí, pero él ha cenado, él va a dormir, él se acuesta con una mujer. ¡Como si yo fuera hijo de una perra y no de una mujer como ellos! Trabajar, trabajar. Si tuviera ropa, si tuviera una cama, si tuviera un techo… ¡El cerdo gordo del puro! Ni la colilla me daría; prefiere pisarla. Si fuera gobierno los…) Escupe en el suelo y a la tristeza ha sucedido el odio, en la mirada. Cruza al centro de la Rambla y va husmeando los rincones; a veces ocurre que hay algo perdido, y aun en las inmediaciones del mercado, naranjas o algún tomate que pueden aprovecharse. Nunca ha conseguido ir afeitado y vestido decentemente. Tal vez si lo consiguiera y además tuviese una cama donde dormir y quien le lavara la ropa, podría levantarse y trabajar, incluso hallar una ocupación que no fuera excesivamente pesada y que le permitiera salir de esta vida puerca como una cloaca. Alguna vez una mujer le regala una chaqueta vieja o una camisa; otras veces son unos zapatos, pero jamás consigue ir vestido del todo, y, además, huele mal, y eso hace que se resistan a darle encargos. Recorre la ciudad de un extremo a otro, pero por la noche se deja caer por estos barrios, pues es donde existen más posibilidades de topar con algo interesante. Un borracho generoso, una moneda extraviada, o un pañuelo, o alguien que olvidó un libro o un paquete; sólo mirando mucho consigue verse algo. En este tiempo se puede dormir en cualquier sitio (si no te ven los guardias y te expulsan), pero el invierno es muy malo; le sale agua de la nariz y en el pecho suena un ruido raro. Antes de que vuelva el mal tiempo irá a ver si este año las señoras del Centro Parroquial le dan otro abrigo como el del año pasado. Seguramente no se acuerdan ya de él. Si le preguntan qué hizo con el otro no sabrá qué contestar, pero inventará cualquier mentira lacrimosa; la verdad es que no lo iba a llevar a cuestas todo el verano y carece de casa donde guardarlo. Se lo vendió a un trapero de la calle Mina, y como estaba tan sucio, no quiso darle más de doce pesetas. Si tuviera algún amigo que le ayudara… En el campo de concentración había bastantes prisioneros barceloneses y él fue amigo de ellos. A uno, que era un señorito de verdad, le lavaba el plato y siempre le gastaba bromas, pero nunca se lo ha encontrado por aquí. Si lo viera, lo recordaría seguramente. Si le daba un traje, unos zapatos y una camisa, aunque no le diera calcetines, y, por ejemplo, cincuenta pesetas, él podría salir adelante. Pero sucio, roto, sin casa, sin documentos y con la Policía siempre detrás de él, encarcelándole por cualquier cosa, no hay modo de levantar la cabeza. Un hombre con un saco al hombro anda recogiendo papeles. Se han mirado uno a otro con cierta rabia. A pesar del calor que hace, el del saco lleva un abrigo que le llega hasta los pies, si bien éstos, debido a lo menguado de la estatura, no están demasiado distantes de la cabeza. Las mangas las lleva dobladas para que no le cuelguen y, a pesar de todo, le ocultan las manos. (—Este rufián. Siempre sucio. No sabe lo que es dignidad. Me da lástima y asco. Él que ha sido un señor… Ya no hay esclavos; todos somos iguales. Papeles sucios, gargajos. Me mira atravesado. ¡El desgraciado! Todavía hay clases. Disimulemos; la pareja. Ya han salido de los teatros. Nadie da nada. Como un perro. Esas mujeres, al menos, hacen eso y las pagan. Al menos ellas pueden cobrar. El hombre es un asco. Entonces se vivía; fui dos veces al teatro. ¡Je, je! «El señor Sardineta.» «El camarada Sardineta.» Si me dejan tranquilo, diez mil pesetas. A estas hor… Voy a probar suerte con esos…) Por la acera van hablando dos amigos. Él se pone a su lado y vuelve el cuerpo a medida que pasan, con la mano extendida. —Una caridad, señores; una caridad para mi pobre hija…; por favor, caballeros… Los dos amigos pasan de largo y ni siquiera le miran; cualquiera diría que no le han visto; tal ha sido su desdén ante el pobre padre que les pedía su óbolo. (—¡Perros! Ni diez céntimos. Me dejan morir. Yo haría una revolución. Nadie, nadie. Ellos comen y beben, van a su casa. Colchón. Vienen del cine… ¡ni un céntimo! Ni me miran. Por lo menos una palabra… Nada; no les importo, menos que un can. La pobre vieja me dio. Esto no es vivir.) Cruza la calle Barbará y observa que avanza por el centro un borracho con el paso irregular, y que se acerca y le habla balbuciente sin que consiga entenderle. Él se para y le mira; está muy bebido. El borracho le abraza y el «Sardineta» se deja abrazar, pues nada puede perder en el juego. (—No se da cuenta de nada. Hay que aprovechar esta ocasión. En este bolsillo, nada. Aquí tampoco. ¡Atención! La cartera. ¿Mira alguien? Aquí, aquí, papeles. ¡Esto es dinero! ¿No me habrán visto? No se da cuenta. ¿Rubinat? ¿Qué caray querrá decir? Larguémonos pronto no pase algo malo.) Se ha separado del borracho y se mete a paso ligero por la calle Barbará. Esta noche dormirá en una buena cama de tres pesetas. Lleva en el bolsillo, aparte de su pequeño capital, veintidós pesetas más, y algunos céntimos, que no era cuestión de desaprovechar nada. EXCURSIÓN ALCOHÓLICA Ocurre que cuando un hombre lleva dentro alguna cantidad de alcohol, sufre pequeñas e inocentes alucinaciones. Ahora mismo creyó distinguir a su amigo Rubinat, y, seguramente, se ha equivocado. Salía a la Rambla por la calle Barbará y le ha parecido ver al señor Rubinat que se dirigía hacia él. La cosa, si hubiera podido pensarse fríamente, hubiese resultado un tanto extraña, porque el tal señor no es precisamente amigo campechano y sí cliente formal. Es el gerente de unas oficinas donde le llaman frecuentemente para limpiar las máquinas de escribir o para efectuar pequeñas reparaciones en las mismas. Por otra parte no es persona que a estas horas acostumbre a andar por aquí, y aunque lo hubiera sido, tampoco estos abrazos ni estos: «¡Amigooo Ruuubinaaat!» eran la forma más adecuada de dirigirse a él. Los días que bebe se equivoca con frecuencia y está dispuesto a tirarse cualquier plancha como ahora, al parecer, ha sucedido. (—Nooo eraaa, noooo… y mii aaamigooo Ruuubinaatt me quieereee muucho. Pe… peeerooo noo eraaa él, noooo. ¿Dóndeee se meee… teraá miii amigooo Rrrrubinaaat? Esooo diigo yoooo; eees un graaanboorrachoooo… Rrrrubinattt, mejooor diii… cho, el señor Rrrrubinat, es un borraachooo. Y see haace eeel seeerio, ¡jaaaa, jaaa! Peero noo era, noooo. ¿Y a miiií queeé meee impoooortaaa? ¡Queee se vaaaya a laaa…) Está borracho, completamente borracho. Hace cuatro o cinco horas que empezó a beber y anda con bastantes vacilaciones; lo que en lenguaje llano se dirían traspiés. En este barrio no llama demasiado la atención, pero en el resto de la ciudad resultaría bochornoso. Estaba harto, no podía aguantar más y se ha venido a estas tabernas. Luego ¡que pase lo que pase! Se ha bebido una copita de aguardiente con pasas en el Arco del Teatro, según ha bajado del tranvía, y se ha metido por la calle de Mediodía. Le gusta la cazalla, y, por otra parte, es una de las bebidas que le emborrachan antes, y se lo diga a sí mismo con claridad o no se lo diga, de emborracharse pronto, con urgencia, es de lo que se trataba esta noche y otras muchas. Ha ido bebiendo vasitos o copas en diversas tabernas, ha invitado a alguien, no sabe a quién, le han empujado y le han hecho caer al suelo. Por la calle de Cirés, donde lógicamente se ha detenido bajo el arco para tomar la «legítima Cazalla de la Sierra», ha desembocado en Conde del Asalto, luego… no es fácil reconstruir exactamente el itinerario. Se le ha visto en dos o tres tabernuchos de la calle Barbará; se han negado a servirle —ya iba borracho entonces— en el bar Orgía y en este momento, tras comprobar que la persona que ha abrazado no es el señor Rubinat, con quien no le une realmente la más pequeña amistad, ha dado media vuelta y otra vez, tumbo a la derecha, tumbo a la izquierda, se dirige hacia el «Barrio»; así, con mayúscula, porque es el barrio por antonomasia. Antes no era de esta manera. Era un hombre bastante serio que tenía (y sigue teniendo aún) un tallercito de limpieza y reparación de máquinas de escribir. Se llama Esteban y hasta hace poco su vida se centraba en el trabajo. Una economía austera y no contar nunca las horas de labor a lo largo del día le permitieron hacer algunos ahorros y comprar una casita en Las Corts. Vivía con su madre, y gracias a esto su existencia, si no divertida, era al menos pacífica. La madre era muy anciana y murió el año cuarenta y dos. Se quedó solo y tenía pocas amistades; él mismo se cocinaba, él mismo limpiaba, bien o mal, la habitación. Un conocido le presentó una mujer que vivía también sola y trabajaba en una fábrica. Era limpia, enérgica y trabajadora. Era honrada; le constaba al amigo, que la conocía desde que nació. Se llamaba Rosa y tenía treinta años. No era guapa, pero sus formas, rotundas, provocativas, sanas, despertaron en la timidez de Esteban —timidez de cincuenta años de abstenciones y fracasos— un deseo imperioso. El amigo que les había presentado era un maestro de obras que frecuentaba el bar de la barriada, donde Esteban por las noches iba a tomar su café con gotas y a jugar la partida de dominó (dómino, decían ellos). A los pocos meses se casaron. La Rosa resultó trabajadora, limpia y, desde luego, enérgica. En estos años han ocurrido muchas cosas desagradables; el maestro de obras que frecuentaba el bar del barrio come y cena ahora en casa. La Rosa dice que les paga quinientas pesetas mensuales, pero debe ser mentira; la prueba es que por mucho dinero que le dé siempre le está pidiendo más y más. Lo más grave es que los mejores pedazos de carne, el pan más tierno y el bocado más goloso siempre son para el huésped. ¡Como paga bien! Él ha pretendido alguna vez que se vaya de su casa; no necesitan extraños, no necesitan esas quinientas pesetas. ¡La que se arma cuando este asunto se plantea! La Rosa es una arpía. Ha llegado a pegarle. Las noches en que desesperado bebe un poco y llega tarde, no le abre la puerta y tiene que quedarse en la calle hasta la madrugada. La primera vez durmió en un banco, y por cierto que a las siete y media vio cómo el maestro de obras salía de su casa; pero este extremo fue negado por la Rosa, que le tiró un plato a la cabeza por insistir en su sospecha. Ha ocurrido algo en su vida que no acierta a explicarse con claridad. Todo lo que dice está mal; a él le parece ver cosas, cosas que aparecen claras y que deberían hacerle reaccionar violentamente; tendría derecho y obligación de hacerlo. Pues bien, sólo por insinuarlo recibe los más groseros insultos y las más terribles amenazas. Y lo que es peor, no se atreve a hacer nada. Hubiera tenido que imponerse de alguna manera, matar a alguien, echarla de la casa al menos. No solamente no lo ha hecho, sino que ha de recurrir a toda su astucia para evitar que se lo hagan a él; y la casa es suya, y él es quien trabaja. Por la noche, la Rosa le encierra en su habitación mientras se queda escuchando la radio y jugando a las cartas con el maestro de obras. A Esteban le han puesto un catre en un cuarto apartado porque a su mujer le molestan los ronquidos, y ella se queda bien ancha en el cuarto grande y en la cama de matrimonio, y por la noche él —y los vecinos quizᗠoye en la habitación risas y todo lo demás. Ya no se atreve a ir al bar de la esquina; trabaja, trabaja y procura no ver a nadie y que nadie le vea. Algunas tardes, cada vez con más frecuencia, toma el tranvía y se viene hacia estos lugares, que es donde vuelve a encontrar su libertad. Ha descubierto que cuando bebe unos vasos de cazalla ya no le importa nada, y es la única forma en que les puede vencer, insultarles, provocarles, hacerles sentir que él es el hombre, que es quien manda, que no hace más que lo que a él le da la real gana. Claro que este fantasmagórico dominio es un tanto nebuloso y efímero, y cuando llega a casa después de las diez la puerta está cerrada a cal y canto y hasta la mañana se ha de quedar en la calle, y si consigue entrar le hacen ir inmediatamente a su aposento y le encierran hasta la hora de ir al trabajo. Es mala, malísima, pero no puede hacer nada contra ella; apenas se atreve a mirarla de frente. El maldito maestro de obras le llama «Estevet» y le recomienda paciencia, mucha paciencia, porque si ella se enfada: «ya sabes». Por la calle Conde del Asalto anda dando tumbos. Entra en una taberna y no le quieren servir; se dirige hacia la calle de las Tapias. Los faroles se tambalean extrañamente; todos los transeúntes están borrachos, terriblemente borrachos, y hasta los automóviles que pasan. Los letreros luminosos: «Habitaciones», «La Oriental», «Calzados Fanny», dan vueltas agobiantes, le marean; siente una náusea en el estómago y un sudor frío en la frente. Se tiene que apoyar en un quicio. Le arde el cuello y un borbotón amargo, aguardentoso, le sale por la garganta, quemándosela; el estómago se le contrae y ha de hacer esfuerzos para no caer. Se le salpican los zapatos y los pantalones y la boca le queda sucia y pegajosa. Un obrero joven en mangas de camisa grita algo así (no lo puede entender bien, la voz suena distante): ¡Ah, salau! Permanece un rato apoyado en un mundo que le da vueltas y que se le escapa de las suelas de los zapatos, obligándole sin proponérselo a hacer peligrosos equilibrios. (—Laa Rosaaa… Estoooy borrachooo poorquee me daaa la ganaana; laa rrealiiiiísima ganaaá. ¿Entieendeeees? ¡Fuuuera de miii casaaa! ¡Ladrrona! ¡Perrrra! Y a éseee lee vooooy a partir loos hocicoooos. ¡Fuera! «¿Qué paaaasa…? » La parejaaa… los guardiaaas, ahiií… «¡Yooo, señorees guuuuardiaas, noo hagooo naaaada maaaalo, soooy un pooobre obreroooo… y eeestoyyy un pooco enfermooo… Nooo molestooo a naaadie… yaaa me voooy…») Huele a aguardiente; detrás de él hay guardias, muchos, que le dicen algo. Le dicen: «Circule, venga.» Le dicen cosas raras. Él es un honrado obrero que se ha puesto enfermo; le ha sentado mal la cena; no tienen por qué molestarle. Ya se marcha; es mejor obedecer a los guardias. Recibe una sensación de aire frío en el cuello y en el rostro; nota también las manos, como si, de pronto, hubieran tomado una personalidad diferente. Anda por la calle de las Tapias; algunos se apartan cuando le ven borracho. Huele mal; se ha manchado la camisa y las solapas, y los zapatos y los pantalones también están salpicados. Este olor a aguardiente que despide le resulta a él mismo insoportable. Debería volver a su casa, pero le da miedo, no está fuerte, no anda bien, y al mismo tiempo vive lejos, no acertará a tomar el tranvía, le habrá cerrado la puerta. Los faroles son unos puntos de luz, pero las calles están terriblemente obscuras. Pasa una mujer con un jersey a rayas y una falda negra ciñéndola unas caderas generosas; él adelanta una mano. Ella le insulta. (—Noo se pueede haaacer naada. A laa camaaa. Borrrracho… Laaa… ¿qué? «Laaa Paloooma.» Aquiiií, alliiií, unaaa muuujer… Laaa Rosaa. Soooy un hombree. Aquí, vooy a suubir.) Ha subido las escaleras de un establecimiento que algunas de estas noches suele frecuentar. Antes de casarse, contadas veces lo había hecho; pero ahora estas visitas tienen para él el sabor ácido de un pequeño y miserable desquite. Hoy está demasiado borracho. Una mujer que ha abierto la puerta no le ha dejado ni pasar el umbral. Se trata de una casa decente, y en lugar bien visible está el letrero de: «Se reserva el derecho de admisión.» Ha porfiado tercamente y ha sido rechazado de un empujón. Bajar de nuevo la escalera representa un trabajo complicado y lleno de peligros. La calle está resbaladiza. Ocurre que el Ayuntamiento unta jabón en el empedrado y lo construye con materiales poco firmes. La luz ésta es desconcertante; envuelve los objetos en un halo lechoso, además le zumban los oídos; parece que la gente hablara a grandes gritos, pero que las voces estuvieran encerradas en depósitos de aceite. El olor a aguardiente vomitado le persigue obsesivamente y le martiriza el estómago. Alguien le derribó antes; también vinieron muchos guardias que decían: «Circulen, circulen, circulen, cir-culen, culen-cir-culen-cir-cu-len…»; cosas raras. Ahora él va a echar de casa a la Rosa y al maestro de obras; esto se va a acabar. Deberían poner bombillas más claras en estas calles, incluso hacer las aceras más rectas y no así, que los bordillos se mueven y el transeúnte se puede torcer un pie. Precisamente es el pie izquierdo el que le ha fallado, o mejor dicho, ha fallado el suelo debajo de su pie izquierdo, y la rodilla se le dobla, y cae de la acera al arroyo. Todo el cuerpo está contra el suelo y un dolor sordo en los costillares. Seguramente está muerto, pero sobre los adoquines sigue apestando a aguardiente vomitado. La gente habla, habla, habla. Que si un borracho; que si se ha caído; que si es una vergüenza. Con él no debe ir nada seguramente; él está en el suelo, muerto. (—Se acaboooó. Estoy muertoooo; muertooo y sepultadooo… Huele maaal, cazaaalla, vinooo! Esaas horriblees lu… ces. Al cuuuernooo! Noo me daa la gaaanaaa de levantaarme. Se estaaaá bien acaaá… Hueele maaal…) El Paralelo acaba de desconcertarle y, sobre todo, las aspas del Molino, que giran como para fastidiarle más aún y provocarle otra vez las bascas. Sin embargo, se siente atraído por esas luminarias giratorias, y en un milagro, cruza ileso la calzada sorteando los automóviles y los tranvías. En la acera ya, ve unos señores que llaman un taxi. Ahora sí que no se equivoca; a éste sí que le conoce, y es cuestión de quedar bien con él; es un cliente que paga muy puntual. Lo mejor es correr a saludarle y a abrirle la portezuela del taxi, y así lo hace. (—El señor Tuurull, dee la callee Caas… pe… Tuurururull… Graaan saluudooo. Uuteed, noo usteed, uusteed primero, noo faaltaba maaaás… uuusted primeeero, seeñor mío! ¡Turuurut cartrons!) El cliente le mira extrañado; seguramente no le ha reconocido, porque, de otra forma, debiera mostrar mayor agradecimiento a estas muestras nada comunes de consideración y aun pleitesía que recibe del mecánico que le limpia las máquinas de escribir todos los meses. El taxi se ha marchado, pero las aspas luminosas ruedan obsesivamente dentro de su cabeza y de su estómago. CANA AL AIRE Han estado cenando juntos en Cal Tipa, de la Barceloneta. Está muy agradable la noche y allí, en medio del bullicio callejero, resultaba divertido hablar de negocios comiendo una buena zarzuela de pescado. En contiendas comerciales es táctica recomendable no permitir que se concentre el adversario, y estas mesitas colocadas en la acera del Paseo Nacional ante un desfile de pobres, músicos callejeros, gitanas, y todo el tráfago de gente que pasea, son siempre propicias para eso. No es que se trate de engañar a nadie; simplemente, que cuantos menos números se hagan por parte de la persona que negocia con nosotros, es más fácil que salgamos favorecidos, y el buen comer y beber predispone, aun a los hombres más difíciles, a ceder un tanto. Turull tiene un almacén de tejidos, pero, además, compra y vende algodón y cualquier artículo del ramo que se presente y deje un margen apetecible. Si hubiera instalado este almacén hace diez años, actualmente sería millonario, pero se despertó tarde. A pesar de todo no puede quejarse, y si no fuera porque el capital siempre lo tiene en juego, y una mala racha o un tropiezo serio pudiera perjudicarle de tal forma que hubiera que volver a comenzar, se consideraría un hombre rico. Después de tomar café ha ido con su amigo (amigo hasta cierto punto, amigo comercial, vamos) al Molino, para ver a la Bella Dorita. Se ha reído de lo lindo y ha recordado sus épocas estudiantiles, pues todavía canta canciones del viejo repertorio. Lo que más le molesta es que no ha podido utilizar esta noche su coche; un Stromberg, porque hace bastantes días lo tiene en reparación. Turull es un hombre práctico y, aunque amigo de las diversiones, sabe administrarlas y dirigirlas por la vía más conveniente a sus fines. Si en lugar de tratarse de este señor de Vich, con quien ha cenado, hubiera sido el señor Doménech, o el señor Rosales de Valencia, pongo por caso, hubiera modificado el programa y la cena hubiera sido en Finisterre y en este momento estarían en el Cortijo. Un comerciante ha de tener siempre muy en cuenta todos los detalles y no dejarse arrastrar por los impulsos, por lo menos cuando se trata de asuntos más o menos relacionados con el trabajo, que terminado éste, ya puede hacer su antojo. Ha llamado un taxi en el Paralelo, y cuando se despedía del comerciante ausetano, un borracho se ha acercado a la portezuela y la ha abierto, mientras le hacía burlescas reverencias, invitándole, sin duda, a subir. Primeramente ha dudado si darle o no propina, pero se ha dado cuenta, incluso por su atavío, desordenado pero no harapiento, que no se trataba de un pobre. Inmediatamente la duda ha derivado hacia si debía o no considerarse ofendido por aquellos visajes, y en todo caso, reaccionar debidamente; desechado esto, porque ante un borracho hay que mostrar cierta tolerancia, ya que su capacidad de ofensa es prácticamente nula, aún otra duda le ha asaltado. El taxi marcha por la Ronda de San Pedro para seguir por la calle de Urgel. Todo está sumamente animado y hay luces y músicas hasta un extremo superior al que desearían unos nervios normales. En el solar de la derruida cárcel de mujeres han instalado un parque de atracciones y desde la ventanilla del taxi se ven los tiovivos, los autos que chocan, los tiros al blanco, los columpios, y al mismo tiempo que se escucha la música metálica (chin, tatá, chin, chin…) llega hasta el auto un olor a aceite frito que es imposible ignorar. (—Se divierten; los pobres. Trabajo y diversión, lo demás son cuentos. El que no trabaja no tiene derecho… Cada cual en su sitio. Yo… conozco a ese borracho. ¡Qué cosa rara! ¡Vaya tía imponente! Si llevara mi coche… Aún tardarán quince días en arreglarlo. Yo creo que me estafan. Sí; su cara me era conocida. Estaba como una cuba. Todavía quedará gente en la barra… la mejor hora. A ver si pesco algo… Hace días que no salgo. Me he ganado treinta mil. Si subiera un poquito más… El que quiera vestir bien ¡que pague! Sin embargo, yo le recuerdo de algo serio… he hablado con él. Voy a llegar algo justo. ¡Menudo Buick! Si consiguiera… me compraba uno… tal vez en Madrid… ¡Ya sé quién es! Me limpia las máquinas de escribir. Borracho perdido. ¿Quién lo diría? Mitad al contado, mitad en letras… treinta, sesenta; si pudiera todo… bueno, veinticinco mil a noventa. El que limpia las máquinas estaba trompa perdido… ¡los obreros! Cada día peor y más exigentes; luego dicen que no comen. Borracho. El Gobierno les da lo que quier… Bien mirado tampoco son treinta mil… el escandallo…) Turull, Jaime Turull, ha tenido mucha suerte. Es un hábil comerciante y esta época, para los hombres como él, es semejante a un viento que soplara de popa. Trabaja mucho y nunca desaprovecha una ocasión. En la economía del país, si se analizara la cuestión rígidamente, no podría averiguarse cuál era su función, o sea, dónde radica la justificación de sus enormes ganancias. Su función económica no es de producción y, por tanto, debe considerarse de distribución. Naturalmente que se debe entender que su misión consiste en facilitar esta distribución de las materias en que trata; pues bien, más que otra cosa, hace lo contrario. Claro que él no entiende de funciones sociales o económicas; o se es comerciante o no se es, y un buen comerciante, mientras no robe a nadie (eso sí, la honradez ante todo), no debe atenerse a nada más que a su lucro. El que sea tonto que se fastidie. Ha instalado el almacén en la calle Caspe y está muy contento. Para su vida privada dispone de escaso tiempo, pues es mucho lo que hay que rodar para abrirse camino. Por la noche, ahora en verano, le gusta ir a Monterrey, pues siempre es agradable tomar un coñac con alguna de estas chicas. En invierno lo que más le agrada es el bar de la Parrilla del Ritz. Antes iba a Bolero, pero ya ha pasado su época. En definitiva, él es un hombre que para divertirse no le viene de trescientas pesetas. Por las tardes, si termina pronto en el almacén, que no sucede siempre, llama por teléfono a Montse Roig y luego salen a dar un paseo y a tomar el vermut en cualquier lugar distinguido. No se puede decir que sean novios, pero no tardarán en serlo. Ella es de muy buena familia; el padre tiene una importante fábrica de hilados y es persona de gran prestigio. A él mismo le proporciona algunos géneros de los que no se hallan fácilmente en el mercado y pueden venderse bien. La fábrica es muy grande y de la madre también heredará una regular fortuna; la lástima es que tiene dos hermanos. Montse es una muchacha inteligente y culta; tiene algunos pájaros en la cabeza, cosa no extraña a los veintitrés años, y tal vez es algo coqueta. Aunque no esté pedida oficialmente, el compromiso es público ya, y este verano habrá que formalizarlo. Jaime Turull es un guapo mozo, y en dos o tres años más, si la suerte no le abandona, no será ningún pelagatos. Esta tarde ha hablado por teléfono con Montse. Como había llegado un cliente de Vich no le quedaba otro remedio que acompañarle; así que no han podido verse. Mañana procurará acabar pronto el trabajo y la llevará a tomar un helado a los Cuatro Caminos o donde ella diga. (—¡Maldita sea! No podré. El coche, el taller… Iremos al cine; calor, refrigerado. Esa de Ava Gardner… cualquiera. Si voy a Madrid y hablo con Dorrego… lo consigo. Necesito más de quinientas mil. Si fuera seguro que subía… No te dejan trabajar. Es inútil; todo es poner trabas. Montse se quedó algo triste. ¡La pobre! Esto no enciende; se está acabando la bencina. Un legítimo Dunhill. Era el viento. Me gustaría encontrar a Suzy. No me importaría doscientas o… algo más. Con mucho selz… hielo… sed. Llegaré justo. Si no es Suzy será otra. No son treinta mil… bien mirado no se puede contar así. No se va a poder vivir. No dan facilidades al comerciante…) La luz eléctrica al reflejarse sobre los arbustos los convierte en plantas de salón y toda la clorofila se hiela bajo la eléctrica blancura. Por entre los árboles se escucha un tango. La pista está casi a obscuras; no se ve a nadie. En el bar aún hay bastante animación. —Hola, Perico. ¿A ver cuándo nos vemos? Se dan grandes golpes en la espalda pero sin interés ninguno. Una rubia le mira provocativamente (aquí, con estas músicas, con estas luces, con este ambiente, estas mujeres están como el pez en el agua, o más bien como sirenas en el mar Egeo). Estas mujeres, en una palabra, están elaboradas para estas barras; cumplen aquí su importante misión. Se acerca al mostrador y apoya un codo, luego se lo examina porque le parece que se lo ha ensuciado, pero no, solamente se lo ha mojado con sifón; no mancha. Hay que cuidar la ropa; bellardina inmejorable; un género que a él le cuesta doscientas cincuenta pesetas metro, pero porque es él. En la pista hay un silencio elegante y parece que la gente de estas mesitas hayan envuelto sus palabras y sus risas en papel de celofán. La barra no; es bulliciosa y en ella se bebe coñac y pipermín. —Pedro; un coñac, por favor… —… —Sí; bastante selz. —… —No; Veterano mejor. Un hombre que está trabajando desde las siete de la mañana tiene derecho a cinco minutos de solaz. Esto se está acabando y las mesas se van quedando vacías. Del lavabo, cruzando un ángulo de la pista, se acerca una mujer; viene fumando con aires de… precisamente en el micrófono una voz (¿hombre o mujer?) está cantando: Amado mío, te quiero tanto… Esta mujer se llama Suzy, y es, de las del bar, de las que no se sientan en las mesas más que cuando van acompañadas. Suzy ha estado hasta hace un rato con un señor desconocido. Bebía mucho y se ha gastado buen dinero; a ella también la invitaba a beber y le gastaba bromas, pero hace unos diez minutos se ha largado sin más explicaciones. La ha hecho perder el tiempo, la ha llenado el estómago de jerez, y total para nada, porque aquí no tienen porcentaje en las consumiciones. Jaime y Suzy se conocen hace años; ella empezó su carrera yendo a bailar al Miami cuando estaba de dependienta en una zapatería. Jaime frecuentaba aquello, pues las épocas no eran tan prósperas y el lugar era barato; además, siempre existía la posibilidad de que surgiera alguna aventurilla económica. No se tratan con mucha frecuencia, pero se aprecian. Para él, ella es una amiga antigua y considerada. Para ella, él es un recuerdo de cuando todavía era una buena chica, y aunque algo rácano, cumplidor. Suzy está un tanto alegre —siete copas de jerez, o quizá ocho, o nueve— y le abraza y aun le besa con demostraciones de cariño. A Jaime no le gusta que le llame en voz alta ratonet meu, por ejemplo, pero hay que aguantar, en ocasiones, ciertas bromas. Él ha bebido algo, pero no tanto; además, aunque a veces sea ruidoso en sus manifestaciones de júbilo, nunca lo hace espontáneamente; lo que ocurre es que él mismo se dice: «Hay que divertirse», y lo hace. Tal le ocurre en las fiestas de fin de año, en las verbenas y en los bailes de Carnaval, por ejemplo. Ahora, más de las dos de la madrugada, y habiendo hecho un buen negocio, está en parte justificado juerguearse un poco. Como su voluntad de alegría es superior a la que le suministra el ánimo, pide otro coñac. (—Suzy; un poco borracha. Dos coñac más y estoy bien. Total, treinta pesetas. Ella un pipermín. ¿Qué tal está el patio? Los Fabregat y el chico Punsoda. Mañana mismo llamo al taller. ¡Qué escote! Esta Suzy es la caraba. Me levanté a las seis. Esa otra mira… Ya sé. ¡Claro! Tengo sueño. Ese cretino se cree guapo. Un muerto de hambre. ¿Otro coñac? Pocas parejas; se está acabando… ¿Diagonal? ¿La digo algo…? ¡Hum! Tengo sueño… ¿Habrá taxis? A ésta la dejo… Que se… ¿Y a mí qué? ¡Tres parejas justas! ¡Qué finita esa chi…! ¿Eh? ¡Uh! ¡Montse! ¡Su tía! ¿Quién es ése? ¿Me habrá vis…? Ahora es tarde; me vio… ¡Horror! El brazo por la cintura de Suzy. Problema grave. Para que te fíes. Dirá que «un primo… el hermano de mi cuñada…» Casualidad. Disimular. Mañana veré qué digo. Inútil despistar. Tal vez no. Hay que meditar serenamente. ¡Q-u-é m-a-l-a p-a-t-a! Justo aquí tenía que ser. A ver allí… sí, seguro, está con los Pons. No me acerco. Bronca. O sonrisitas, que es peor. Despisto. Mañana veremos.) Suzy está muy alegre; cree que la noche se le ha enderezado y en este momento está discutiendo con el barman sobre si es gorda o no cierta vedette. El barman dice que sí y Suzy lo niega. Hay que advertir que Suzy tiene las caderas más anchas de lo que la sociedad admite, y podría añadirse que sus formas se acercan al sueño de un carretero en sábado por la tarde. No es agradable para nadie encontrarse inesperadamente con su novia en una terraza de baile, cuando todo hacía suponer que estaba durmiendo. Y es menos agradable todavía si se la ve bailando con una persona de bastante buen físico. Pero si se le añade que uno ha sido sorprendido con el brazo rodeando la cintura de una rubiales y si se admite la posibilidad de que hayan presenciado un encuentro excesivamente cariñoso, la cosa es de lo más lamentable del mundo. En este momento Jaime se ha olvidado hasta de las treinta mil pesetas que ha ganado esta noche, aunque, a medida que pasan los minutos, ese recuerdo le irá consolando un tanto de esta sorpresa, que es de suponer puede tener consecuencias trascendentales para su futuro sentimental, social y comercial. Suzy se ha quedado refunfuñando, pero Jaime se ha marchado. Casi en la puerta se ha encontrado con Jacinto, que la llevará en coche hasta casa. La Diagonal está tersa, con un brillo lujoso recién sacado por los betuneros municipales. El coche parece que no se mueva (es un nuevo modelo americano) a pesar de que la manecilla ha marcado los ciento quince kilómetros por hora. Para demostrarle lo excelente del vehículo le ha llevado hasta el Polo. De regreso, al llegar a la plaza de Calvo Sotelo, ha tomado la curva con gran audacia y el ruido que ha producido el auto ha obligado a volver la cabeza a una pareja que iba paseando. Es un buen coche éste y Jacinto un volante de primera. La luna ya no está en el cielo, pero la ciudad, por aquí, está muy iluminada. LA ENCRUCIJADA A Pablo le conoció hace tres días en casa de los Pons. ¿Hay algo malo en que esta noche hayan ido a bailar un rato? Al fin y al cabo, todavía no está pedida. En último término, hace lo que le da la gana. Han ido a Monterrey porque en la Rosaleda era más fácil que les vieran los conocidos que aprovechan cualquier circunstancia para criticar al prójimo. Cuando esté prometida tendrá que fastidiarse, pero ahora todavía está libre. Montse Roig es casi novia de Jaime Turull. Esta tarde ha estado hablando por teléfono con él y, como siempre, le ha dicho que tenía muchísimo trabajo y que por la noche le era inevitable cenar con un cliente forastero. A ella ya le empiezan a cansar tantos clientes y tanto cuerno, y no está dispuesta a pasarse todas las tardes en casa. Ha llamado a su amiga Nelly Almagro (desde hace tres años señora de Pons), y se ha ido con el matrimonio a tomar un Martini a la terraza de Bagatela. No sabe si ha sido completamente casual o no, porque Pablo es muy amigo de Pons, lo cierto es que el tal Pablo ha aparecido por la terraza, se ha sentado con ellos y ahora está aquí, en Monterrey. No han bailado más que dos bailes, pero van a bailar otra vez. Si esta pieza no es la última, poco le faltará, porque ya debe ser hora de terminar y la gente se va marchando. Sólo quedan los de la barra, gente alegre; algunos son conocidos, y chicas de «esas». Por cierto que en las mesas estaba el fresco de Riudoms con su amiga, llena de joyas como si fuera el escaparate de Roca, mientras la pobre mujer, que es un sol, ha ido a Roma en una peregrinación. Aunque rara vez se plantea el caso, en lo más recóndito de su pequeña alma sospecha que Jaime no acaba de gustarle, que no la llena del todo; y esta noche, la música, las plantas, el champán, estas luces y algo extraño que flota en el aire le están celestineando inicuamente. (—Raro. Dice cosas bellas. Una mano viril. No, no. Es imposible. Los ojos… fueeerteees… Le gusto. Mucho. ¿Apoyo la mano en la otra mano, en la mesa o en la falda? Mira mi pelo. Nelly observa. ¡Qué hombre tan raro! Jaime, tonto. Este dicen que juega. Otro baile. Si me ven. Un pito. Mira extrañamente. ¿Malas intenciones? «Yo no valgo para novio», «Casi estuve casado, pero no se puede explicar.» ¿Qué pensará? Le pareceré una tonta. Sostengo la mirada. ¡Ay!, dientes blancos. Beso. Soy l-i-b-r-e…) Se han tomado dos botellas de champán y como Montse no está muy acostumbrada a beber, nota un alegre mosconeo por debajo de la cabellera rubia, legítimamente rubia. En el último cuarto de hora se ha desarrollado ante sus ojos un curioso espectáculo. Primeramente ha visto entrar a su novio con aire de suficiencia un tanto ridícula. Ha tenido miedo de que la viera, y en el momento en que empezaba a pensar qué podría decir si se acercaba, una rubia, bastante gruesa por cierto y que andaba con mucho balanceo, se le ha arrimado y le ha dado grandes besos y abrazos, a los que él, lejos de mostrarse esquivo, ha correspondido. Está fuera de dudas de que no se trataba ni de su hermana, ni de su prima, ni de su tía; está fuera de dudas de que deben tener bastante confianza, porque inmediatamente se han puesto a beber juntos, y el brazo de Jaime pasaba por la cintura de ella sin ningún recato. Entre paréntesis, aparte de ser gorda va vestida con muy mal gusto. El penúltimo baile lo ha bailado con Pablo y ya no le ha importado que la viera. Así rabiará, y si tiene ojos, establecerá comparaciones y se avergonzará, porque —no hablemos de lo demás— ni siquiera de mujer a mujer puede comparársele ésa. No le llega ni al tacón del zapato, vaya. La escena que ha presenciado le ha dado bastante rabia, pero nota que no ha llegado a ser un desengaño profundo, ni nada trascendental lo que ha pasado por ella; se asemejaría a una pequeña rabieta infantil, como cuando en el colegio le daban el premio a otra niña, o su amiga predilecta iba a jugar un jueves por la tarde a casa de otra. La prueba es que en este momento le preocupa mucho más lo que dice Pablo y la forma en que la mira, que este incidente, que, debido a la luz algo espectral que hay en el bar y que por su posición tiene un no sé qué de escenario, ha quedado como algo irreal y no sucedido, solamente representado, quizá como cuando Don Juan Tenorio ve pasar su propio entierro; que poder «verlo», aunque sea eso, el propio entierro, ya es una excelente señal y una ventajosa excepción. Montse no tiene más que veintitrés años. Veranea en S’Agaró y está aprendiendo a montar a caballo. Pensaba pasar la verbena en casa de una amiga, en S’Agaró precisamente, donde se iban a reunir muchos conocidos; pero ahora, hasta mañana en que recapacite, su actitud hacia el futuro sentimental estará más influida por Pablo que por Jaime. Ha tenido varios pretendientes, y tres muchachos la han besado —Jaime también, naturalmente—, pero ella está segura de que el amor es otra cosa, una cosa más extraordinaria, menos sencilla, más violenta, más loca. Ella no podría matar ni dejarse matar por Jaime; ni Jaime mataría ni robaría por ella. Entonces es que ellos dos no están enamorados. Hace tres días que fue a merendar a casa de los Pons en la Bonanova. Estaba con Nelly en el jardín cuando llegó el marido acompañado de un amigo. Era Pablo. Hay veces que dos personas hablan un rato y parece que se hayan conocido toda la vida. Pablo es un hombre extraño y se explican de él cosas nada recomendables. En dos días ha averiguado mucho y, aparte de eso, Nelly también le ha narrado historias escandalosas. Claro que para Nelly casi nada tiene importancia. La conversación de Pablo la ha impresionado, dice frases que nunca oyó y que se parecen algo, no del todo, a lo que se lee en las novelas. Es curioso; su forma de hablar podría definirse diciendo que llama a las cosas por su nombre, pero como si fuera un nombre mágico que tuvieran detrás las mismas cosas. Lo que más la disgusta y al mismo tiempo la interesa es que, a pesar de la actitud galante que ha adoptado Pablo hacia ella, no puede decirse que le haga mucho caso, que le dé importancia. También le irrita que, aunque le ha dicho que tiene novio, él no se ha dado por enterado, ni ha hecho el más pequeño comentario. De esto último se alegra en este instante, porque si lo conociera y hubiera visto lo que ella acaba de ver, la cosa hubiera sido violenta. Dos veces, a lo largo de la noche, la ha cogido la mano, y ella no ha sabido nunca qué hacer para retirarla; no es que tenga importancia, pero es que este Pablo parece que está acostumbrado a hacer siempre su santa voluntad. Ahora mismo la orquesta ha terminado y se han apagado todas las luces. Pablo la tiene la mano sujeta de tal forma que no hay por donde huir. Por otra parte, su mano es fuerte, dura, enérgica, y resulta agradable sentirse cogida, casi acariciada por una mano como ésta. En el coche de Pons se sienta delante éste y su mujer. Detrás, Montse y Pablo. Primero dejarán a Montse, luego a Pablo, en su casa o donde quiera, pues ha dicho que se va a llegar al Círculo a comer un sandwich y tal vez a jugar una partida. Dentro del coche, Montse va algo asustada, porque él se ha colocado de tal modo que lleva la pierna pegada a la suya, y los vestidos de verano son tan finos que parece sentirse la piel velluda y toda la musculatura del muslo, como se ve en la playa cuando los hombres hacen ejercicio. Le dice cosas a las que no sabe qué responder, porque no está acostumbrada a que le hablen así, y sobre todo la mira de un modo que no deja ni respirar. Este hombre la domina y esta certidumbre la agrada y la asusta al tiempo. Suerte que ahí delante mismo está el matrimonio Pons. Nunca Jaime ni los otros que conoció le han hecho sentir nada parecido. (—No puedo moverme. Me mira. ¡Ay!, me gusta… Me cogerá la mano otra vez; ¿qué hago? No puedo. Es fuerte. Pablo, ¡por Dios! Tengo miedo. ¡Qué dientes más bonitos!… ¿Estaré guapa? Si dura mucho el camino… El aliento. ¿Si me besara?) Él va muy cerca y le ha dicho que si no fuera tan joven le gustaría. Luego, que está seguro de que no quiere a su novio. Otra vez ella le ha dado una respuesta arrogante a una insinuación, y él ha exclamado: «Tus pobres manos están acobardadas.» Y era verdad, pues la firmeza de la voz era falsa, y las manos, las pobres manos, eran quienes regían el timón del ánimo. Montse no está acostumbrada a estas cosas. Algo le falla en su voluntad, como si un viento la arrastrara y ella no pudiera asirse a la tierra. Pero el viento es musical, templado, dulcemente violento. Va a pasar algo en ella misma, que no va a estar decidido por su voluntad, sino por una fuerza ajena a ella, pero que tampoco le es completamente extraña, como si su voluntad no hubiera dejado de existir, pero hubiera sido integrada en una voluntad superior. Aún no hace media hora ha presenciado un hecho que tendría que estarle preocupando hondamente y, sin embargo, apenas se acuerda de lo acaecido y le parece que Jaime es un ser extraño, lejano, pequeño; y lo terrible es que si en vez de ser solamente su novio hubiera sido su marido, esa sensación sería exactamente la misma. Delante de la casa de Montse para el coche; Pablo baja también y dice que se irá luego a pie. Las amigas se besan, Pablo se despide y el coche sigue calle arriba. Ahora se han quedado los dos solos, y no frente a frente, porque Montse, con cierto nerviosismo, está abriendo el portal con el llavín que ha sacado del monedero. Con la puerta abierta, le ofrece la mano y la sonrisa; ya no sabe qué decir, tiene prisa y, no obstante, se quedaría toda la noche escuchándole. No puede protestar, no puede resistirse. Pablo la ha cogido del brazo y la ha metido en el portal oscuro. Ella ya no ha notado más que unos brazos que la apretaban fuertemente, un bigote recio que la pinchaba y una extraña sensación, como si todo el cuerpo se le subiera a la boca, como si todos los sentidos se borraran o convergieran en los labios, como si algo le machacara dulcísimamente la boca, apretujándola, amasándola, encendiéndole toda la sangre, como si el corazón, el origen de la vida, se saliera de ella para meterse en los labios de él. Ha cerrado los ojos y no sabe si está en el portal, en Monterrey, en la calle o en su casa, si es de día o de noche, si están solos o rodeados de una muchedumbre. Es una sensación nueva, deliciosa, inenarrable, única. Cuando va empezando a experimentar sensaciones externas, se da cuenta de que ha rodeado el cuello de Pablo con sus brazos y que se le ha caído el monedero. Se ha desasido en seguida, pero todavía no está en sí misma. Siente vergüenza y no sabe por qué; el cuerpo entero, pero sobre todo la boca, está bajo el efecto de un bárbaro y placentero traumatismo. Como ha abierto los ojos, se da cuenta de que no hay luz en el portal y eso aminora su vergüenza. No sabe qué decir y nota como si en todo el cuerpo estuviesen clavados los ojos que la están mirando, destruyendo, y no sólo desnudándola, sino radiografiándola. Su voz sale entrecortada, suspirante, rota, casi en un sollozo: «¡Pablo!…» Luego, con rápido gesto, se agacha, recoge el monedero y, olvidándose del ascensor, sale corriendo escaleras arriba. Si pudiera ahora pensar, se daría cuenta de que por amor se puede matar y morir y robar y deshonrarse; se daría cuenta de que por amor se pueden hacer muchas cosas. Cuando llega al entresuelo oye la puerta del portal que se cierra. Ahora está completamente a oscuras. Busca el botón y enciende la luz; se arregla un poco el pelo y el vestido, luego sonríe beatíficamente y una alegría loca le danza jubilosamente en los músculos y las venas. (—¡Ah… qué hermoso! ¡Qué cosa… esto, esto es lo que yo pensaba! ¡Pabloooo, amooor míooo! ¡Esto es!) EL JUGADOR Se nace jugador como se nace rubio, o francés o alto. Luego los varones sesudos y las madres de familia dicen que si tal y que si cual. Claro que la educación y la voluntad pueden corregir esta tendencia, pero si la voluntad es de jugar y la educación ha sido mala, lo lógico es que el hombre resulte jugador. En sus años de estudiante ya jugaba al siete y medio y al póker, eran partidas pequeñas en que sólo se ventilaban unas pesetillas, pero Pablo ya arriesgaba, pocas o muchas, todas las que tenía. A veces perdía, a veces ganaba. Igual que le pasa ahora… A la larga, aunque no ha llevado jamás cuenta de lo ganado ni de lo perdido, seguramente el juego no ha desnivelado su economía. Así que ni por ese lado puede arrepentirse. Hace tres años ha muerto su padre y ha heredado una respetable fortuna. Sigue con el negocio paterno, pero sin preocuparse más que lo indispensable. Ahora bien, el capital que su padre tenía en acciones, bonos y otras fruslerías lo ha convertido en dinero contante y sonante, de forma que puede disponer de él con facilidad. Le gusta divertirse y es generoso. Estos dos capítulos le han costado, desde que entró en posesión de la herencia, más de medio millón de pesetas. Cuando se tiene dinero y no se gasta, aparte de perjudicarse a uno mismo, se perjudica a los semejantes. El dinero es de todos; solamente que quien lo gasta de primera mano es el dueño; tal es el secreto, fundamento y única justificación de la institución de la propiedad. Las primeras mil monedas que hubo en el mundo se las gastó el que las tenía, y luego se las han ido gastando los demás, y así todos, una vez u otra, han sido o han podido ser ricos. Llega el que las retiene, y perjudica a los otros y les retrasa su turno. La cosa es sencilla. Se ha levantado un aire fresco que sopla de la montaña. No molesta y aún hace que se ande con más ligereza. Toda la calle está dormida; sólo allá lejos se escuchan unas palmadas y el «¡Ya va!» del sereno que dormitaba en un quicio, sentado en su silla; esas palmadas son como el aplauso ciudadano de la noche. Pablo conserva en los labios el más goloso sabor y no se atreve a humedecerlos por no privarse de esta sensación de calor, de compañía que le hace sentir una presencia en ellos. En las manos parece que guarda la forma de una mujer, como si la hubiese moldeado en barro. Todas las sensaciones duran en el cuerpo; no en la imaginación, sino en el cuerpo, durante un espacio de tiempo más o menos prolongado; y Pablo está bajo los efectos de esta sensación que tiene forma de cono y va diluyéndose, como sucede con las campanadas o con las ondas del agua cuando se ha tirado una piedra. Hace unos días Pons le presentó a una amiga de su mujer. Hoy han salido a bailar y le acaba de dar un beso grande, total. Hay veces en que una muchacha que parece insignificante es capaz de besar con un ímpetu, con una pasión, con un arrebato que nadie podía prever, ni siquiera persona de la experiencia de Pablo en esta materia; doctor en varias universidades de galantería se dice que cuando una muchacha besa así, con esa capacidad de entrega, con esa profundidad metafísica, con esa arrebatada musicalidad, es que es una mujer, y feliz el hombre que la haya hecho sentirse tal. Parece que la calle se ensanche y que la luna haya vuelto a asomarse al cielo; parece que tras las ventanas canten todas las mujeres del mundo y que haya un ruiseñor sobre cada farol de esquina. (—No creía que tanto… ¡Qué Montse! Loco, loco. Creí que me ahogaba. ¡Aaaah! Palpitaba. Toda el alma. Se avergonzó. Mañana, sí, por teléfono. Novio. ¡Me importa un bledo! ¡Ooooh!…) Se muerde los labios y otra vez le recorre el cuerpo como un eco lejano de la sensación primera. Se acuerda de que debe llevar los labios manchados y se los limpia con el pañuelo, que queda sucio de carmín. En su vida ha besado a muchas mujeres de todas clases, incluso a algunas que no debía haber besado, porque hay cosas que hasta los más depravados deben respetar; pero ahora no recuerda ningún beso tan completo como éste. Ha recibido mejores besos, con más oficio como si dijéramos. No cabe duda de que Mariuccia, la italiana, besaba con un arte que no se puede superar; era un concierto musical percibido por el tacto, en un espacio tan pequeño como son los labios, o mejor dicho, la boca entera. Pero esta Montse, aunque no posea la técnica perfecta, tiene unas dotes de improvisación y un jugárselo todo a una carta (ésa, ésa era la expresión) verdaderamente extraordinarios. Este beso ha sido genial. Hasta este momento no le daba mucha importancia a Montse, aunque le gustaba, le producía la sensación de una niña impresionada por su historia algo escandalosa y por la superioridad que le dan sus años, sus viajes y su experiencia; pero ahora, de pronto, se ha enterado de que Montse era una mujer. Mañana la tendrá más en cuenta; hay que darle beligerancia, hay que reconocerle clase. Tal vez sea debido todo ello al hecho de que con este hombre, desde el primer momento, se ha sentido dominada, y así no ha intentado desviarse de su camino, no ha pretendido invadir las prerrogativas masculinas y, sin darse cuenta ninguno de los dos, han llegado a ser, por un momento, arquetipos de su sexo, y ello les ha dado este pequeño éxito erótico. No pequeño por insignificante, sino porque las posibilidades del amor son tan extraordinarias y únicas, que si siguen por este camino pueden llegar a empíreos que en este momento están solamente intuyendo, pues ella no sabía que existieran y él los había errado vanamente. Lo que más le preocupaba esta noche, aun hallándose muy a gusto con Montse, era que en el Círculo se estaría jugando una partida muy buena, en la cual debía haber tomado parte, y ha tenido que avisar por teléfono que no concurriría. Aunque sea ya tan tarde, quiere llegarse a ver lo que pasa, y ya que no actor, ser durante un rato espectador; de paso tomará un sandwich y una cerveza, porque entre que ha cenado rápidamente y las emociones últimas, se le ha despertado el apetito. Anda con las manos en los bolsillos y de cuando en cuando mira hacia atrás por si viene algún taxi; no se ve un alma en todo lo que abarca la vista, pero da gusto estirar las piernas. A esta hora nunca tiene sueño. Le gusta la noche, y jugando, amando o leyendo, siempre se le hacen las cinco o las seis de la mañana. Este asunto de Montse hay que pensarlo muy seriamente porque tiene para él sus pros y sus contras. Es una chica demasiado rica, y su padre, aunque buena persona, es un burgués irreductible. Si un hombre se casa tiene que ir a su casa a cenar todas las noches, y aunque alguna puede justificar que va a reunirse con los amigos, no se debe estar, naipe entre manos, hasta las ocho de la mañana, como a veces le sucede. La familia es una gran cosa, pero la libertad es única. Vagar por la ciudad, no tener horas para nada, no depender de nadie, gastarse el dinero según el capricho del momento, no tratar con más gente que con la que uno simpatiza por afinidad de ideas, vicios o costumbres; prescindir totalmente del qué dirán. Cada uno ha de ser quien es, sin mixtificaciones ni fingimientos. Cuando se ha logrado esto y se vive veinte años en la más anárquica y paradisíaca libertad, admitir la posibilidad de otra cosa, aunque sea del brazo de Cupido, es algo que merece la pena de ser meditado. ¿Y si todo fuera un espejismo, una trampa? Ya se ha equivocado varias veces, y gran jugador que es, antes de arriesgar ese don divino de la libertad, quiere conocer bien las cartas y calcular las del contrario. (—Ya estoy llegando. Se me ha hecho corto el camino. ¿Quién ganará? Descarto dos. Servido. Reina de Trébol. Otra reina de Trébol… Ya estará durmiendo. Con un trío no se puede ir… Soñará en mí. Si viene el rey. ¡Póker de nueves! Cinco mil… Toda la palma de mis manos sobre su cuerpo. Temblaba. Volver a nacer. Dos mil más. Tres cartas. Lo veo… Seguro que está ganando Rovira; tiene potra. No podré dormir. Mañana le digo algo; a mi edad hay que hablar. Puedo mantener una casa. Acostarme pronto. Trescientas. Full. Escalera al as. Me dejó grogui. ¿Quién estará en vez de…? Ros. ¡El resto! Color. Me apretaba como una loca. ¡Tan joven! Media hora y me voy. Tenía miedo. Manos acobardadas. Ya no hay timidez; se lanza por la borda. Cerveza fría. Aún noto su sabor. Montse…) Los salones están a oscuras y sólo hay una pequeña luz sobre la mesa verde que rodean los cuatro, doblados sobre la baraja, que manejan con dedos nerviosos. El conserje espera pacientemente en una butaca y se ha quedado adormilado. Suelen estar hasta muy tarde, pero la propina le compensa sobradamente. Apenas le saludan, porque la cosa está al rojo vivo; hay tres mil pesetas sobre el tapete y juegan tres. A medida que la noche avanza, las apuestas van subiendo. A última hora las cantidades son demasiado grandes y el juego se convierte en un placer doloroso; es cuando llega a su máxima exaltación. Al principio es como un tanteo, una frotación de los nervios para irlos calentando. Trae una silla y sin hacer ruido se sienta detrás de uno de los jugadores. Pablo no es de los que cuando mira le gusta enterarse de las cartas de dos o más jugadores; le gusta seguir el juego desde un solo ángulo y ver las posibilidades de uno solo de los contendientes; a veces sufre enormemente, mucho más que cuando lo que arriesga es su propio dinero; pero jamás hace comentarios, ni antes ni después. Se ha sentado detrás de Llorach, que es el que va perdiendo. Esta noche se le da mal y ha dejado unas doce mil pesetas. En cambio Ros, que ha venido en sustitución suya, está con una buena racha que tiene a todos acobardados. Ha pedido whisky, cosa que solamente hace cuando las ganancias sobrepasan a las veinte mil, pues aunque jugador, es hombre de rutinas inalterables. Rovira también gana algo, pero nada importante, seguramente ni llega a las mil. Llorach ha pescado un trío de mano y se descarta de dos. (—Mala… ¡nada! Cuidado, Ros, una carta, escalera… a ver… Rovira es mano, que hable, quinientas. No, Foix va, dos cartas. «¿Póker?» Paaaasa. Ros no ligó. No seas tonto. Se tira. ¡Menos mal!) El reloj del salón ha dado en su elegante y discreta campanita las cuatro de la mañana. Toda la tensión está en el centro de la mesa, como si la energía de la casa se concentrara en estas diez manos y en estos diez ojos. No está comprobado científicamente en qué proporción participan los corazones en una partida de póker. Llorach era mano; ha ido a por tres cartas y ha ligado un full; un full de jokers. Rovira fue a por una solamente. Rovira es un terrible jugador, el más temible de todos, si se exceptúa a Pablo; pero como esta noche no juega, no hay que pensar en él. Pablo es más temible aún porque tiene más corazón y parece que se complace en arriesgar por el solo placer de arriesgar, lo que hace que sea dificilísimo precisar su juego. Llorach pone quinientas pesetas, Rovira mil. Llorach piensa un momento; le quedan tres mil de resto. Si las pierde, habrá perdido quince mil. Pablo sigue el juego con apasionamiento. (—Ojo con ése, algo raro. Arriesga, ¡qué caray! Mil más. ¡Eeeeh! Sin miedo…) Llorach cree que ésta es su ocasión y si pierde, termina y se va. Pone mil más. Rovira va al resto. Ya están las últimas cinco mil sobre el tapete. A Llorach le tiemblan un poco las manos, pero ha tomado tres cafés y es lógico que esté nervioso. Rovira sonríe casi imperceptiblemente y extiende como un documento al portador un full de ases. Llorach se ha mordido un poco el bigote, aunque nadie lo ha notado; también se le ha crispado la mano sobre las cartas que no descubre y tira sobre el montón. El asunto, para él, ha terminado. Se levanta y se despide. Los demás seguirán jugando un rato porque parece que Pablo ha venido muy bravo. Ya está Pablo barajando. Las manos se le alargan rápidas, enérgicas, seguras, con un nerviosismo perfectamente controlado y con una elocuencia, en clave, que sólo él podría interpretar. El conserje sigue dormitando después de haber dejado la cerveza y el sandwich en un lado de la mesa. Se ponen restos de diez mil pesetas y se acuerda levantar el juego a la última campanada de las seis, gane o pierda quien sea. La luz da un reflejo duro a estos naipes de Heraclio Fournier, de Vitoria, allá en Álava. (—No empiezo mal, tres Q. Se le ha dado bien, pero… Juega con miedo, va amarrado siempre. Pide dos, pasa… una. ¿Eh? Ya te conozco, bacalao… ¿Qué hará Montse? ¡Qué bonita es! Me voy a tener que casar. Hay que decidir algo. Se rompía de amor… Cuidado. Atención. Un nueve… y una Q. ¡Ahora veréis!) Vistos desde la puerta, con todo el salón a oscuras, y la lámpara lloviendo luz verde sobre sus cabezas, parecen conjurados de una extraña secta. NÁUFRAGO En este momento no sabe qué es lo que le conviene hacer. No tiene sueño; ha tomado tres cafés y sin embargo siente, no sabe dónde porque no es en los brazos, ni en las piernas, ni en la cabeza, un gran cansancio, un infinito cansancio. La temperatura está tan agradable que nadie se acuerda de ella. En las calles de la ciudad queda poca gente. Piensa que pasear le iría bien y que necesita estar solo. Pero inconscientemente se encamina hacia el único lugar en que a estas horas se puede encontrar compañía, aunque sea la más destartalada y absurda. En la Rambla de Canaletas quedan algunas tertulias que también pudieran ser paseantes que hacen eterna la despedida y en las sillas de paja parejas indefinibles u hombres que meditan o duermen; todos parecen algo disparatados, algo estrambóticos. Él, Llorach, apenas se fija en nada y le han tenido que avisar los hombres de la manguera que riegan el pavimento frente al Palacio de Comillas. (—Estaba bien jugado. Me sube otro joker y una pareja. Él va por dos. Perdía doce mil. Full de jokers. Fue por dos. Ligar. ¡Mala suerte! La racha. Tengo que hacer algo. Póker de nueves. Debí arriesgarlo todo. Él tiene trío, Rovira escalera al as. Ros nos ha hundido. Whisky. Mis quince mil. ¿Qué hora será? Todo es la suerte. Si aguanto entonces. Color. No se liga… Mal, mal. Pensar mañana. Y ¿si intentara renovar la letra? Irse de casa. Mamá. ¡Menudo lío! Un avaro, usurero. Treinta días. Quince por ciento. Veinte mil. No creo… Mamá. Lo mato. Se va a armar. No me prestarán. Hablar claro. ¿Qué hora será? Lo importante, eso… «Lotería Valdés.» Si ligo otro as… Solución rápida. Mamá. Un taxi, ¿adónde voy? Luciano… hago como si no lo veo. No quiero hablar con nadie. Pedir a López. ¡Qué va! Si acaso, quinientas o mil. Renovar letra. Brillante. ¡Es un canalla! «Gran Teatro Liceo.» «Dos mil más… veo… trío de ases…» Apuro serio. Si llego a… Mala racha. Mamá. Lío serio. El follón. «Viva el follón —viva el follón—, viva el follón bien organizado…» El brillante. ¡Maldito tío!) Ha perdido quince mil pesetas y está en un grave apuro. Es curioso que la felicidad, el porvenir y hasta la vida puedan estar ligados a que aparezca, en un momento dado, un cartoncito con una figura rara, con un corazón rojo o con ocho tréboles negros. Resulta amargo pensar que si, no a él, sino a otra persona, en lugar de venirle una carta con un solo signo le viene otra con varios, no hubiera ocurrido nada y todavía, tal vez, estuviera hasta recuperando lo perdido antes. Bien mirado, las leyes que rigen el juego son caprichosas y completamente inescrutables, porque el día que dejen de serlo, el juego desaparecerá o se desplazará a otros procedimientos de los actualmente usados. En el momento en que uno sólo de los miles de jugadores que buscan complicados procedimientos matemáticos para hallar la fórmula infalible la halle, se acabó el juego porque habrá sido dominado el azar. Parece ser que hasta ahora no ha ocurrido, aunque esta pasión enloquece un tanto y hace ver espejismos a más de uno. El último año Llorach ha tenido muy mala suerte. No se explica a qué puede ser debido, pero se ha visto obligado a vender la moto, traspasar el piso de soltero y, por último, se ha quedado sin un céntimo. Ha ido prescindiendo de amistades, de diversiones, de compañías que le eran gratas y se ha venido transformando en un ser huraño e insociable. Sólo combinaciones de cartas caprichosamente revueltas en un cerebro le apasionan, pero no le han dado buen resultado. Hasta aquí, todo podía solucionarse; pero hace cinco días ha dado un mal paso. Ya no tenía dinero, había contraído algunas deudas, y, lo peor de todo, no podía seguir jugando hasta que no las liquidara. Él es un hijo de buena familia, y hasta casi diríamos un buen hijo, pero ha dado un mal paso, y, lo que todavía es más lamentable, no le ha servido para nada, y en este momento ni siquiera sabe cómo solucionarlo. No puede pensar, pues carece del grado de luz indispensable en la extraña cámara donde se razona, inundada a la sazón de revueltas barajas y trances de azar. Mañana pensará, pero mañana será tarde. El dinero no se regala y cuando se presta a un desconocido es con la garantía de algo que vale más de lo prestado. Hay gentes, incluso, que viven de este benemérito oficio de prestar a quien lo precisa, y, en la guerra como en la guerra, necesitan cubrirse las espaldas. Si un hombre, por su mala cabeza, o por sus necesidades privadas, desea alguna cantidad de dinero, se le puede proporcionar, pero ha de ser siempre que también le convenga al prestamista. Luego la madeja se lía; de una letra viene otra mayor y, por último, ya no se puede solucionar el enredo. ¿Hay algo malo en que quien hizo un favor a otro se le quede un brillante, por ejemplo? Es posible que el valor del mismo sea tres o cuatro veces mayor que lo prestado, pero los papeles están claros y el trato se hizo así. Nadie puede quejarse ni objetar nada, cada cual trabaja para su propio beneficio. Llorach no sabe adónde va ni le importa saberlo. Si pudiera, ahora mismo se borraría del mundo, pero como esta idea le da miedo, preferiría que el tiempo retrocediera y volver a los años de la infancia, cuando le pasaba a recoger por su casa el ómnibus que le llevaba hasta el Colegio de Sarriá, cuando sus mayores problemas eran presentar a su padre los sábados las notas semanales, cuando su padre le daba un duro todos los domingos y se lo gastaba en regaliz, en caramelos o en comprar cromos para su colección (todavía regalaban con el chocolate aquellos cromos con retratos de artistas de cine o de jugadores de fútbol), cuando su padre vivía aún. Pero no hay noticias de que el tiempo haya retrocedido jamás; a lo sumo, se dice que una vez se detuvo, pero de eso hace muchos siglos. En este tramo de la Rambla todo es animación y bullicio. Parece que se den cita todos los seres desvencijados de la ciudad. Ya han cerrado los locales hace tiempo, y la gente que durante una hora inundó las calles céntricas se ha ido filtrando lentamente, pasando por el cedazo de los minutos. Aquí, en estas sillas, paseando por estos doscientos metros de la ciudad queda el poso. Hay una nostalgia pegajosa, un deseo de prolongar la noche a ultranza, porque la mañana con su luz ahuyentará a todos estos fantasmas. Ahora, bajo el espectral reflejo de los faroles de gas, rodeados de una ciudad en sombras y silencio, hablan, ríen, fuman, dormitan, y se buscan, se mezclan, se odian, se observan o se desprecian. Son juramentos de extravagantes vicios, de inmensas perezas, de infinitas curiosidades; son desesperados o simples desocupados, seres solitarios que necesitan compañía para huir del fantasma de su esqueleto. Aquí, a esta hora, se pueden comprar y vender muchas cosas. En ningún otro lugar y hora se puede perder el tiempo, quemarlo inútilmente, vagamente, como en este rincón y cogollo al tiempo de la ciudad. Pitarra —otro fantasma ridículo— preside el cotidiano mitin. Golfos, pobres hetairas, señores, borrachos, simples trasnochadores, chulillos de doble filo, artistas de renombre y oscuros proletarios de las siete musas; los que tienen hogar y los que no lo tienen, los que piden y los que ofrecen, los que compran y los que regalan, los que desprecian y los que aman, los que se apasionan y los que han perdido toda capacidad de pasión, los que sueñan, los que bordean el presidio y la muerte, los que mañana serán hombres y los que ya no lo serán nunca. Los noctámbulos de esta ciudad, los más empecatados, los más consecuentes y obstinados, están sentados por estas sillas, pasean lentamente o charlan en corrillos. Todos esperan con ansia y con terror que la aurora nazca entre los árboles; entonces aún estarán un momento más, y los recalcitrantes tomarán un café, un coñac o un carajillo, en ese bar que es el primero en abrirse, pero ya la hora de la dispersión habrá sonado y les veremos desfilar lívidos hacia sus casas, y a todos les absorberá otra vez la ciudad. Estas gentes hacen recordar aquello de Mallarmé: «Je fuis pâle, defait, hanté par mon linceuil, ayant peur de mourir lorsque je couche seul…»[1] Los rebeldes de la noche, los que tienen miedo a la soledad, buscan la soledad de esta compañía; poso ácido de la ciudad, de su trabajo, de sus solaces, de sus virtudes, de sus vicios. Llorach automáticamente ha venido aquí; sólo aquí a estas horas podrá hallar un demonio que le haga compañía, que le consuele, si es que se puede consolar a un hombre. Sólo aquí sentirá que otros dramas rondan por la calle, tan en carne viva, que le harán olvidar el suyo propio. Sólo aquí la borrachera del fracaso y la embriaguez de las falsas ilusiones le aliviarán un tanto y en este lugar podrá encontrarse solo, sin que el vacío le provoque náuseas. (—Una cualquiera, me es igual. Si tuviera sueño, al menos. El brillante. Veinticinco mil. Todo por un joker dormido. La suerte… ¡Su padre! Póker de ases… ¡Fantasías! Mañana. Mal asunto. No veo solución. Sí, pero… No voy a casa. Una cualquiera… la más asquerosa. Sed, mucha sed. ¡Qué estúpido! Tal vez consiga… Inútil engañarse… todo perdido. Doce años; el domingo, fútbol. «No saldrás esta tarde…» El profesor es tonto. La capital de Estonia, Reval[2]. Otra vez mala nota de álgebra. Mamá, mamá, te juro… ¡Es un asco! Evadirse. Pero, ¿qué hora debe ser? Gente, gente, borrachos. ¿Alguien juega? Si por lo menos… si por lo menos supiera qué hora es. Es lo más importante en este momento. Saber la hora que es y me salvo… Y puedo saberla, claro; bastaría que mirara en mi reloj. No, no puedo… Lo miraré y me salvo… ¿Qué hora es? Ahí está la clave. No, no; falso. Evadirse es inútil. Veinticinco mil pesetas. El brillante. Otra letra. Tengo sed. Cerveza. Mamá. Total por un maldito joker. Póker; siete mil, cerveza. A ver, una mujer de ésas. El brillante… «Por esta tercera de cambio —no habiéndolo hecho por la primera ni por la segunda— a la orden…» Veinticinco mil. La moto; cuarenta y tres mil. Trance duro. «Compra-venta de joyas.» ¡Ladrón! Mamá. Una pistola, amenaza. Sed, la boca. No tengo sueño. Si supiera, siquiera, qué hora es. ¿Qué importa eso?…) Ha llegado hasta cerca del monumento a Colón, pero da la vuelta y regresa hacia el centro, y otra vez con las manos en los bolsillos y un cigarrillo que se le ha pegado en los labios, pasa entre esta gente que espera a que amanezca para morir o dominar la angustia. Algunas mujeres le miran por si busca algo que ellas puedan darle, pero como le ven con la mirada absorta le creen lunático o borracho y le dejan pasar. Si su madre hubiera sido de otra manera, le hubiera permitido casarse con aquella chica que trabajaba en el «Sepu» y que salió con él tantos años. Al fin y al cabo era una buena muchacha. Hubo un momento en que intentó abandonarle, cansada ya de tantos años de insinuaciones vergonzantes y de promesas no bien concretadas. Entonces él quiso casarse, pero le faltó energía y su madre ganó la batalla. Los amigos también terciaron, unos pensaban blanco y los otros negro. Fue débil, y ella, en una ocasión ventajosa o en un rapto de despecho, se casó con un hombre de posición. Ya no ha podido ni hablarla una sola vez. Cuando lo intentó le colgaron el teléfono. En algunas ocasiones, muchas por su mal, se ha cruzado con ella, pero por más que ha buscado su mirada ha sido imposible establecer ni esa pequeña comunicación siquiera. Cuando un hombre acostumbrado años y años a una mujer se queda solo, comete acciones de las que no puede exigírsele toda la responsabilidad. No sabe ni quiere pensar en lo que hará mañana. Cuando le venza el sueño, que le vencerá pronto, se irá a casa y se meterá entre las sábanas; allí, por unas horas, se olvidará de todo, será como si nada hubiese pasado, como si todo estuviese igual, como si nada hubiese que solucionar, como si ningún turbión fuera a arrastrarle a no se sabe dónde. No puede deshacer este nudo gordiano y al fin —no es ningún Alejandro, el pobre— le falta coraje para cortarlo o quizá no tiene espada para hacerlo. Ayer a estas horas poseía más de quince mil pesetas; hoy tiene apenas ciento cincuenta arrugadas, inútiles, en el bolsillo del pantalón, tristes pesetas que no pueden ni prolongarle la agonía a la que está abocado desde hace una hora, por un naipe que quedó escondido en el montoncito que tenía en la mano un compañero. Cuando su madre note que le falta la sortija de pedida se formará un drama, y lo más horrible es que si él carece de decisión para confesárselo todo, ella dará parte a la policía, y si eso llega a ocurrir es mejor morirse, acabar de una vez, que un gran sueño se lo trague para siempre, o si fuera posible, no despertar en muchos años. Pasa una mujer vendiendo cerveza. Lleva las botellas en una cesta; también bocadillos, cerillas y tabaco —rubio y negro— y unas pocas naranjas. Como la ha llamado, se acerca y Llorach hace que le destape una botella. Salta la tapa metálica (una falsa estrella de hojalata que arrastra una cola de espuma, como un cometa de bisutería) y bebe ansiosamente el líquido. Tiene que descansar un momento y en el segundo trago da fin al contenido de la botella. Saca un duro del bolsillo (cinco pesetas, de papel o de lo que sea, siempre serán un duro, hasta que una nueva generación marchite la palabra) y se lo entrega a la vieja. Sin decir nada, sigue su caminar de abismado, de visionario sin meta. A la Rambla ha llegado el primer carro de flores; un carrillo ligero tirado por una jaquita madrugadora. Vienen húmedas y fragantes para perfumar la ciudad, para redimirla. Las trae un anciano con ojos claros, de niño. Cuando amanezca estarán ya en los puestos para ser admiradas, para saltar a los ojales de los galanes y al pecho de las mujeres hermosas; para adornar los altares y hasta para desmayarse, a lo Rubén Darío, en los búcaros de las princesas tristes. Por delante de la estatua de Colón el tranvía 29 lleva y trae gente al mercado del Borne; gente que ya se levanta, que ya ha pasado la noche, que ya está en «mañana». Dentro de una hora se abrirá una puertecita en el cielo y asomará Dios su rostro de luz; entonces la ciudad cumplirá su relevo y el calendario arrojará una hoja inútil que ya hace cinco horas que oficialmente ha caducado, pero que en este lugar tiene todavía cierta vigencia. VIEJAS GLORIAS Le ha dejado las cinco pesetas en la mano y se ha ido. Tenía mucha sed y seguramente estaba bebido; al menos, lo parecía. Considerando que es la noche del lunes (aunque haga ya bastantes horas que es martes), puede afirmar que, económicamente, no se ha dado mal del todo. En cada cerveza gana una peseta, y en algunas como en ésta algo más. De los bocadillos ha sacado un beneficio de siete pesetas y de las naranjas, tres. Total, que merece la pena acostarse cada noche cinco o seis horas más tarde y, por lo menos, poder comer un buen puchero al día siguiente. En esta ciudad, al que se duerme lo atropellan y es cuestión de andar bien despierto. Y la ciudad es tan grande que cuando ya parece que se han agotado las posibilidades de vivir, todavía hay una rendija por la cual colarse, un intersticio en los bolsillos bien defendidos de los burgueses por donde sacar alguna peseta. La mujer está encargada de los lavabos de un cabaret de la parte baja de la ciudad y saca algunas propinas que le permiten vivir, aunque sea muy modestamente. Antes, hacia las dos de la noche, después de cerrar, se iba a su casa a dormir. Se dice a su casa, porque es donde vive, pero está realquilada con derecho a cocina en el domicilio de un matrimonio en que él es electricista de un teatro. Un día se dio cuenta de que en cuanto el tiempo es templado queda mucha gente por las Ramblas y que hasta última hora hay personas por los bares mendigando una copa más antes de echar el cierre, algo líquido para que pase por sus gargantas devoradas, al parecer, por un ardor insaciable. Desde entonces cada noche, al salir del cabaret, lleva diez bocadillos en una cesta de mimbre, doce cervezas y una docena de naranjas. De los mismos paquetes de tabaco que tiene para vender en el cabaret se mete en la faltriquera unos pocos y además lleva cajetillas de negro, de las que dan en el racionamiento, que le venden algunos vecinos que no fuman. Últimamente pagan bastante mal estas cajetillas, pero ha habido época en que las pagaban hasta cinco pesetas. Es rara la noche en que a las cinco o a las seis no se va a dormir con un saldo de treinta o treinta y cinco pesetas de ganancia, y a veces bastante más, con lo cual su vida ha cambiado completamente de signo económico. A pesar de todo, su situación actual es bastante miserable, y menos mal que ha descubierto este negocio, que si no estaba perdida. Desde hace tres años tiene una libreta en la Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros en la Vía Layetana, y gracias a Dios va progresando. Porque ella cada vez se encuentra más vieja, más fatigada, en los linderos del agotamiento. No tiene ninguna enfermedad, o al menos el médico del Consultorio no se la supo encontrar, pero ella nota algo por ahí dentro que le va mal, como si llevara un poco de muerte en las entrañas. Los médicos pueden decir lo que quieran, pero sabe que un día no podrá trabajar, que tendrá que meterse en la cama y entonces se morirá sola en su habitación, porque lo que es de este par de egoístas en cuya casa vive, no puede esperar gran cosa. Gasta muy poco y ahora ahorra casi el doble de lo que gasta. Como se acuesta tan tarde se levanta pasado el mediodía, y se prepara una buena olla. A esa hora ya ha comido el electricista y la cocina está libre, aunque la mujer, que no es nada limpia ni educada, no se preocupa de dejar fregado el fogón y la pila del agua, y ella tiene que hacerlo antes de empezar a cocinar lo suyo. Cuando le sobra algún bocadillo del día anterior, se come el pan y guarda el jamón para hacer otro bocadillo nuevo. El pan del racionamiento, con una tortilla, se lo lleva a su trabajo y le sirve de cena; en el bar le dan un café con leche y no se lo cobran. Le gusta tomarse de cuando en cuando alguna copita de aguardiente, pero como los vecinos son muy maliciosos prefiere tener la botella guardada en la alacena de su habitación, bajo llave; con mucho cuidado de que no la vea la mujer del electricista, porque luego todo sería criticarla por ahí y echárselo en cara a la primera ocasión. Ya es tarde, pero todavía no ha terminado la mercancía. Se acerca a los grupos que están por las sillas y les ofrece lo que lleva; a veces no le hacen caso, otras le contestan en forma soez y algunos le gastan bromas de mal gusto, pero ella ha aprendido a no darse por enterada de nada y a ir a lo suyo, que es vender la mercancía y ganar unas pesetas. (—No sé si acabaré los bocadillos. La cerveza cinco pesetas. Tenía sed. ¿Algo ebrio? Un señorito. No dijo ni por ahí te pudras… Los señoritos… En mis tiempos… Esa mujer me roba el aceite, estoy segura. Siempre tan repugnante. ¡La bruja! ¡Ojalá reviente! Deben ser las cinco o más. Tres cervezas. Si vendo algo más, me voy. El jamón para mañana está muy bueno. Setenta y cinco el kilo. Allí va uno… Parece que busca… Apresurarse… No, un taxi. Por allí hay gente nueva. A ver si tienen hambre. Este mes, quinientas lo menos, y eso que he comprado el jamón. Me tomaría un vasito ahora mismo. Saliva, ¡qué raro!, saliva, aguardientito. Voy a volver hasta Escudillers. Aquel calvo tiene una botella; voy. Me duele la pierna otra vez.) Ha de ir con mucho cuidado de no perder ninguna botella, porque entonces el negocio se le esfuma. Cuando insiste en pedirlas la mandan a lugares groseros, pero hay que insistir, y, sobre todo, no perderles de vista y esperar a que se tranquilicen. Los borrachos son buenos clientes porque no miran el dinero, y pueden equivocarse, pero hay algunos muy pesados que no quieren pagar y no hay manera de hacerles entrar en razón; a veces hasta rompen las botellas a propósito, de puro idiotas, sin darse cuenta de que la perjudican mucho, o tal vez, precisamente, por eso. A ella ya no le importa, pero se ha envejecido rápidamente. Hasta los cuarenta años se conservó muy bien, de tal manera que hasta parecía que lo hiciera por arte de brujería, pero actualmente aparenta setenta años y no ha cumplido los sesenta. No sabe en qué momento empezaron a marchitársele los pechos, a agostársele la carne, a secársele la piel. Todavía, cuando la Exposición Internacional, estuvo en el Edén Concert una temporada, y no quedaba mal, aunque ya tenía que disimular un tanto, sobre todo, los senos. El síntoma precursor fue que la piel de los muslos, en su parte alta e interior, se envejeció inesperadamente, mientras el resto del cuerpo se mantenía lozano; era un toque de alarma. Luego, pasaron muchas cosas en su vida, y cuando creyó que ya estaba en el buen camino, que aquel hombre que se casó con ella iba a ser la solución de todos sus problemas; cuando por primera vez notó una mano que la sujetaba, y al mismo tiempo que la defendía, que la protegía, un mal golpe se abatió sobre su tardía felicidad, y aquel hombre, el Hombre, se murió. Pasado el feroz traumatismo del dolor, su alma bohemia, derrochona y fantástica, le impulsó a gastarse de la forma más miserable los ahorros de aquel cuya memoria debió haber venerado. Y ésos son los únicos años de su vida de los cuales se avergüenza, y con razón; los únicos en que vivió indignamente y se envileció. Porque, al fin y al cabo, cuando trabajaba en el As, o en el Novelty, ella era una artista. No fue nunca una estrella, actuaba regularmente en la segunda parte del espectáculo, y dos o tres veces llegó a figurar en la tercera, entre los números de categoría. Tuvo su mal momento cuando, después de hallar una persona a la cual asirse, se vio otra vez más solitaria que nunca y sintió como si la muerte la hubiera estafado, y en una edad tan mala, tan falsa en que los demás la arrinconaban y ella no se sentía aún fuera de la vida. El dinero que dejó aquel hombre lo gastó en pocos años muy malamente; en vez de servirla para dignificarse, para construir una vida honesta, lo utilizó para degradarse, para dejar de ser una mujer honrada, cosa que hasta entonces, más o menos, al fin y al cabo, lo había sido, que hay muchas maneras de ser honrada, aun llevando mala vida. Pero esta vieja que vende cerveza no tiene casi nada que ver con aquella canzonetista del «Ven y ven» y que ya algo ajamonada consiguió renovarse con un sombrero de copa y un bastón, bailando agitadamente aquello de «¡Ay, madame, madame, madame por Dios!» cuando el charlestón llegó a la ciudad. Y es que entre esta vendedora de cerveza y aquella artista hay tres años de mujer honrada —honrada a carta cabal— y otros años de no se sabe qué…; pero Dios sí lo sabe y aplica a cada cual el castigo que merece. Ha frenado un coche cerca; van tres muchachos y dos chicas; parece que han bebido un poco y están del mejor humor. Como buscan algo, ella se acerca y en seguida que la divisan la hacen señas de que acuda de prisa. Se quedan con los cuatro bocadillos, las cinco botellas de cerveza, y las naranjas, y dos paquetes de tabaco rubio. Está tan contenta que no acierta a hacer bien la cuenta. Uno de ellos saca cien pesetas, otro también, discuten alegremente y, por fin, el que le ha dado las cien pesetas, que es el que lleva el volante, pone en marcha el vehículo y le dice riendo: —Lo que queda para usted, abuela, y ya se puede ir a dormir… Y arranca a toda velocidad, escandalizando la quietud de la hora. (—Jóvenes, ricos. Así me gusta; cien. «Lo que queda para usted, abuela…» Simpáticos, unos caballeros. Eran veinticinco con las botellas, veinte los bocadillos y cinco más de las naranjas, hacen cuarenta, y veinticuatro de los cigarrillos… Tuve suerte, buenos chicos, la juerga. Mujeres. Eso es vivir. A casita en seguida. ¡Se acabó el carbón!) El lunes suele ser un mal día, pero hoy se le ha dado bien. Todavía es relativamente pronto y ya ha terminado la mercancía con buen margen de ganancia. La mujer está contenta. Este mes podrá ingresar en la Caja de Ahorros más dinero que el pasado porque se aproximan las dos verbenas y el cabaret, a pesar del calor, estará animado; vienen señoras, compran tabaco, las chicas ganan más, están alegres, beben, y se acuerdan de ella y quieren que también esté contenta y, a lo mejor, por un Lucky, le dan hasta cinco duros. Antes de marcharse busca a un limpiabotas que es el que le proporciona el tabaco a mejor precio, y le encarga un cartón para el día siguiente. Este «limpia» es un golfante que luego se pasa el día durmiendo, cuando no está borracho, pero es hombre formal. Ella, hay veces que hasta le adelanta dinero y no le ha fallado nunca. Si no fuera por su mala cabeza, estaría muy bien acomodado, porque trabajó en un bar elegante donde ganaba suficiente para vivir como un señorito. Ocurrió que una tarde un cliente dio a cambiar un billete de mil pesetas y en la Caja no tenían cambio. El cajero le mandó con el billete a la farmacia, pero tampoco allí tenían cambio, fue a la lotería y tampoco le pudieron cambiar, y en otro bar, lo mismo. Tuvo la mala idea de ir a la Rambla a ver si allí lo conseguía y ésa fue la causa de su ruina porque como no le conocían, para cambiar se vio obligado a tomarse una copa en un bar. De la primera vino la segunda, y después la tercera. A las doce de la noche, el cajero que le buscaba le encontró borracho por la calle Escudillers, le pegó dos bofetadas y se incautó de ochocientas y pico pesetas que llevaba todavía. Desde entonces es limpiabotas callejero, pero aquí, a estas horas, se defiende bien, porque es muy popular, tiene buenos amigos, y si se tercia, sabe cantarse un fandanguillo con bastante gusto. La mujer ha terminado su trabajo y se marcha hacia su casa. Si Dios le conserva la salud, todavía podrá reunir unas pesetillas y tener una vejez tranquila, y si se pone enferma no tendrá que ir al Hospital, porque se ha afiliado a una sociedad que le pagará la clínica y todo, y para que si muere pueda tener un entierro como Dios manda, aunque sea modesto, paga también su cuota en una compañía de Seguros de Entierro. ¡Ojalá siempre hubiera pensado como ahora! No estaría vendiendo bocadillos a los trasnochadores y sería una señora respetable a quien todo el mundo tendría consideración. Las calles están tristes bajo la luz de gas de los faroles (uno encendido y otro apagado, que hay que economizar mucho, hasta la luz, en estos años). Los barrenderos, con sus grandes blusas azules y sus escobones, limpian un poco las calles. Una barrendera tirada por un caballo pasa por el centro, y su escobillón giratorio es la extraña ruleta caricaturesca en el gran casino de la porquería. Al atravesar una plaza se cruza con un jovenzuelo que lleva un voluminoso paquete de diarios bajo el brazo y se dirige a las Ramblas; al pasar junto a algún transeúnte se le oye gritar: ¡La Soli, El Correo! y la voz se va perdiendo en la lejanía, y es como una alondra que anunciara el nuevo día, como una celeste trompeta de resurrección: ¡El Diario de Barcelona, La Soli, El Correo! Cerca ya de su casa ve venir al anciano sacerdote que se dirige a la iglesia. Vive en el entresuelo y es un santo. Se lo encuentra siempre que regresa temprano. Ella no frecuenta la iglesia, pero Mosén Bruguera hace como si lo ignorara, y la trata muy cordialmente. Cuando estuvo enferma fue el único vecino que se portó como cristiano, y está segura que si algún día se viera cerca de la muerte, este cura tan viejecito le perdonaría todos sus pecados para que pudiera ir al cielo y le pondría un crucifijo sobre el pecho como hacen con las personas decentes. No puede fiarse del electricista y su mujer, que serían capaces de dejarla morir como un perro; como si no fuera, al fin y al cabo, una criatura de Dios. Se acerca al sacerdote y le besa la mano, aunque él hace, como siempre, una pequeña resistencia. Luego el anciano le pregunta: —¿Qué tal, qué tal? ¿De retiro ya? Y ella, sin atreverse a mirarle a los ojos siquiera: —Sí, padre, a dormir un poquito; terminamos con el trabajo de hoy. Lo que para este mujer es hoy, para el sacerdote es ayer, pero esta diferencia cronológica no tiene importancia apenas. El sacerdote, cuya vocecilla es risueña, a pesar del gastado timbre, continúa preguntando cariñosamente: —¿Y esa salud, cómo marcha? Ella se acuerda entonces de que le ha dolido la pierna, y de ese pedacito de muerte que lleva ahí dentro, aunque los médicos no lo vean. —No muy bien, padre, no muy bien; cada día está una más vieja, más cascada, más cerca de la tumba. Mosén Bruguera vacila un instante y luego, casi con rubor y mientras se aleja, ha añadido: —Cualquier día que no tenga sueño, véngase un ratito por la iglesia. Dios ayuda siempre, sobre todo a quienes se lo piden con fe… Se queda emocionada; este hombre que es un santo le ha dicho que Dios la puede ayudar a ella y que basta con que se lo pida. Y este cura sabe su historia, porque en el barrio, con el tiempo todo llega a saberse, y algunas de las beatas que van a misa la odian como si todavía fuera mala, y se lo han debido contar al sacerdote, pues siempre van con chismes entre las bocas desdentadas. Pero él es tan bueno que aún le dice que vaya a la iglesia, y que Dios se acuerda de ella. Canta un gallo y responde otro. Unos gatos husmean en unos montones de basura; pasa un hombre empujando una carretilla con verduras y frutas; el hombre, que ha madrugado, canturrea una vieja canción. Esta mujer no es tan anciana como parece ahora. Puede que sea cierto que aquel hijo que no llegó a nacer le dejara un poco de su muerte en las entrañas. EL ALBA Todavía le obedecen las piernas, aunque no puede andar con ligereza. Llega a su iglesia a las seis menos diez, y al dar la primera de las seis campanadas sale de la sacristía. Duerme tan poco que no le importa madrugar. Los años se le han ido tragando la carne y afilando el espíritu. Dicen que es un santo, pero él no lo cree. Cuando se llega a cierta edad, el cuerpo —esos cinco sentidos— ya perturba poco y la tentación es cada vez más débil; ni el orgullo siquiera tiene aquella fuerza arrogante, tan difícil de vencer. Muchas mañanas se encuentra a la mujer que está realquilada en el quinto piso de su misma casa y que siempre viene a besarle la mano. A él no le gusta ese besuqueo, pero tiene miedo que, al retirársela, pueda creer que la desprecia. Se cuentan de ella muchos chismes que tal vez sean verdad o no lo sean. A veces llegan hasta sus oídos historias que preferiría no conocer. Cada cual sabe de qué tiene que acusarse y para eso está el confesonario; lo demás son chismorreos y ganas de criticar al prójimo. Si alguien necesita confesión, allí está él; si alguien le pide consejo, también, que son cosas ambas relacionadas con su ministerio; pero la vida de cada uno a cada uno le importa, y no debe andar en lenguas ajenas. Seguramente es verdad lo que se dice de esta mujer, pero ya tiene sobrada penitencia; toda la noche por ahí, rodando, y vivir miserable y sola, o peor aún que si viviera sola. (—Ha debido sufrir mucho. Humildad. Cualquier día, Dios Nuestro Señor… Yo querría decirle que se confes… Todo vendrá a su tiempo. ¡Pobre mujer! ¿Quién sabe por qué sería así? Hijos de Dios; todos. Hipocresía. Esta vieja es un alma de Dios también. Me gustaría que viniera un día… «No se aflija, Dios es de todos… lo ve todo… lo perdona todo. En el cielo hay más pecadores arrepentidos, que justos. Todavía se está a tiempo… Dios perdona, todo, todo, hasta lo más horrible…» Cantan los gallos. No podré arreglar el altar; la imagen, tres mil pesetas. Otro gallo. Se me va a hacer tarde. ¡Qué hermosura de tiempo! El aliento divino. Me duelen los riñones, la máquina se gasta. ¡Señor!, aquí estoy, ya sólo espero… ¡Señor, soy tu siervo! He procurado… he luchado… ¡Señor! Gracias por tu ayuda. A veces el cuerpo… es tan débil… sin tu divina Gracia… La imagen ésa, ¡Señor! Un pobre viejo… tu ayuda. Tres mil pesetas. El pequeño milagro —nadie se daría cuenta— un milagro prosaico. ¡Qué dulzura de aire! La pobre mujer. «Ha sido una pécora; bailaba desnuda ante los hombres. Pervirtió a…» A veces casi detesto a las murmuradoras. Matan sus demás buenas obras. Sólo el amor conduce a Dios. Amar a los enemigos, a los malos, a los perdidos; caridad cristiana. «Y el segundo es semejante a él. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay duda, el Evangelio. «Porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en el Cielo os perdonará vuestras ofensas.» No todos los pecados son iguales. Cada persona tiene su vida. «Esa mujer… esa mala mujer…» Yo la bendigo, yo la absuelvo, yo quiero que se salve. La Misericordia. «Con esto subía de punto su asombro. Y se decían unos a otros: ¿Quién podrá, pues, salvarse? Pero Jesús, fijando en ellos la vista, les dijo: A los hombres es esto imposible, mas no a Dios; pues para Dios todas las cosas son posibles.» Una pecadora; alma de Dios. San Marcos; ni una palabra más. Amén.) Esta es una iglesia pobre; el barrio lo es también. Están reconstruyéndola, porque cuando la revolución la quemaron. Pero las cosas van despacio. En este barrio no hay señoras de esas ricas que hacen buenos donativos y los medios son tan modestos que apenas se han podido habilitar unos cuantos altares. Él querría ahora restaurar el de la Virgen de la Merced (¡era tan hermoso el antiguo!), pero no hay fondos. Una imagen muy pobre, y bastante mal hecha, cuesta tres mil pesetas, y eso porque el imaginero, que es persona piadosa, le hace una considerable rebaja. Pero no hay fondos. Y se recauda muy poco. Sólo los domingos viene gente y todavía no mucha. En esta misa de seis apenas hay veinte personas; unas cuantas viejas y alguna ama de casa madrugadora que viene a pedir ayuda a Dios para lanzarse a la lucha de mantener y educar a los hijos, algún colegial que reza antes de sus exámenes, y aunque cada vez va siendo más extraordinario, algún obrero. Este sacerdote lleva esa espina clavada en el alma. Antiguamente muchos trabajadores venían a misa antes del trabajo, pero desde que empezaron esas luchas y esos enconos entre unos y otros, los pobres se han ido apartando de la iglesia. Y él, cuando todavía podía predicar, siempre les defendió, y siempre ha creído que los ricos que les explotaban eran reos de pecado mortal. Pero cada vez se van alejando más de la religión. Por eso cuando se vuelve al Dominus vobiscum y con sus ojillos cansados ve la cabeza inclinada de algún obrero que reza devotamente, cuando uno de ellos se acerca a comulgar, parece como si se le quitara de encima un peso, y da gracias a Dios que permite ese hecho, que casi puede calificarse ya de milagroso. Recuerda aquello de las ciudades de la Pentápolis, cuando por un puñadito de justos que hubiera habido, Dios les hubiera salvado del fuego. Unos pocos, unos pocos trabajadores que crean y se santifiquen, pueden salvar a toda esta muchedumbre de proletarios dolientes que han renegado, en su rencor, de la fe de Dios. Los hombres de Acción Católica, algunos vecinos y gentes que le conocen, dicen de él que es un santo. Es raro el que le critica porque su caridad va más allá de las paredes de la iglesia y del ámbito de los creyentes. Cuando no puede llegar la limosna, que es frecuente, llega su palabra, su mano, su compañía. Los que no le quieren bien dicen de él que no tiene mérito que sea bueno, porque sus hábitos le han defendido siempre de las tentaciones. Este viejo sacerdote está de vuelta ya de muchas cosas, pero sabe muy bien qué poca defensa es una sotana, y cómo debajo de ella hay siempre unos pantalones. Ha pecado mucho y a fe que luchó para evitarlo, pero la tentación es algo viscoso, sutil, que se filtra por las más insignificantes rendijas del alma, por las junturas mal calafateadas de la voluntad. A Dios no se le engaña y es inútil quererse engañar a uno mismo. Pudo mantener la disciplina externa, tuvo voluntad para hacerlo en medio de los temporales en que anduvo metido como cualquier hijo de vecino. Observó esa rígida disciplina y no dio escándalos, ni puede hablarse mal de él; ni pudo hablarse siquiera en otro tiempo cuando, por ser más joven y tener sangre como tienen todos los nacidos, no siempre consiguió dominar la vista, si bien gobernó las manos, que no fue poco trabajoso el conseguirlo. Pero Dios está dentro del pensamiento y dentro de la voluntad y sabe todo lo que se piensa y lo que se desea, y conoce todos los fallos, y cuando el ánimo cede, siquiera sea unos segundos, a la tentación. Si Satanás fuera ese monstruo de cuernos y tridente, ¡qué fácil sería luchar contra él! Pero existe un Satanás muy dentro de cada uno de nosotros, que nos acecha y que no concede al alma un punto de reposo y ésta debe permanecer en perpetua vigilia si no quiere perecer. Y los años son largos, y ante los ojos pasa el panorama de la vida con todas sus sugestivas tentaciones, con sus colores apasionados, con su música adormecedora, y donde parece más inocente, y donde creemos que radica el deleite con que Dios nos regala, allí, agazapado, está el demonio, y allí mismo nos derriba y nos hace caer. Y son tantas y tantas las ocasiones de pecado y tan distintos los vehículos por donde nos llega: el gesto de una mano, la alabanza del amigo, la lectura de un libro, la confesión de una moza, la duda de una verdad, el orgullo por una buena acción que hicimos, el denuesto de un enemigo, un golpe de viento que ciñe una falda, una palabra sugerente, un recuerdo de infancia, bucear en nuestro interior, el perfume de una señora, no olvidar una injuria… todo conspira contra el Hombre, y sólo la misericordia de Dios le salva. Este viejo sacerdote sabe que no es ningún santo, y que cometió idénticos pecados que los demás hombres, si bien Dios consintió que no se encenagara en ellos, y que un sentido profundo de la dignidad de los hábitos y de su ministerio, un horror al escándalo, le preservaran de las malas acciones. Actualmente lleva una vida normal, como muchos viejos podrían hacer si amaran más a su prójimo y no se vieran devorados de ese mal pecado y profundo error que se llama avaricia; maldad que llevan, como el peor de los castigos, hasta el lecho de muerte incluso. Este anciano ya no quiere nada, siempre fue pobre, pero ahora lo es más todavía, y hasta experimenta alegría en que así sea. Con una cama y un poco de comida, le sobra; necesita muy poco para vivir. Tiene algunos libros que cada vez lee menos, y con esta sotana, ya no demasiado nueva, sabe que llegará hasta ese fin que no puede estar muy lejano, y aunque algo raída, buena será para mortaja, que para ese trance todo resulta superfluo. Anda despacio, porque no puede derrochar energías y va pensando en sus pobres y en sus pequeños problemas relacionados con el culto y con sus feligreses. Un inmenso amor se le sale del pecho y tiene los ojos siempre húmedos de ternura. Mientras meditaba, una luz vaga ha aparecido sobre las buhardillas del barrio viejo. Las manos luminosas de Dios se han abierto sobre esta ciudad pecadora, y manan el milagro de su claridad sobre los hombres. En algunas bocas hay una oración; son pocos los que rezan, pero todavía quedan algunos que lo hacen. La claridad es pequeña, tímida, como si llegara un poco asustada. La gente se mira a la cara; ya no son enemigos, no son fantasmas, una remota hermandad solidariza a cuantos cruzan sus pasos por estas calles. Ya está llegando el anciano a la iglesia, a su modesta iglesia, olvidada de los ricos que hacen generosas donaciones, olvidada también de los pobres. (—Amaneció Dios. Gracias por tu nuevo día. Gracias por la luz que nos alumbra. Gracias por perdonar nuestros pecados. El vigilante se retira. El barrendero se ha descubierto al pasar ante la puerta. Me alegra este gesto de viejo cristiano. Acuérdate de él, Señor, cuando le llegue el tur… Ese perro debe andar perdido… San Francisco. Paz para todos. La señora Juanita madrugó hoy. ¿Cuándo terminarán las obras? ¿Lo veré yo siquiera? ¡Qué olorcillo a pan caliente! ¡Pobre perro!… ¿Adónde irá? ¡Este temblor de las manos! Se respira bien. Cualquier día me llevarán por estas calles, y luego se olvidarán de mí. ¡Dios mío! Estoy preparado ya. Estoy tan viejo que apenas puedo servirte. Se me cae la carne de los huesos. Por tu Misericordia pude resistir el pecado. Yo no hubiera podido. Pasé malos años; te ofendía. Me alegro de que venga Manuel. ¡Cómo lucha! No puede dominarse. Que Dios le dé fuerzas. Seguro que viene otra vez a confesarse. En fin, Señor, Tú lo ves todo. Quiere ser bueno; cae, se levanta… ¡Qué hermosura de luz sobre las piedras! Nada es feo, Señor, todo es hermoso, hasta estas viejas casas las embellece tu luz piadosa. Cada día ando peor. Es buena hora.) La iglesia está oscura. Arden las ceras litúrgicas en el Altar Mayor. La claridad es tan escasa que las personas —diez o doce— son, a la vista, simples bultos. El sacristán le ayuda a vestirse y el monaguillo, vivaracho y alegre, está ya preparado. Por la ventana de la sacristía entra la luz y acaricia los modestos objetos del culto y un cuadro de la Dolorosa que hay colgado en la pared. Suena a lo lejos una campana, grave, solemne, y como un eco, responde la pequeña campana de esta iglesia. Puntualmente el sacerdote está frente al altar. —Et introibo ad altare Dei… La iglesia está en silencio y se escucha el monótono rezar de una vieja. Cuando entra alguien, los pasos resuenan bajo la bóveda desnuda, y las puertas chirrían tristemente. En la ciudad se ha abierto un paréntesis y otra vez las gentes se preparan para lanzarse a la vida. Los más todavía duermen, pero el sol aparecerá dentro de un momento y se abrirán los balcones y volverá la vida a los corazones que reposan. Los coches y los camiones van y vienen ya por las calles, y en algunas cocinas se están calentando los desayunos. El mar se empieza a teñir de rojo, y en la montaña, al otro lado, cantan los pájaros la gloria del Creador. Un pitido lejano anuncia que un tren sale de la estación, o que entra en ella. Las gentes tejerán otra vez sus vidas, sus trabajos, sus deseos, sus amores, sus odios, sus problemas, sus vicios, sus esperanzas, sus anhelos, sus fatigas, sus mentiras, sus sueños, sus esfuerzos, sus generosidades, sus impulsos, sus ternuras; esta historia se repite con escasas variantes desde hace siglos. Los domingos se leen desde el presbiterio los sucesos parroquiales: bautizos, matrimonios, defunciones; defunciones, bautizos, matrimonios… En las vidrieras se refleja el primer rayo que se rompe en arco iris por el aire de la iglesia. Acaba de salir el sol. Buenos Aires, agosto-septiembre de 1951 LUIS ROMERO. Nací el 24 de mayo de 1916, dice mi madre que en las primeras horas de la madrugada. Me quedan recuerdos de mi más recóndita niñez; los guardo como tesoros frágiles; se refieren a escenas familiares, a personas, ambientes. Son poéticos, y desde que comenzaron a ser recuerdos, es decir desde muy pocos años después, predomina en ellos cierta melancolía. Sin embargo, la infancia y la niñez fueron felices. Mi afición a la literatura viene de muy antiguo, mi madre sabía romances —Delgadina, Gerineldos…— y nos los cantaba. Una modista, Angelina, y una costurera muy anciana, Emilia, contaban maravillosos cuentos. Después, vino el TBO, y en seguida Salgari, Verne, Dumas, para pasar hacia los quince años a los románticos, a Balzac, a los rusos, al Quijote y los clásicos españoles, a los escritores del noventa y ocho, a García Lorca y los demás poetas, al Arcipreste de Hita. Luego, entre los quince y los veinte años, todo, sin orden ni concierto. Por ejemplo: Berceo y Pierre Louys, Pérez de Ayala y Thomas Mann, Beaudelaire y Freud, Blasco Ibáñez y Dickens y Machado, Ovidio, Shakespeare, Dostoievski, Horacio… La afición al mar comienza con los primeros recuerdos: un mar distante y algo misterioso, historias de naufragios, barcas abandonadas en playas solitarias, faros, paisajes verdes de la costa de Santander, y otro mar familiar, asequible, en cuyas aguas aprendí a nadar, Badalona, cuando todavía pescaban con vela latina, navegaban pailebotes y goletas y los pescadores iban vestidos de pescador y fumaban en pipa. Nací y viví en un barrio antiguo de Barcelona, un barrio con especial carácter, con gentes muy definidas que permanecían aún en el siglo XIX. Entre la calle de Ribera, donde vivía, y el colegio Condal, donde estudiaba, recorría aquellas callejas cargadas de historia, de costumbres, de algo indefinible que en pocos años las circunstancias aventarían. Cuando miro los retratos de aquel adolescente, que era yo mismo, trece, catorce, quince años, cosa que ocurre muy de tarde en tarde, me interrogo y me inquieto. Ensimismado y comunicativo, curioso, sentimental ¿qué se hizo de aquel adolescente? Por aquella época y un poco por azar, mi familia veranea en un pueblo próximo a Barcelona, pero bastante aislado, Castellbisbal. Allá pasamos durante cinco temporadas las vacaciones escolares enteras, salvo una quincena dedicada al mar. Mucho le debo a ese pueblo donde traté con intimidad a personas distintas a aquellas que hasta entonces me habían rodeado. En Castellbisbal la naturaleza estaba muy presente, aprendí a manejar la azada, a vendimiar, a aparejar un mulo y a guiar un carro, a pisar uvas, a regar una huerta. Vi vivir a un pueblo, de cerca. Y eso iba a serme útil a lo largo de la vida. Por entonces se proclamó la República, se suscitaron problemas con los «rabassaires», pasé a un estado de hombría, siquiera fuese incipiente, terminé o interrumpí los estudios, las mujeres se convirtieron para mí en una presencia viva, palpitante. Al mundo del colegio, sustituí el mundo del trabajo, y siempre, próximo, coherente pero nunca opresor, el ámbito familiar, mis padres, mis tres hermanos y algunos parientes. Nuevas amistades, nuevas formas de vida, el horizonte se amplificaba, la injusticia social tenía un rostro, actuaba a la vista, contra mí también. A los diecisiete, a los dieciocho o diecinueve años se tiene prisa, quiere vivirse con simultaneidad multitud de experiencias. Falta de tiempo, falta de dinero, limitan un tanto las posibilidades pero los recursos de la juventud son incontables. Las relaciones con el mar se hacen mucho más intensas. Ingreso en un club de natación. Ya no son unos días durante el verano; invierno y verano y a cualquier hora y con cualquier ocasión, nado, practico deportes y, sobre todo, tomo el sol. Muchos años se prolongó en mí ese culto al sol no extinguido todavía. Mientras se toma el sol no se pierde el tiempo, antes al contrario, al placer físico se suma una actividad espiritual intensa; tiempo de pensar, de fabricar fantasías, de vivir miles de vidas. Después vendría para mí una época bien definida —la gran prueba— que se inicia en el verano de 1936, pródiga en riesgos, sacrificios y disyuntivas. Fue aquella la época en que no me preguntaban cuántos años tenía, y tenía pocos, sino de qué quinta era: y era, que ya no lo soy, de la quinta del 37, ¡Caray! Entre los veinte y los veintiséis años fui de la quinta del 37 con todos sus peligros y consecuencias. Cuando se vuelve de las guerras, aunque se regrese entero, algo ha cambiado en nosotros y se tarda un plazo más o menos largo en reencontrar el camino. Nuevas amistades, más amistades, y unas ansias de vivir, de afirmarse en la certidumbre de que uno está vivo, que desbordan hacia el exceso. Al término de las guerras hemos envejecido pero también sentimos que nos han escamoteado unos años que hemos de recuperar en alocada marcha atrás. Viajes y viajes por toda España, que de motivos profesionales que los impulsan trascienden al conocimiento de paisajes, monumentos, problemas gentes y de catedrales, monasterios, caminos, tabernas y ¿para qué ocultarlo?, cuando se tercia, burdeles. Con la geografía se amplían los conocimientos humanos, al industrial, al agricultor, al médico, al comerciante, abogado, mecánico, profesor menestral, juez y al proletario se añaden poetas, pintores, gentes inquietas de todo género, y en ocasiones, de manera marginal, la golfancia. En aquellos años —los cuarenta— se hicieron muchas fortunas, casi siempre a costa de las privaciones de los demás. Nunca traté de enriquecerme y no resultaba difícil conseguirlo; ocasiones se presentaban en que la fortuna podía ganarse en un golpe de audacia. Suelo decir y hasta creer, que no traté de enriquecerme por impedimentos morales —fue aquella una época injusta y cruel— y algo de verdad habrá en la afirmación, pero quizá, pienso ahora, interviniera en mi actitud otro factor: había sacrificado lo mejor de mi juventud a Marte, no estaba dispuesto a sacrificar a Mercurio, dios que me parecía de menor entidad. Mi afición a la pintura con vinculaciones de amistad personal en muchos casos a lo que entonces era la vanguardia, se acrecienta en aquellos años. El año 1948 marca un viraje en mi vida. Gloria, que pronto iba a convertirse en mi mujer, regresa de Buenos Aires. Por entonces había publicado ya unos artículos literarios sobre pueblos y ciudades. En 1950 aparecen mis dos primeros libros. Uno es de poesía, Cuerda tensa, el otro un volumen sobre tabernas, literatura de viajes y experiencias personales. El último día de 1950 marcho a Buenos Aires. Gloria se había anticipado y me estaba esperando. Era mucho el papeleo que te exigían para viajar en aquellos tiempos. En Buenos Aires trabajé en lo que siempre fue mi oficio, los seguros. A mis horas libres escribo la que será mi primera novela, La Noria. La envío a concursar el Premio Nadal. Un cablegrama me trajo una buena noticia. He ganado el Premio la noche de Reyes de 1952. Hay que tomar una determinación. En mi profesión se me presenta un porvenir excelente y a corto plazo; puedo compaginar seguros y literatura, vivir con desahogo, enriquecerme y cada dos años, por ejemplo, hacer un viaje a España. También puedo elegir el camino difícil: abandonarlo todo y regresar a España a dedicarme exclusivamente a escribir. El importe del Premio Nadal eran 35 000 pesetas, cifra modesta incluso para entonces. Quien recuerde lo que significaba en los años cincuenta vivir de los ingresos que producía la literatura comprenderá que el riesgo era mucho, muchísimo. Mi mujer estuvo de acuerdo. Regresamos. En Buenos Aires habíamos elegido un punto geográfico: Cadaqués. Estos últimos años han pasado para mí muy a prisa. Por ejemplo, al releer La Noria me doy cuenta de cómo ha cambiado el mundo y hasta qué punto Barcelona y las gentes que se mueven por la ciudad y los problemas y los edificios y las dimensiones y las costumbres y los automóviles son distintos. Desde entonces he vivido una plenitud larga en que aquellos años de juventud, escamoteados por la guerra, me han sido con generosidad compensados. Ahora que se habla tanto de la juventud, yo me he interrogado ¿cuál es la verdadera juventud? ¿Los veinte, los treinta, los cuarenta, los cincuenta años? Más no, de acuerdo; y he sobrepasado el medio siglo. He vivido en Cadaqués y en Barcelona, he viajado por España más aún que antes y por casi toda Europa y he vuelto a América por distinto camino. He escrito y publicado libros: Carta de ayer, Las viejas voces, Los otros, La noche buena, La corriente, El cacique (Premio Planeta 1963). Estas son novelas. Algunas —La Noria entre ellas— han sido traducidas a varios idiomas. Han aparecido libros de viajes, de cuentos, un segundo libro, ya nostálgico, sobre tabernas; he escrito en revistas y periódicos, he pronunciado conferencias. Acepté el riesgo de vivir de los libros y lo asumí con todas sus consecuencias. No me quejo. Compré una barca. En 1955 tuvimos un hijo que aprendió a remar al mismo tiempo que a andar. Compramos otra barca algo mayor. Las gafas submarinas son un juguete que después de veinte años aún no me ha cansado. Sólo mucho tiempo después pude comprar un automóvil (¡hasta los escritores tienen auto!) que nos sirve para viajar con mejor aprovechamiento y llegar a lugares que antes nos resultaban difíciles de alcanzar. Desde hace siete años me dedico a estudiar a fondo la guerra de España. Sobre este tema un solo libro hasta hoy he publicado, Tres días de julio; en breve aparecerá otro, y después otro. Un trabajo paciente pero fascinante. La familia, el trabajo, la mar, los viajes y además, los amigos, los libros, la música, la pintura, los ejercicios físicos, y una atención constante a lo que ocurre en el mundo, marcan las estaciones, los meses, las semanas, los días, las horas. Cuando conviene reducirse a lo más elemental e intenso, nos encerramos en una casa muy pequeña con unos metros de tierra alrededor. Para llegar a ella hay que alejarse de ciudades, pueblos y carreteras; por una pista de montaña recorrer varios kilómetros hasta el aislamiento casi absoluto. Crece la presencia de la mujer, del hijo, cunde el trabajo, el libro que lees cobra relieve, los recuerdos brillan, se sedimentan y ordenan. La leña que nos calienta la parto a hachazos; la nieve, la ventisca, el frío son aislantes eficaces. No llegan periódicos, ni cartas, ni nada; los problemas quedan a más de mil metros por debajo de nuestro nivel. Alguna vez pasa, un jeep o un coche que asciende o baja trabajosamente. Nos asomamos a saludarle con la mano. Al releer La Noria, insto, me he dado cuenta de que en estos veinte años han ocurrido demasiadas cosas y que los cambios han sido considerables, inesperados en su celeridad. Pienso que podría estar escrita hace cien años, o más; o anteayer. Siempre hay lo esencial, lo que no cambia. Los jóvenes tendrán que «traducirla» a su época, a su circunstancia, como yo hice y sigo haciendo con millares de libros. LUIS ROMERO 1971 Notas [1] pálido, por el lúgubre sudario obsesionado, / ¡con terror de morir cuando voy solo al lecho! («Angustia», de Stephane Mallarmé, versión de Andrés Holguín). << [2] Reval es la denominación germánica de Tallin. <<

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